Días de Fuego. Eduardo Gallego

Días de Fuego - Eduardo Gallego


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sin mayores incidentes. Le entregó una pastilla de jabón y el cepillo para la espalda. Le llamó la atención su manera de cumplir las órdenes sin rechistar, de modo automático. «Como un animal amaestrado», le vino a la mente, y no pudo desechar la idea. Aquel crío era un auténtico enigma; no cejaría hasta descifrarlo. Su forma de hablar mostraba que había recibido una buena educación, pero reaccionaba como el más pasivo de los esclavos. No daba la impresión de sentirse feliz por su nueva situación. Ni triste, por cierto. Su falta de emotividad lo inquietaba.

      Lo observó de nuevo, procurando no parecer indiscreto. El crío se estaba enjabonando a conciencia, aunque con mucho cuidado de no salpicar y manchar el piso.

      –Me parece que el baño se ha enfriado, hijo. ¿Quieres que te traiga un cubo de agua caliente? –preguntó, solícito.

      –No te preocupes; está bien así –le respondió.

      Eliseo habría jurado que el agua empezó a humear levemente en ese momento, aunque lo atribuyó a su imaginación. Luego, mientras el niño se vestía en la habitación contigua, comprobó que, en efecto, el barreño estaba más caliente de lo habitual. El mago se encogió de hombros y se olvidó del asunto.

      Cuando el niño regresó, ya ataviado como un joven aldeano, Ondina comentó:

      –Caramba, hasta pareces un ser humano normal y corriente…

      El niño la ignoró, como de costumbre, y se sentó en un taburete. Aquel desinterés molestó a Ondina, acostumbrada a que en el pueblo todos le hicieran caso. Por supuesto, no pudo permanecer callada más de cinco segundos.

      –Bueno, y ahora ¿nos dirás por fin cómo te llamas, si no es molestia? Más que nada, para mantener una conversación, ya sabes.

      El niño la miró un momento y luego contempló sus propias manos. Siguió sin abrir la boca, pero Ondina no se resignaba a darse por vencida.

      –No hables tanto, chaval, que me tienes la cabeza loca –dijo, en son de guasa.

      El niño suspiró.

      –Ya mencioné antes que ellos no estimaron necesario ponerme un nombre. Si vosotros no podéis pasar sin él, adjudicadme uno.

      –¡Expósito! –saltó Ondina.

      –Calla hija, no seas cruel –la regañó Eliseo–. ¿Seguro que te da igual? –El niño asintió–. Pues no sé… Podríamos mirar en el Gran Compendio de las Onomásticas y elegirlo.

      –¡Sí, como doña Rebeca! –intervino Ondina, juguetona–. Cada vez que le nace un hijo, abre el libro al buen tuntún, arroja un dado y les encasqueta a las pobres criaturas lo que la suerte decide. ¿Qué tal si probamos?

      –Esto… –El mago miró a su hija, suspicaz–. Me temo que resultaría un poco arriesgado. Sin duda conoces lo caprichoso que es el azar, y los hijos de doña Rebeca… En fin, qué te voy a contar.

      –¿Qué tienen de malo sus nombres? Exuperancia, Consolación, Sigiberto, Zósimo, Atanagildo, Gaudencio, Calipigia…

      –Más que nombres, me parecen crímenes –El mago tuvo una idea y le tendió el libro al niño–. Escoge tú. Vienen en orden alfabético.

      Así averiguó que sabía leer. El niño hojeó el vetusto tomo sin demasiado interés, hasta que dio con algo que atrajo su atención. Señaló una línea.

      –Vania servirá.

      –¿Vania? Resulta poco usual, pero si ese es tu deseo… ¿Te gusta por algún motivo especial?

      –Me ha recordado a alguien. –Y ya no dijo más sobre el tema, para frustración de Eliseo. En realidad, así se llamaba uno de los pocos Adiestradores que, en el Castillo, sonreía y le obsequiaba con una palabra amable de vez en cuando.

      –Suena bien, aunque sea extranjero –apostilló Ondina, y el tema quedó zanjado.

