Días de Fuego. Eduardo Gallego
en honor a las criaturas mitológicas que cuidaban de lagos y ríos. Conforme fue creciendo, Ondina se hizo merecedora del nombre. Su larga cabellera negra, brillante como la seda, parecía fluir como el agua. Igual ocurría con su cuerpo al caminar: exhibía una gracia natural, al estilo de una bailarina. También era atolondrada y le encantaba jugar a todas horas, aunque últimamente se la veía más tranquila. Parecía esforzarse en ser responsable, tal como quería su padre adoptivo. En cualquier caso, irradiaba alegría a quienes la rodeaban, haciéndose querer. ¡Ay, cómo pasaba el tiempo! Aquel bebé regordete se había convertido en una niña alta y delgada de doce años. Dentro de poco entraría en la edad del pavo y empezaría a darle nuevos quebraderos de cabeza: con qué chicos saldría, a qué hora se recogería por las noches…
Eliseo sonrió sin poder evitarlo. Pensó que, de seguir así, se le iba a quedar cara de tonto, como esos padres primerizos a los que se les cae la baba cuando cuentan a las visitas las gracias de sus retoños. De momento debía ocuparse de otro rapaz de la misma edad que Ondina, del cual no sabía ni el nombre. Caviló sobre cómo ganarse su confianza. ¿Sería el hijo retrasado de un noble extranjero, como opinaba el teniente? ¿O simplemente se trataba de un chico huraño y desconfiado? Las primeras impresiones eran las más importantes. Por eso no quería empezar con mal pie con el misterioso chaval.
Pero Ondina se le adelantó, como siempre. Se plantó ante el niño, puso los brazos en jarras, lo miró de arriba abajo como si se tratara de un bicho raro y sin ningún miramiento le dijo:
–Desde luego, estás hecho una pena, y hueles que apestas –Arrugó la nariz–. Tendremos que quitarte todo ese hierro oxidado que llevas encima. Por cierto, ¿se te comió la lengua el gato, o qué? ¿Cómo te llamas?
Eliseo asistió divertido a aquella suerte de interrogatorio. Ondina era siempre tan avasalladora… Desde luego, si aquel crío no se espabilaba con ella, entonces se trataba de un caso perdido.
De hecho, el niño había estado sumido en sus pensamientos, ponderando la situación actual. Se aburría de estar sentado en aquella habitación sin hacer nada. Justo cuando se decidió a liquidar a todos aquellos pelmazos y huir en busca de lugares más interesantes, las palabras de Ondina lo sacaron de su ensimismamiento. Reparó en ella y quedó desconcertado.
Nunca antes había visto nada parecido. En el Castillo de Los Amos estuvo siempre rodeado de hombres adultos: cuidadores, adiestradores, carceleros, pajes, esclavos, soldados… Y ninguna mujer. Por supuesto, sabía que existían. Ocasionalmente lograba cruzarse con alguna pero, por lo que había observado, nunca le hablaban. De hecho, les prohibían acercarse a él. Fue una pena, ya que le habría interesado charlar con ellas, pero los Amos le castigaron cada vez que se lo pidió. Eran muy severos; para ellos, cualquier cosa que lo distrajera de su brutal entrenamiento debía ser apartada de su presencia. Al final, escarmentado, el niño acabó por ignorarlas. En cambio, ahora se encontraba con lo que parecía un cachorro o larva de hembra humana. La estudió detenidamente. Sí, tenía una forma similar a la suya, aunque más alta, y el trasero se le antojó algo más redondeado. Por un momento se quedó embelesado admirando su espectacular melena, que ondulaba a cada movimiento como si estuviese viva.
Ondina se percató del examen al que estaba siendo sometida, y aquello la irritó. «¿Será insolente el mocoso?». Enfurruñada, le espetó:
–¡Eh, tú! ¿Acaso tengo monos en la cara, o qué?
Algo en el tono de voz le dijo al niño que no admitiría réplica. Le recordó al de los adiestradores aunque, a diferencia de estos, el cachorro de mujer no le daba miedo. En cambio, a saber por qué, le fascinaba. Y así habló por primera vez en semanas, para su propia sorpresa:
–Perdona.
–¡Vaya, pero si tienes lengua! ¡Qué completo! –se mofó Ondina– Bueno, ya es algo para empezar –Se dirigió a él con fingida cortesía–. ¿Serías tan amable de decirnos cómo te llamas?
