Días de Fuego. Eduardo Gallego

Días de Fuego - Eduardo Gallego


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final. Simplemente, los colores y la luz se desvanecieron ante sus ojos, y ya no supo más.

      Instantes después, el capitán llegó a su lado, con el Consejero a la zaga. Este descabalgó y se arrodilló junto al caído. Empezó a zarandearlo con desesperación.

      –¡Despierta, maldito! –le gritó–. ¡Has de ocuparte del enemigo!

      El capitán meneó la cabeza.

      –Está fuera de combate, señor.

      El Consejero tuvo que admitirlo por fin y miró al capitán, pálido como el yeso. Se incorporó y señaló al pequeño. Su mirada fue muy elocuente.

      –Ya conoce usted las órdenes: bajo ningún concepto…

      El capitán tragó saliva y asintió. Aunque todo se había ido al infierno, los atacantes no debían saber lo que el Gran Señor se traía entre manos. Maldita la gracia que le hacía tener que liquidar a un pobre crío. Era un soldado, no un verdugo, pero había recibido unas instrucciones terminantes. Después debería asegurarse de que el enemigo no obtuviera información comprometedora en los interrogatorios. Y lo primero era lo primero. Desenvainó la daga de misericordia, mientras con la otra mano apartaba la cota de malla y dejaba la garganta del niño al descubierto. El Consejero apartó la mirada.

      El teniente de Exploradores se acercó al lugar donde los milicianos maniataban a los prisioneros que aún seguían sanos. Estos, al ver cómo caían su capitán y el Consejero, y considerando que el soldado que se rinde vale para otra guerra, habían depuesto las armas. Los compañeros menos afortunados eran atendidos por sus captores.

      –¿Cómo ha ido la cosa, Darío?

      –Muy bien, mi teniente. No hemos sufrido bajas. En cuanto a ellos, cinco están ilesos y otros seis sufren contusiones de diversa consideración. Se repondrán, aunque los chichones serán espectaculares, eso sí. –Sonrió.

      –Tendré que felicitar a los honderos; menuda puntería –comentó el teniente–. ¿Y esos dos? –Señaló a unos cuerpos tendidos sobre la hierba.

      –Según un prisionero, se trata de su capitán y un aristócrata, o algo parecido. Nuestros hombres llegaron hasta ellos justo cuando el capitán iba a degollar al niño inconsciente. Los detuvieron y todo parecía normal, pero de repente cayeron redondos. En un primer momento creímos que se habían suicidado.

      –¿Se desplomaron así, sin más? ¿Cómo te lo explicas?

      –Parecen profundamente dormidos, aunque… Huélales la boca. ¿No nota nada extraño, mi teniente?

      Este así lo hizo, y se le escapó un gruñido de contrariedad al identificar aquel sutil aroma.

      –Apestan a suero del olvido… –Al ver la cara de asombro de Darío trató de explicárselo–. Hace años capturamos a un espía que mostraba los mismos síntomas. Cuando estos tipos despierten, serán incapaces de recordar sus propios nombres, y no digamos la misión que les encomendaron. Tardarán meses en recuperarse, y para entonces parte de su memoria habrá sido alterada por la droga. Cualquier confesión que les saquemos será engañosa, sin duda. Sí, muy típico de los servicios secretos del maldito Gran Señor… Sin embargo, el suero es muy caro y difícil de preparar. Realmente, estos dos recibieron órdenes importantes que no desean que sepamos, pero ¿cuáles y por qué? Apuesto a que tratan de encubrir algo de extrema importancia.

      –Quizá el niño sea la respuesta, mi teniente –sugirió Darío.

      –Eso creo yo también –Asintió, pensativo–. ¿Qué tal se encuentra?

      –Parece que ya se ha recobrado del porrazo, aunque se niega a hablar.

      –No me extraña, después de lo que ha tenido que pasar el pobrecillo –El teniente se acercó hasta él y le preguntó con amabilidad–. ¿Cómo te sientes, chaval?

