Días de Fuego. Eduardo Gallego

Días de Fuego - Eduardo Gallego


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buscar a Adela.

      Mientras aguardaba, Vania consideró seriamente arrasar Albaidares y marcharse en ese mismo instante a recorrer el mundo. Allí no se le había perdido nada, y poco le quedaba por aprender. Seguramente habría sitios más interesantes en los valles limítrofes. Por supuesto, y tal como le habían enseñado en el Castillo, antes debía castigar a quienes le ofendían, y no dejar rastro de su presencia. Se lo pensó. Calculó que podría acabar con un pueblo de ese tamaño en unos cinco minutos.

      Pero alzó la vista y contempló las estrellas. Seguían pareciéndole vulgares puntos de luz. Y a su cabeza retornaron los reproches de Ondina.

      Había aguantado estoicamente castigos y penalidades de todo tipo en el Castillo. Sin embargo, por alguna razón que se le escapaba, aquellos comentarios de una vulgar niña le molestaban. Le ofendían, mejor dicho. Lo consideraba poco menos que un animal por ser incapaz de apreciar algo esotérico llamado belleza…

      Mientras rumiaba aquellas ideas, ella salió del mesón.

      –Ya está –le informó–. Nos tendrán preparados unos bocadillos, fruta y té frío. Venga, regresemos a casa, que mañana hay que madrugar. Y conociendo a papá, se estará subiendo por las paredes si tardamos un minuto más de lo debido.

      Vania la siguió a corta distancia. Qué fácil sería acabar con aquella fastidiosa criatura, con su parloteo que era peor que el canto de las chicharras a la hora de la siesta. Pero no lo hizo. Al día siguiente marcharon bien temprano a la búsqueda de hierbas medicinales.

      Durante el resto de su vida, Vania jamás olvidaría aquella excursión a la sierra.

      La noche anterior tardó en conciliar el sueño. Le estuvo dando vueltas a la cabeza. ¿Por qué seguía con aquellos dos, en lugar de largarse con viento fresco? Seguro que el ancho mundo podía mostrarle cosas muchísimo más interesantes que una vulgar aldea de montaña. Entonces, ¿cómo era que no se iba? Al final logró racionalizarlo, convenciéndose de que podría ser interesante visitar la naturaleza para recolectar hierbajos. En el Castillo no había tenido ocasión de salir de las murallas. Luego, destruiría Albaidares y abandonaría la región. Para los aldeanos, procuraría que el final fuera rápido y relativamente indoloro. Al menos, se lo debía a sus anfitriones.

      Ciertamente se levantaron temprano aquella jornada, aunque eso no incomodaba a Vania. Nunca le habían permitido ser perezoso; estaba acostumbrado a ponerse en marcha cuando fuera necesario, con la mente alerta y el cuerpo preparado para el ejercicio. Ondina, en cambio, se caía de sueño. El niño sonrió satisfecho, al saberse superior a ella en ese aspecto.

      Pasaron por el mesón, guardaron comida y bebida en los zurrones y dejaron atrás el pueblo. Tomaron el sendero que subía a lo más alto de la sierra, y que discurría al principio entre los pastos comunales. Iban saludando a todos los que se cruzaban con ellos, como era típico entre la gente del campo. Si alguno se asustó al toparse con el niño raro del mago, no lo demostró; la educación ante todo.

      Vania era de pocas palabras y Ondina aún caminaba medio sonámbula a tan temprana hora. Fue Eliseo quien se empeñó en que el paseo resultara una experiencia agradable, o al menos lo intentó. Les explicó a los chicos las virtudes de un buen bastón con punta metálica para moverse por el monte, y la conveniencia de marchar a pasos cortos pero con ritmo constante cuando se subía por una ladera. Cómo no, fue identificando cada árbol del borde del camino, o detallando a qué pájaros correspondían los trinos y gorjeos que comenzaban a surgir entre los setos cubiertos de escarcha.

      Vania trataba de asimilar todo aquel torrente de información, aunque dudaba que sirviera para algo distinguir un serbal de un majuelo, o el canto de un ruiseñor del de un jilguero. Eso sí, le chocaba el entusiasmo que irradiaba el mago. Aquel tipo parecía disfrutar por el mero hecho de enseñar a sus pupilos, de compartir su sabiduría. Contrastaba con los educadores del Castillo, que se limitaban a cumplir su cometido con rigor, para evitar posibles sanciones de los Amos. El mago, en cambio, actuaba aparentemente movido por el placer. Qué absurdo.

