Días de Fuego. Eduardo Gallego
Albaidares era un pueblo de montaña que, salvo el tamaño, en poco se distinguía de las aldeas cercanas, con sus casas de madera con techos de pizarra negra. Estaba situado en un valle resguardado que se abría hacia la llanura. En los días claros podía divisarse el mar a lo lejos, y su influencia benéfica suavizaba el clima durante los rigores del invierno. Había agua abundante, bosques frondosos y prados verdes, ideales para que pastara el ganado. En el otoño podían recolectarse todo tipo de setas y bayas silvestres. Era un buen lugar para vivir, y sus habitantes estaban orgullosos de él. A pesar de que no había en Albaidares más de doscientas casas, se trataba de una comunidad próspera. Pagaba sin falta sus impuestos a las arcas reales y tenía alcaldesa propia. Además, para envidia de las comarcas vecinas, contaba también con un mago residente.
El mago se llamaba Eliseo. Le faltaba poco para cumplir cuarenta años y, pese a su título, no ofrecía en verdad una imagen imponente. Era delgado, no muy alto, y en sus cortos cabellos y la cuidada barba ya despuntaban algunas canas. Sus ojos marrones no castigaban al resto de los mortales con miradas fieras o desdeñosas, como los sabios presuntuosos de la capital. Al contrario, le otorgaban una expresión bonachona, dulce incluso. Tampoco vestía como se esperaba de alguien de su rango. Para vivir en la montaña, lo más práctico era copiar a los lugareños, usar prendas calientes y cómodas, y mandar a paseo las apariencias.
De joven, a Eliseo le habría gustado convertirse en un sabio o un mago de ciudad. Para ello estudió en la Universidad Real, pero las asignaturas no se le daban bien. Era un desastre a la hora de recitar de memoria larguísimas e inútiles invocaciones en lenguas muertas. Él lo atribuía a su falta de retentiva, aunque su afición a pasar las tardes en la calle de las Tascas, en vez de hincar los codos delante de los libros, también contribuyó al fracaso académico. En lo más importante, la Retórica, tampoco destacaba. Asimismo, su porte no era de los que impresionaban al pueblo, y odiaba hacer la pelota a los profesores. Como consecuencia, acabó entre los últimos de su promoción, lo que le impidió optar a algún cargo decente. Finalmente se tuvo que conformar, y gracias, con un puesto de ínfima categoría en un pueblecito situado en el último confín del reino.
Los magos constituían un cuerpo de funcionarios con misiones diversas. Según su rango se encargaban de supervisar la enseñanza en las escuelas, velar por el mantenimiento de las buenas costumbres, oficiar ceremonias sagradas o asesorar en los juicios. Los más afortunados poseían el don de la oniromancia, es decir, la interpretación fiable de los sueños. Otros se atrevían a leer el porvenir en las rayas de las manos o en los posos del té. Eliseo tampoco era de esos. Sus dotes de adivinación eran equiparables a las de un adoquín. Al principio se lamentó de su triste suerte y deseó que la Gran Magia existiera en realidad, no sólo en los cuentos de viejas. Qué hermoso sería, como en las leyendas, disfrutar del poder de dominar los elementos, o ser capaz de manipular las voluntades ajenas. Así, ninguno de sus compañeros de profesión lo miraría por encima del hombro o, aún peor, le tendría lástima.
Pero la vida es como es y no como nos gustaría que fuera, así que Eliseo acabó en Albaidares. Al principio se encontró totalmente fuera de sitio. Estaba convencido de que había decepcionado a los aldeanos, que sin duda esperaban a un personaje de mayor categoría. Lo pasó mal durante los primeros meses, pero en cuanto acabó de compadecerse logró salir adelante.
En una aldea tan pequeña y aislada todos eran analfabetos. Por ello se empeñó en enseñar a leer a niños y jóvenes, para que los mercaderes no los estafaran cuando acudían a las ferias de ganado con sus padres. Asimismo, descubrió que le gustaba anotar los usos y virtudes de las plantas silvestres. Entre lo que contaban las viejas del pueblo y lo que consultaba en su modesta biblioteca, se convirtió en un experto curandero. Acabó ayudando a las comadronas en los partos, oficiando bodas y funerales, ejerciendo de veterinario, mediando en los pleitos entre familias… Cuando había que levantar un granero o reparar una acequia, sudaba y se ensuciaba como el que más. Así, poco a poco y casi sin quererlo, se ganó el afecto de los aldeanos. Descubrió que eso era mucho más importante y satisfactorio que sus antiguos sueños de gloria. Allí, en las montañas, se vivía estupendamente y sin sobresaltos.
