Días de Fuego. Eduardo Gallego

Días de Fuego - Eduardo Gallego


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podría caminar sin problemas. Sí, definitivamente los dejaría vivir un tiempo más y seguiría con ellos. Tampoco dañaría a aquella cotorra gorda, doña Rebeca. ¡Cómo guisaba, la condenada!

      Así, una vez que tuvo claro su plan de acción, Vania se quedó dormido. Y como de costumbre, cuando despertó fue incapaz de recordar sus sueños.

      CAPÍTULO III: ES BUENO CONOCER GENTE

      Al día siguiente, bien temprano, Eliseo despertó a Vania hablándole en voz baja:

      –Venga, quítate las legañas de los ojos, aséate y vístete. Ya hemos preparado el desayuno; no dejes que se enfríe.

      Al oír esto último, el niño esbozó una sonrisa y se levantó con presteza. Eliseo meneó la cabeza, complacido; su nuevo pupilo no era un dormilón perezoso, por suerte. Tampoco parecía inapetente; dio cumplida cuenta de los panecillos de pan de trigo tostados y untados con aceite, ajo y sal. Se zampó un bollo con mermelada y apuró un par de tazas de té de roca.

      –Ni que fueras una lima nueva –comentó Ondina, con ojos soñolientos; desde luego, ella tenía peor despertar.

      Una vez recogida la mesa, Eliseo acompañó a Vania mientras caminaban pausadamente hacia el centro del pueblo. La casa del mago se alzaba en la periferia de Albaidares, junto a una modesta plantación de cerezos. Por aquella parte las viviendas aparecían dispersas. Cada una tenía su correspondiente cercado, para proteger las plantas de algún jabalí despistado que decidiese merodear por allí. Hacia el centro, los edificios se juntaban, llegando en algunos casos a estar adosados.

      –La mayoría de los vecinos se dedica a la ganadería. Los corrales quedan más al norte, a resguardo del viento –iba explicando Eliseo–. Muchos cultivamos nuestros propios huertos, que nos dan para sacar algún dinerillo extra en época de cosecha. Gracias a eso podemos cambiar fruta por otros artículos de primera necesidad, regalar a los amigos… En fin, lo de costumbre. De todos modos, en el valle hay campos comunitarios de cereales, coles y patatas. Una de las tareas de la alcaldesa es organizar los turnos de labranza y recolección. Casi todos los vecinos trabajan en la agricultura cuando les toca. Sin embargo, hay oficios que exigen dedicación exclusiva, a la vez que otorgan un gran prestigio. Bueno, en casi todos los casos –apostilló el mago, acordándose de Purdy, el encargado de recoger el estiércol y limpiar los pozos negros–. Si vas a quedarte con nosotros por largo tiempo, estaría bien que algún buen artesano te aceptara de aprendiz. A menos que prefieras dedicarte al estudio, como Ondina.

      –De momento, no tengo una opinión formada –dijo Vania, sin comprometerse.

      Los vecinos madrugaban en Albaidares. La norma entre la gente del campo era levantarse con el gallo y acostarse temprano, con las gallinas. Apenas había salido el sol, pero ya había un trajín considerable. A diferencia de los moradores de las grandes ciudades, siempre apresurados y cada uno pensando en lo suyo, aquí todos se movían sin prisas, y les gustaba pararse a saludar y comentar cualquier cosa sin importancia. Especialmente hoy, porque quien más, quien menos, quería echar un vistazo al chico del mago. A Vania llegó a molestarle tanto interés no deseado, pero la curiosidad por conocer el pueblo venció sus ganas de dar un escarmiento a tanto entrometido.

      Vania y Eliseo se acercaron a un edificio bastante grande, comparado con los demás. A diferencia del resto del pueblo, sus paredes eran de sólido granito. Se alzaba al lado de una caudalosa acequia, en la que daba vueltas y más vueltas un aparatoso molino de agua. El chirrido de la rueda de madera y el chapoteo de los cangilones no lograban sofocar el ruido que generaba el martillo al golpear sobre el yunque. El mago se detuvo un momento y señaló hacia la puerta.