      Mientras aguardaban la comida, Eliseo trató de mantener una conversación con Vania. Quería ganarse su confianza, animarlo y, de paso, tratar de averiguar algo sobre su origen y andanzas previas. Sin embargo, se topó con un muro de silencio que habría exasperado a alguien menos paciente. Desde luego sacó de sus casillas a Ondina, que trató, con mayor o menor sutileza, de picar a su nuevo hermano adoptivo. Este adoptó un aire abstraído. Parecía como si su mente anduviera por sitios muy lejanos. «En fin, tiempo al tiempo», se resignó Eliseo.

      La llegada de doña Rebeca con un puchero lleno hasta los topes de cocido puso término a una situación que se estaba tornando embarazosa.

      –Me encantaría quedarme, pero me reclaman en casa –se excusó, con una sonrisa–. Dentro de un rato os traeré el postre: huesos de mago rellenos de crema. Están para chuparse los dedos, y no lo digo porque yo sea la cocinera…

      –Mujer, no tiene por qué molestarse tanto…

      –¡Pamplinas, señor mago! Los chicos tienen que alimentarse bien para crecer. Sobre todo, él –Señaló a Vania con un dedo terminado en una larga uña. El niño parecía haber recuperado el interés gracias al delicioso aroma que desprendía la olla–. Mírelo; tiene menos carne que el tobillo de un gorrión. A saber dónde habrá estado en los últimos tiempos.

      –Lo mismo me pregunto yo…

      En cuanto se quedaron solos, entre Ondina y Eliseo prepararon la mesa, sacaron vasos, llenaron una jarra de agua, cortaron una hogaza de pan moreno y empezó el festín.

      –Me da la impresión de que el cocido se va a enfriar –comentó Eliseo, tocando la olla, al tiempo que servía los platos con un cucharón de peltre.

      –Ya no –repuso el niño.

      –Es verdad –corroboró Ondina, soplando en la cuchara–. Ten cuidado, papá, no sea que te quemes la lengua.

      «Qué chocante», se dijo Eliseo. «Juraría que la comida de los platos está más caliente que la de la olla. En fin, otro portento culinario en el haber de doña Rebeca».

      La comida se prolongó bastante, ya que la mujer del alcalde, además del postre, trajo unas galletas y se empeñó en preparar el té. Luego llegaron otros vecinos. Como quien no quiere la cosa la velada se prolongó hasta el crepúsculo, empalmando con la cena. Eran las tantas de la noche cuando todo acabó. Al fin pudieron retirarse a descansar.

      –No creas que andamos de festejos todos los días, Vania –le explicó el mago, mientras recogían las cosas y acondicionaban una habitación para el niño–. Hoy ha sido una jornada especial, para celebrar tu llegada, pero a partir de mañana seguiremos con la rutina cotidiana. Bueno, antes te presentaré a los vecinos más notables, así que ármate de paciencia para sobrevivir al mal trance –le dijo sonriendo–. Luego te instruiré sobre las normas básicas de urbanidad que rigen la vida en Albaidares. Quizá te parezcan algo distintas a las que estás acostumbrado; me gustaría que nos señalaras las diferencias que notes. Y pasado mañana… En fin, aquí todos trabajamos en algo, así que tendremos que averiguar lo que se te da bien. Más adelante me acompañarás al monte a por plantas medicinales, y tendremos tiempo para hablar.

      –De acuerdo.

      La cama olía a limpio y era cómoda, con un colchón blando y un edredón que mantenía el calor, pero le costó conciliar el sueño. La celda del castillo donde lo encerraban por las noches sólo disponía de un montón de paja sobre el suelo y una vieja manta con la que abrigarse. Sabía qué eran las camas: las había visto en las habitaciones del castillo, pero nunca se le había ocurrido que a él podrían darle una, como a las personas importantes: los Amos. En su mente se cruzaban un montón de pensamientos contradictorios.

      Aquella gente era rara, pero rara de narices. Jamás, en toda su vida, alguien le había deseado buenas noches (aunque con la apostilla de «que no te piquen las chinches», por parte de Ondina). Y lo trataban bien, como si fuera un pura sangre de los establos de los Amos. Le daban comida, no lo golpeaban y hasta parecían amables. Aquello no era normal. ¿Qué querrían hacer con él?


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