Días de Fuego. Eduardo Gallego

Días de Fuego - Eduardo Gallego


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retiró discretamente a su cuarto con la excusa de que debía ordenar los libros. El mago estaba en verdad furioso. «Con lo que cuesta penetrar la coraza de silencio bajo la que se esconde este crío, sólo me faltaba que la muy insensata lo volviera todavía más huraño». No obstante, a Vania la burla parecía haberlo dejado indiferente. Ahora se sentaba en la mesa, con la mirada perdida, sumido en sus pensamientos. Ni siquiera Ondina, que regresó al cabo de un rato, logró arrancarle más que palabras sueltas, aunque probó a pincharlo cada dos por tres.

      Eliseo tuvo que llamar la atención de Ondina varias veces. Su hija incordiaba más de lo habitual. ¿Se debía a un ataque de celos, por culpa de la atención que el mago debía prestarle al niño? No sólo la amonestó por su comportamiento. Sabía que era irracional, pero sentía que debía pararle los pies, evitar que irritara a Vania. Había algo indefinido, un soterrado temor a que el niño reaccionara de mala manera. Trató de alejarlo de su mente. Por los dioses, ¿qué daño se podía esperar por parte de un simple chaval?

      CAPÍTULO IV: DE PASEO POR EL CAMPO

      Los días siguientes fueron un calco del anterior. En torno a Vania seguían sucediendo hechos extraños, pequeños accidentes que de momento no herían a nadie, pero la gente murmuraba y recelaba. Como cabía esperar, cualquier percance que ocurriera en el pueblo le era atribuido, aunque no tuviera la culpa.

      «Si es que en realidad la tiene de algo, pobre criatura». La situación era cada vez más incómoda para Eliseo. Sufría por el niño, pero de rebote su propio prestigio en Albaidares se resentiría. Años de integración en el pueblo, de llevarse bien con los vecinos, de ganarse su estima, podían irse al traste en unas semanas. Debía pararlo.

      Puesto que nadie lo iba a aceptar de aprendiz, ni Vania parecía interesado en ejercer profesión alguna, el mago decidió que el niño trabajaría con él hasta que se le ocurriese otra cosa o los ánimos se calmasen. Cuando lo propuso, Vania no mostró alegría ni rechazo.

      –Pues nada, decidido está –concluyó Eliseo una noche, a la hora de cenar–. A partir de mañana me acompañarás en mis salidas al monte. Es la época ideal para encontrar hierbas y flores tempranas con sobresalientes virtudes curativas. Quizá te pique el gusanillo, y decidas convertirte en curandero. Eso haría que todos te admiraran y requirieran tus servicios.

      –Quién sabe –contestó el niño, mientras mojaba un trozo de pan en las gachas.

      –Desde luego, hermanito, deberías probar a ganarte la vida como animador de fiestas, con esa gracia que los dioses te han otorgado –saltó Ondina. La manía de Vania de responder con frases muy cortas le atacaba los nervios.

      Eliseo la miró con severidad.

      –Eh, vosotros dos, haya paz. Ahora que lo pienso… –Se acarició la barbilla–. ¿Por qué no te unes a nosotros, Ondina? No te vendría mal descansar un día de los estudios y estirar las piernas por la sierra.

      La propuesta la pilló por sorpresa, aunque enseguida sonrió alegre.

      –¡Me apunto! Voy corriendo al mesón, a pedirle a Adela que nos prepare comida para llevar mañana a primera hora.

      Eliseo frunció el ceño.

      –Es un poco tarde para ir sola, ¿no crees? Si acaso, me acercaré yo.

      Ella lo miró con cara de fastidio.

      –Papá, que no me va a comer un oso ni me raptarán los bandidos. Esto es Albaidares, no una de esas ciudades sureñas poco recomendables que cantan en las coplas de ciego. Te imaginas peligros hasta debajo de las piedras.

      –Tengo la impresión, jovencita, de que eres una irresponsable, para quien la palabra riesgo no significa nada…

      Ondina iba a darle una respuesta más acalorada, cuando Vania, en contra de lo habitual, intervino:

      –Yo la acompañaré. Supongo que nadie nos molestará.

