Días de Fuego. Eduardo Gallego
herrero se había quedado sin habla. Miraba fijamente la fragua, como si se tratase de una aparición espantosa. Por su parte el mago temió que, sin querer, Vania hubiera perpetrado alguna trastada o estropeado algo. Puso cara de circunstancias.
–Esto… ¿Se puede saber qué has hecho, hijo?
–Pues avivar el fuego.
–Ya… A lo mejor te has excedido un poco, por lo que parece.
–Tuve mucho cuidado. Los ladrillos refractarios aguantarán.
Eliseo volvió a sorprenderse del vocabulario que empleaba Vania. «¿Qué tipo de educación habrás recibido, y con qué profesores?». Decidió que lo mejor sería abandonar la herrería, después de ofrecer sus disculpas a Maese Dilfur. Dejaron atrás a un herrero ensimismado y unos aprendices que murmuraban entre ellos, mientras lanzaban miradas de reojo a Vania.
Conforme transcurrían las horas, Eliseo comenzó a sospechar que había algo decididamente raro en aquel niño. Inquietante, más bien. Y es que a su alrededor tendían a suceder cosas anómalas. Lo de Maese Dilfur podía tener una explicación lógica: que intensificara las llamas de la fragua por azar. Pero lo del panadero…
El buenazo de Piri y su esposa Karina los acogieron con los brazos abiertos. Se desvivieron para agradar a Vania y lo atiborraron de pastelillos y dulces. El objeto de tantas atenciones no se molestó en darles las gracias. Se limitó a engullir todo cuanto le ofrecían, como si su estómago fuera un pozo sin fondo. Menos mal que los panaderos eran muy comprensivos y no se enfadaban por esas pequeñas faltas de urbanidad. Luego detallaron a su joven invitado las bondades del negocio. Para ello, y puestos a predicar con el ejemplo, le mostraron las interioridades de la panadería.
Eliseo no quitó ojo del niño durante aquella visita guiada. Le dio la impresión de que Vania se limitaba a fingir un interés educado durante la mayor parte del tiempo, como cuando le enseñaron los utensilios de amasar o el carro repartidor. En cambio, el semblante de Vania se iluminó al llegar junto al horno, donde iban a cocerse unos roscos de anís. Piri y Karina le explicaron el proceso y se lamentaron, medio en broma, del tiempo que requería.
–Sería fantástico que, por arte de magia, los roscos se hicieran en un periquete –comentaron.
Eliseo se distrajo por un momento. Mientras les relataba una anécdota de sus años mozos, acerca de los bollos que servían en la cantina universitaria, comenzó a salir humo del horno. Alarmado, el panadero lo abrió y sacó lo que quedaba de los pobres roscos, convertidos en carbonilla con un sutil aroma anisado. El buen hombre no daba crédito a sus ojos.
–Pero si hace apenas un par de minutos que los metimos… –balbucía, incrédulo.
Y Vania habló. Todos se habían olvidado de él, en aquellos momentos de confusión.
–Parece que acortar el tiempo no resulta una buena idea –dijo, con semblante pensativo.
Piri y Karina lo contemplaron al principio con incomprensión, luego con estupor y finalmente con recelo. La situación se volvió tan incómoda que Eliseo improvisó una despedida amable y se largó de allí. No podía borrar de su mente las miradas que le lanzaron a Vania: como si se tratase de una especie de fiera, presta a saltar sobre el viajero incauto. Al cabo de un rato Eliseo le preguntó al niño, como por casualidad, qué opinaba del incidente. Vania se encogió de hombros y se sumió en un mutismo taciturno que le duró hasta la siguiente visita de cortesía.
En casi todas las casas que visitaron sucedió algo raro. Por separado, podría pensarse en casualidades, y Eliseo era un escéptico, como buen mago. Sin embargo, acabó dejándose influir por aquella aura de anormalidad que parecía emanar de Vania. A ver si no, cómo era posible que:
Primero: en casa de la tía Lucrecia, la ropa tendida se hubiese secado tan rápido.
Segundo: al alfarero se le hubiera estropeado aquella remesa de botijos por sobrecalentamiento súbito del horno.