–Ellos siempre se dirigían a mí como «tú» o «niño» –Se encogió de hombros–. ¿No os parece adecuado?
Padre e hija se miraron, perplejos. El crío se había expresado con fluidez. Su vocabulario no parecía el de un retrasado mental, sino el de alguien bien educado. ¿Se trataba, en efecto, del hijo de un noble? Pero lo que había dicho… ¿«Ellos»? ¿Y no tenía nombre? ¿Qué demonios les había traído el teniente de Exploradores? Sin embargo, Eliseo no deseaba agobiarlo con preguntas el primer día. Ya habría tiempo. La paciencia siempre daba buenos resultados, pese a lo que opinara la impulsiva Ondina. Compuso su mejor sonrisa:
–Tranquilo, hijo. Debes de haber pasado por un infierno estos días: la batalla, la caída del caballo, la captura… Mejor será que te des un buen baño. Luego repondrás fuerzas con las maravillosas recetas que prepara doña Rebeca. Dejaremos las preguntas para más tarde, si te parece bien.
El niño volvió a maravillarse de que lo trataran con amabilidad en vez de impartirle órdenes secas, tajantes, como en el Castillo. Puede que en el mundo existieran lugares donde las normas fueran distintas a las que le habían enseñado. Y en verdad le apetecía un baño caliente, comer y descansar. Seguiría en aquella casa un poco más y dejaría con vida a sus anfitriones, de momento.
–De acuerdo –se limitó a responder, y permitió que le ayudaran a desvestirse.
Desembarazarse de la cota de malla resultó complicado, ya que el niño no había usado una antes de que le pusieran aquella para cumplir la misión. Por su parte, ni Eliseo ni Ondina eran militares, precisamente. Al final lograron sacársela por encima de la cabeza sin arañarlo demasiado, para alivio de todos. El mago, aunque no entendía mucho de armas, tuvo la impresión de que la cota era de acero sólido, de las buenas. No se trataba de un adorno ceremonial e inútil, al estilo de las que vestían los nobles en los desfiles.
El gambesón, una especie de jubón acolchado, también se les resistió, por culpa de los cierres que llevaba a los costados, asegurados por correas. Además pesaba bastante, debido a las placas metálicas encerradas entre capas de cuero, algodón y lino.
–Me recuerda al corsé de doña Agnes, la cuñada del herrero –comentó Ondina, mientras forcejeaba con una hebilla rebelde–. Con tal de parecer más delgada, se embute en esa prenda que parece un instrumento de tortura. Necesita media docena de vecinas para poder abrocharlo y… ¡Huy!
En su afán por liberar el gambesón, la niña había tirado demasiado fuerte. La correa se soltó bruscamente de la hebilla, escapándosele de entre las manos. Ondina perdió el equilibrio y cayó de culo. El niño, pillado de improviso, trastabilló y evitó a duras penas el batacazo apoyándose en la mesa. Por desgracia golpeó sin querer una vasija de barro. Esta fue a parar al suelo, quebrándose con estrépito.
Los tres se quedaron contemplando el estropicio. El primero en reaccionar fue el niño. Suspiró y se quitó la camisa.
–Venga, castigadme y acabemos con esto.
Ondina y su padre se quedaron helados. El niño tenía la espalda como un mapa, llena de cardenales y cicatrices. Algunas marcas eran antiguas, señal de que lo azotaban desde hacía bastante tiempo. Pero más que aquellas marcas de tortura, lo que hizo estremecer a Eliseo fue la naturalidad con que el crío hablaba, sin emoción, como quien comenta el tiempo que hace o pide un vaso de agua. Sin duda, consideraba que recibir palos era algo natural.
«¿De dónde has salido, chico?». Eliseo se enfadó de veras, aunque procuró disimularlo, pero la mirada que cruzó con su hija fue significativa. Nadie tenía derecho a tratar así a un semejante, cuanto menos a un niño. Era inhumano. Respiró hondo antes de tomar la palabra.
–Basta de disparates, criatura. Nadie va a pegarte en esta casa –El niño lo miró, sin comprender–. Una cosa es la disciplina, y otra el salvajismo. La rotura del cacharro se ha debido a un accidente. Si te sientes culpable, mi hija te llevará a casa del alfarero para que repongas la pérdida. Así, de paso, te instruirás sobre el trabajo de un artesano. Y ahora, ¡al baño! Ondina, tú busca mientras tanto en el pueblo ropa de su talla. También echaré un vistazo a esa pierna que te lastimaste al caer del caballo.