Hasta que un buen día los soldados le trajeron al niño.
El niño se sentaba en un rincón del cuarto, con la mirada perdida. Eliseo estudió disimuladamente al recién llegado. Había escuchado con atención el relato del teniente, y aceptó cuidar del pequeño hasta nueva orden. Ahora que los militares se habían marchado, a él le quedaba un desafío por delante.
–Para tratarse del presunto heredero de un noble o incluso un príncipe, parece un tanto desnutrido –comentó.
–Eso se cura con ejercicio y unos buenos potajes, créame usted. Ya verá cómo el aire de la sierra le abre el apetito.
Quien así hablaba era Rebeca, la alcaldesa. Se trataba de una fornida matrona que había traído al mundo cuatro robustos hijos y tres hijas tan formidables como ella. Cuando el mago llegó al pueblo, se nombró su protectora sin que nadie se lo pidiera. A veces resultaba un tanto agobiante con su excesivo instinto maternal, pero Eliseo la apreciaba de veras. Siempre le traía algo de comer «de lo que sobraba del puchero», decía, y cocinaba de fábula.
–Lo que más me preocupa, Rebeca, es ese silencio. Tiene un aire ausente, como si su mente estuviera muy lejos de aquí. ¿Es incapaz de relacionarse con los demás, o acaso no quiere?
–Eso le corresponde a usted averiguarlo, señor mago, que tiene muy buena mano con los niños. Yo me limitaré a prepararle una comida como mandan los dioses.
Rebeca salió por la puerta de la casa y se detuvo en seco. Medio pueblo se había congregado por allí para curiosear. Puso los brazos en jarras y gritó:
–Pero ¿habrase visto tal panda de cotillas? ¿No tenéis nada mejor que hacer, holgazanes? ¡Ahuecad el ala y dejad tranquilo al señor Eliseo!
Cuando empleaba ese tono de voz, lo mejor era obedecerla sin rechistar. Los vecinos se retiraron, aunque acabaron juntándose en corrillos, charlando animadamente. No todos los días ocurría un acontecimiento tan notable como la visita inesperada de los soldados y la entrega de un niño misterioso.
Una vez se hubo marchado la alcaldesa, a Eliseo se le escapó un hondo suspiro y se aprestó a enfrentarse con el nuevo habitante de la casa. En ese momento, oyó una voz a sus espaldas:
–La que nos ha caído encima, ¿eh, papá? ¿Cómo vas a conseguir hacerte entender por un sordomudo?
–Calla, hija; no seas maleducada con nuestro invitado. Quizá se convierta en tu hermano adoptivo.
–Sí, sólo me faltaba eso… –Se sentó en la mesa, frente al recién llegado, y apoyó la barbilla sobre sus manos, observándolo con atención–. He conocido a bebés con más facilidad de palabra que él. Esperemos que al menos ya no tenga que usar pañales.
El niño no dio muestras de darse por aludido. Por un momento, Eliseo se olvidó de él y centró la atención en su hija.
Hablando con propiedad, no era su verdadero padre. Aún recordaba, como si fuese ayer, el día en que la encontró. Había salido a explorar las cercanías del Pantano de los Tritones en busca de hierbas medicinales. Allí tropezó con un bebé que reposaba en un lecho de musgo junto al agua. Estaba envuelto en hojas de acanto y no se movía. Por un momento se temió lo peor: lo más probable era que el frío hubiera matado a la desvalida criatura. Sin embargo, en cuanto la tomó en brazos, ella abrió los ojos y lo miró fijamente. Se quedó pasmado. Los bebés solían tener los iris azulados y la vista un tanto desenfocada, pero la niña lucía unos ojos negros como la noche misma. Su expresión era de sorpresa, incluso de interés, como una adulta.
Eliseo la adoptó. Sus pesquisas para dar con los padres fracasaron, así que al final debió hacerse cargo de ella, pese a su inexperiencia en el difícil arte de criar hijos. Tuvo que aprender sobre la marcha a cambiar pañales y calentar biberones. Averiguó qué significaban los distintos tipos de llanto, y se acostumbró a levantarse a altas horas de la madrugada para consolarla. Por fortuna, todas las madres del pueblo le ayudaron. Estaban convencidas,