Tercero: el perro del señor Roque, una criatura tan vocinglera y desagradable como su dueño, hubiera sufrido un peculiar percance. El chucho se empeñó en seguirlos pegado a sus talones sin parar de ladrar, pero de repente empezó a aullar y salió corriendo a toda prisa a refugiarse en su caseta. Poco después, el señor Roque salía, hecho un basilisco, preguntando a grito pelado quién había sido el desalmado (y otros insultos peores) que le había chamuscado el rabo a su amado Tobi.
Cuarto: en los establos, un montón de paja hubiese ardido de forma espontánea.
Quinto: en la visita al carnicero, una salchicha cruda hubiese dejado de serlo, para sorpresa del matarife.
Y así, pequeños detalles iban sumándose uno tras otro. Eliseo meneó la cabeza. «Tienen que ser casualidades, sin duda. Debo de estar volviéndome impresionable con los años…». El problema consistía en que los rumores volaban, y al cabo de unas horas todos murmuraban sobre el niño raro del mago. Eliseo se entristeció. Los críos como Vania no eran tontos. Se daban cuenta de esas cosas. ¿Cómo reaccionaría al sentirse rechazado? ¿Se tornaría aún más retraído? «Ay… Resulta irónico que yo, que nunca he engendrado hijos, tenga que tomarme estos disgustos por culpa de los niños. Está visto que si uno nace para martillo, del cielo le caen los clavos».
Uno de los pocos sitios donde no ocurrió nada reseñable fue en el mesón de Adela, una robusta treintañera de férreo carácter que regentaba un negocio próspero. Se trataba de un establecimiento que ofrecía comidas a los viajeros. Estos nunca faltaban, pues Albaidares estaba situado en un estratégico lugar de paso. También servía a algún vecino que, como Eliseo de vez en cuando, no tenía tiempo para prepararse el almuerzo, ni disponía de cocinera en casa. A Eliseo le gustaba charlar con Adela. Ondina, con una pizca de malicia, solía preguntarle el motivo que aún no se hubiera decidido a tirarle los tejos a tan buen partido. Eliseo se enfadaba, aunque la idea le había rondado por la cabeza alguna vez que otra. No obstante, la falta de valor por su parte y el miedo al rechazo o a comprometerse hicieron que sólo siguieran siendo buenos amigos.
Hasta la mesonera habían llegado rumores de que el niño era una especie de gafe. Sin embargo, tuvo la delicadeza de no mencionarlo en voz alta, y les dio conversación como si tal cosa. Tan sólo una vez se le escapó un comentario, mientras miraba a Vania apurar la sopa:
–Pues no me parece tan malo…
De hecho, el crío comía como si tuviera hambre atrasada. Y eso pese a todo lo que había picado en las anteriores visitas, que equivalía a un almuerzo copioso.
–Como sigas así, me vas a arruinar. ¿No te alimentaban bien antes de venir aquí? –le preguntó Eliseo, un tanto alarmado por semejante voracidad.
–Nunca me quejé –repuso Vania con naturalidad mientras cortaba una rebanada de pan, y no hubo forma de sacarle más información sobre su pasado.
Adela los despidió con una sonrisa, halagada por la aceptación que habían tenido sus guisos por parte del niño. Ya que habían comido tarde y la velada se había prolongado demasiado, Eliseo decidió que darían una vuelta por el pueblo para hacer la digestión y regresarían a casa temprano. En el fondo, no le apetecía entrevistarse con otro artesano puesto que, sin duda, consideraría a Vania un bicho raro.
Claro, no pudo evitar pasarse por la casa de la alcaldesa a presentar sus respetos. Allí, Vania tuvo que soportar los cariñosos abrazos de doña Rebeca, y debió saludar a su numerosa prole. Por fortuna, esta vez no sucedió nada, para desencanto de los críos, que sin duda ansiaban que Vania estropease algo para luego contárselo a los amigos.
Si Eliseo deseaba un fin de fiesta tranquilo, Ondina se encargó de sabotear sus esperanzas. Hacía poco que había llegado, una vez terminada su jornada en la escuela y en los campos de cultivo comunales. Nada más entrar por la puerta, les soltó, con una sonrisilla maliciosa:
–¡Hombre! ¡Por fin honra a nuestro hogar con su presencia nada menos que Vania, el Gafe!
Pese a que Eliseo odiaba los castigos físicos, se quedó con ganas de propinarle una