      En silencio, Eliseo y Ondina se giraron lentamente y miraron al niño. Este, aunque lo disimuló, estaba tan perplejo como ellos. El ofrecimiento le había salido espontáneo, y eso que, hasta la fecha, Ondina sólo le había lanzado puyas y gastado bromas. Más de una vez pensó en acabar con ella y el pesado del mago, pero lo aplazó porque aún creía que le quedaban cosas por descubrir en aquel pueblo. Bueno, ahora no iba a desdecirse, y escoltaría a aquella cría insoportable al mesón.

      A pesar de sus dudas, Eliseo lo aprobó y ambos niños se marcharon. Sabía que se preocupaba demasiado por Ondina y que no podía estar siempre vigilándola. «Parezco mamá gallina. Debo acostumbrarme a que se está haciendo mayor, y yo, viejo». Y también debía demostrar a Vania que se fiaba de él, aunque no las tenía todas consigo.

      El mesón estaba en la otra punta del pueblo, aunque no había problema para llegar hasta él. La noche era clara y sin nubes. La luna brillaba en el cielo, dotando al paisaje de sutiles tonalidades grises. Además, por las calles había plantados fogariles, unos singulares árboles de ramas fosforescentes, que desprendían una luz verdosa. Así, uno podía andar sin el peligro de tropezar con algo o pisar una boñiga.

      Ondina respiró hondo. Le encantaba pasear por el pueblo a aquellas horas, cuando todo estaba inmerso en una quietud que se le figuraba perfecta. Desde luego, papá se pasaba un poco con su manía de protegerla. ¿Qué de malo podía ocurrirle en un remanso de paz como Albaidares?

      Tan sólo había una nota discordante: Vania. Aquel crío, tan callado como un pato disecado, resultaba de lo más irritante. Bueno, al menos había tenido el detalle de ofrecerse a acompañarla, aunque para lo que hablaba, venía a ser lo mismo que si caminara sola. Iba unos pasos por delante de ella, mirando de vez en cuando a los lados, sobre todo cuando doblaban alguna esquina. Su actitud le recordó a la de un soldado de patrulla. Qué payaso. Intentó darle conversación:

      –Están lindas las estrellas esta noche, ¿eh?

      El niño miró al cielo un momento.

      –Yo las veo igual que todos los años, por estas fechas.

      La respuesta, dicha en el mismo tono que un notario leyendo un informe, molestó a Ondina. ¿Aquel zopenco no tenía sentimientos, o qué?

      –Muy lindas –insistió–. Según cuentan las comadres del pueblo, son agujeros en el manto del vestido de la Diosa Madre. Por ellos se cuela la luz pura de la Morada de los Dioses. Otros dicen que se trata de lámparas que el Gran Padre colocó en el firmamento para recordarnos que nos vigila desde lo alto. De vez en cuando, algún diablillo tira alguna y cae a tierra, y entonces podemos pedir un deseo… –Suspiró, embelesada–. Una vez papá me presentó a un colega suyo, un chiflado que afirmaba que las estrellas eran grandes soles, en torno a los cuales giraban otros mundos habitados. Más aún: se empeñó en convencernos de que nuestros antepasados viajaban entre ellas, montados en carros de fuego –Se encogió de hombros–. Hay gente para todo. ¿Qué opinas tú?

      –Son puntos de luz, están muy lejos y no podemos alcanzarlas. Por tanto, me traen sin cuidado. Como mucho, tienen utilidad para orientarse de noche.

      –Pero… ¿Serás tarugo, cabeza cuadrada? –Ondina se sentía realmente ofendida–. ¿Acaso para ti las cosas sólo merecen la pena si puedes comerlas o usarlas como herramientas?

      –Es lo normal.

      –¡Y un cuerno! ¿Sabes? Me das pena. Cuando abres la boca, te limitas a enunciar hechos y nada más. No eres capaz de disfrutar con cosas inútiles, como charlar con los amigos por el placer de hacerlo, mirar las estrellas o escuchar el susurro del viento entre los sauces. Pues entérate: eso es lo que da sentido a la vida, lo que nos distingue de los animales, so ceporro.

      –Si tú lo dices…

      –¡Eres imposible! No sé cómo te soporto –bufó–. Porque en el fondo soy una santa, sin duda. Menos mal que hemos llegado.

      Se oían voces dentro del mesón, y la luz de las lámparas se filtraba por las rendijas de las ventanas. Había clientes que estaban dando cuenta de la cena antes de irse a


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