      El paseo no resultó cansado, ya que Eliseo solía detenerse con cierta frecuencia para recoger plantas silvestres.

      –¡Ajá! –exclamó, agachándose junto a una acequia–. ¿Qué tenemos aquí? Nada menos que unos magníficos ejemplares de cola de caballo. Los recogeremos a la vuelta, para no ir cargados cuesta arriba. Son ideales para que los riñones depuren la sangre y la vejiga trabaje. Por cierto, Adela los emplea para sacar brillo a las perolas de cobre y los adornos de estaño –añadió, con un guiño pícaro.

      Y así, mientras subían por el monte, el mago fue impartiendo una clase magistral sobre plantas medicinales. Parecía mentira la de utilidades que podía encerrar un simple matojo. Ondina, ya espabilada por el aire fresco matinal, colaboraba de mil amores en las tareas de Botánica Aplicada. Se mostró muy hábil a la hora de encontrar plantas pequeñitas, que se camuflaban entre la hojarasca.

      –¡Mira, papá! Una hepática –anunció orgullosa, sosteniendo entre sus dedos una hierba que medía apenas un palmo, con bonitas florecillas azules.

      –¡Estupendo! –Eliseo la tomó con delicadeza y la observó con ojo clínico; después se la mostró a Vania–. Como su nombre y la forma de las hojas indican, sirve para desopilar –Vania se preguntó qué demonios significaba aquella palabreja– el hígado. Pero primero habrá que secarla, porque en fresco es tóxica e irrita la piel. Sabe, mi querido joven –Lo miró y adoptó una pose de catedrático que al niño le pareció divertida–, que muchos vegetales no son intrínsecamente venenosos, sino que su bondad o peligrosidad dependen del modo de preparación y la dosis empleada. Por ejemplo, observa esa enredadera –Señaló a unos gruesos bejucos que trepaban por el tronco de un olmo–. Es una pena que no florezca hasta el verano, porque es bien bonita. Se trata de la clemátide. A partir de ella, yo elaboro una pomada contra los mohos y las infecciones cutáneas. En cambio, los pedigüeños del Valle se la frotan por la cara y brazos para provocarse llagas. Así, dan lástima a las almas caritativas, y consiguen más dinero en limosnas. Allí la llaman hierba de los pordioseros, por tal motivo.

      –Interesante –tuvo que admitir Vania.

      Sin apresurarse, fueron dejando atrás los campos y subiendo a la sierra, primero entre hayedos y robledales, que más arriba dejaron paso a los pinares sombríos. Eliseo seguía con sus disertaciones; el niño advirtió que no estuvo callado más de medio minuto seguido. De continuar así, corría el riesgo de acabar aprendiendo Botánica. Sin embargo, y pese a sus temores, no se le hizo pesado. El mago no fingía para distraerlo o tenerlo contento. Estaba en su salsa. Aquella actitud era nueva para Vania: compartir saberes secretos por placer. Quizá había sido una buena idea dejarlo vivir unos días más.

      Eligieron para comer un claro abierto entre los árboles, a poca distancia de un arroyo de montaña. Aunque el sol estaba alto en el cielo, no hacía calor. Una agradable brisa contribuía a que el día fuera perfecto.

      –Basta ya de trabajar –anunció Eliseo, batiendo palmas–. Sentémonos y demos buena cuenta del almuerzo que nos ha preparado Adela.

      Los bocadillos no tardaron en caer, acompañados del té frío.

      –En el fondo, esto es lo mejor de las excursiones –comentó el mago, con expresión soñadora, mientras se hurgaba los dientes con un palillo–. Comer en buena compañía, después de recolectar para el herbario, con la satisfacción del deber cumplido…

      Vania tuvo que admitir que se estaba muy a gusto sin hacer nada, simplemente viendo pasar la vida tumbado en el prado. Quién se lo hubiera dicho semanas atrás.

      –No sé vosotros –dijo Eliseo–, pero yo me he quedado con hambre, y aún tenemos tiempo antes de que caiga la tarde. Podríamos pescar algo en el arroyo, que tiene fama de truchero. Encenderemos una hoguera. Venga, todos a por leña.

      Dedicaron un ratito a buscar ramas secas. Eliseo las dispuso cuidadosamente y las rodeó con un círculo de cantos rodados. Le tendió a Vania la yesca y el pedernal.

      –¿Sabrás prenderla? –El niño asintió–. Bien. Mientras


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