      –Maese Dilfur es el mejor herrero de la comarca. Pocos como él dominan el secreto del acero. Hace muy buenos negocios con los mercaderes del Valle, e incluso acuden viajeros de tierras lejanas a comprar sus afamadas obras. Con la edad, ha dejado para los aprendices los objetos más corrientes: arados, rejas, cancelas… Ahora prefiere dedicarse a forjar cuchillos de fantasía, con forma de lengua de dragón, colmillo de oso o garra de lobo. Los coleccionistas de la capital pagan pequeñas fortunas por ellos. Nos sentimos muy orgullosos de Maese Dilfur; su prestigio redunda en el del pueblo. Vamos a presentarle nuestros respetos.

      El taller del herrero parecía la viva imagen del infierno, según se ilustraba en los manuscritos antiguos. Hombres y muchachos iban de un sitio a otro, como demonios presurosos. Su piel cubierta de sudor brillaba con los reflejos anaranjados de las fraguas. Los martillos, impulsados por el molino de agua, golpeaban el acero, y torrentes de chispas saltaban del metal torturado. El estrépito era ensordecedor.

      Eliseo observó disimuladamente a Vania. Algunos niños se asustaban cuando los ponían en medio de semejante estruendo, pero este no fue el caso; más bien todo lo contrario. Vania sonreía y respiraba profundamente, como si le gustase inhalar aquel aire recalentado. El mago habría jurado que, por primera vez desde que lo conocía, aquel crío parecía feliz.

      Un hombre se dirigió hacia ellos. Era rechoncho, puro músculo, más ancho que alto, con unos brazos que más parecían jamones. Su poderosa voz se oyó alta y clara, por encima del insoportable ruido:

      –¡Vaya, vaya! ¡Pero si es el señor mago! ¿Qué te trae por aquí, Eliseo? El alambique que me encargaste no estará listo hasta dentro de…

      –Tranquilo, Maese Dilfur –lo cortó con gesto amable–. Se trata de una mera visita de cortesía. Estoy enseñando el pueblo al joven Vania.

      El herrero se fijó por fin en el niño. Sonrió y le propinó unas palmadas cariñosas en el hombro, que lo hicieron trastabillar.

      –¡Caramba! Así que este es el misterioso mozo del que todos hablan.

      Maese Dilfur estuvo un rato dándole coba, lo que Vania soportó estoicamente. La fragua lo fascinaba; bien valía aguantar unas pequeñas molestias. Eso sí, como siguiera dándole esas palmadas tan a lo bestia, tendría que tomar medidas.

      Cuando el mago explicó que intentaba averiguar cuál podría ser la vocación laboral del chico, el herrero chascó los dedos y se llevó a Vania poco menos que en volandas.

      –Si en verdad te atrae el trabajo del hierro, chaval, no tienes más que decírmelo. Te recibiremos con los brazos abiertos. Eso sí, debo advertirte que se trata de una profesión dura, que requiere sacrificios. Sin embargo, ¡ya lo creo que compensa con creces! En tus manos, simples manos de mortal, tendrás un poder que parece reservado a los dioses. Domesticarás el fuego, y gracias a él podrás doblegar el metal, moldearlo, darle forma… Convertirás el mineral inerte en la espada que blandirá un guerrero, el arado que preparará la tierra para la sementera o la cancela que separará a unos enamorados en las soleadas ciudades sureñas…

      –Desconocía tu vena poética, Maese Dilfur –comentó Eliseo, divertido.

      –Lo de domesticar el fuego suena interesante –observó el niño con un matiz de ironía que nadie percibió.

      –En efecto –prosiguió el herrero–, mas para ello se requiere un largo proceso de aprendizaje. Primero, debemos observar la disciplina y el autocontrol. Hay que empezar desde abajo, con las tareas rutinarias. No pretendas forjar un estilete dragón el primer día… –Señaló a unos jóvenes, poco mayores que Vania–. Los aprendices se ocupan, ante todo, de mantener el fuego a la temperatura adecuada. Los días en que hay poca faena y podemos apagar algunos hornos, se dedican a tareas de reparación y limpieza. Observa –Se acercó a una fragua–: la hemos dejado enfriar porque hoy no tenemos mucho volumen de trabajo, pero si quisiéramos avivar las llamas, tendrías que empezar a mover los fuelles.

      –Se me figura un trabajo algo duro para un crío de su edad –intervino el mago.

      –Quia, pamplinas… Tendemos a sobreproteger a los niños, como si fueran de merengue. Te aseguro que después de una semana de faena, sus músculos se endurecerán hasta el punto de…

      –Ya está –dijo Vania.

      Maese Dilfur y Eliseo, que se habían desentendido de Vania durante unos segundos, se giraron al unísono. En el vientre de la fragua,


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