      El niño, que permanecía sentado en un tronco caído, reparó en su presencia y lo contempló fijamente. El teniente le sostuvo la mirada hasta que tuvo que bajar los ojos. Se había puesto nervioso, por alguna razón que no acertaba a explicar. Se alejó unos pasos.

      –No hay forma de que abra la boca, mi teniente –le informó un soldado–. Para mí que es un poco simplón –Se golpeó la frente con un dedo–. Corto de entendederas, no sé si me explico.

      –Igual tienes razón. Así que bajo la capa portaba una cota de malla ligera…

      –No sólo eso, mi teniente. Debajo de la cota hay un gambesón con piezas metálicas cosidas entre las capas de tejido. No sé cómo puede moverse, el pobre. Resulta chocante que vaya tan protegido, y más teniendo en cuenta que querían pasarlo a cuchillo.

      –Pues esas tenemos –Se encogió de hombros–. Los prisioneros son soldados profesionales del ejército del Gran Señor, a quien los dioses confundan. Puede que escoltaran al niño de una provincia a otra de su país, atajando por nuestro territorio. A lo mejor se trata del heredero de algún noble, importante para los juegos de poder que se traen entre ellos. No me extrañaría que lo quisieran matar por cuestiones políticas: eliminarlo de una línea sucesoria… En ese reino mueren muchos príncipes por las intrigas palaciegas. De ahí el incógnito y su temor a que nos apropiemos de él. En fin, nosotros debemos seguir patrullando la frontera. Dejaremos a los cautivos en el fuerte más cercano. Que otros se preocupen de averiguar qué se les ha perdido a estos desgraciados por aquí.

      –¿Qué hacemos con el niño, mi teniente? –preguntó Darío–. Aparte de las contusiones, se lastimó una pierna al caer del caballo. Nos retrasará todavía más el ritmo de marcha.

      –Pues… –Se lo pensó unos instantes–. Hay un pueblo cerca… ¿Cómo se llama?

      –Albaidares, mi teniente.

      –Sí, eso. ¿Tienen mago? –Darío asintió–. Caramba, qué nivel. Mejor será que le llevemos al muchacho para que lo cuide. Por más que se trate del heredero medio tonto de algún noble extranjero, quizá el mago logre sonsacarle alguna información. Cuando regresemos ya le preguntaremos qué ha podido sacar en claro.

      Pese a su silencio, el niño no perdía detalle de cuanto le rodeaba. Se daba cuenta de que era libre. El concepto era nuevo para él. Ya no estaba en el Castillo, ni le rodeaban los Consejeros, ni le gritaban los Amos. Podía irse, pues esos soldados que le rodeaban no suponían ningún obstáculo.

      Los estudió desapasionadamente. Eran molestos, con su manía de formularle preguntas estúpidas. ¿Por qué debía soportarlos? Se preparó para acabar con todos ellos, pero cuando iba a alzar los brazos para exterminarlos se le acercó un joven sonriente que le tendió algo.

      –Hola, chiquillo. Seguro que tienes hambre, ¿verdad? Prueba estos dulces; te gustarán. Se llaman cordiales de almendra, y mi abuela los prepara como nadie. Están para chuparse los dedos. Venga, no seas tímido.

      El niño contempló los dulces y luego al joven, extrañado. Aquello no era normal. De los mayores sólo cabía esperar órdenes y castigos; nunca ofrecían cosas de buenas maneras. Tomó un cordial entre los dedos y lo olió. Sus tripas rugieron. Se dio cuenta de que llevaba muchas horas sin probar bocado, y aquello tenía muy buen aspecto. Lo mordió con cautela. Sabía de maravilla, y devoró el resto en un periquete. También aceptó una cantimplora con agua fresca que le ofreció el solícito miliciano. No dio las gracias, ni dijo nada. Se limitó a coger lo que le ofrecían y a mirar al soldado con curiosidad.

      Al menos, aquellos tipos le daban de comer. Y pensándolo bien, no sabía adónde ir. De momento los dejaría vivir y seguiría con ellos. Siempre podría exterminarlos a todos más tarde, se dijo.

      El soldado miró al niño y sonrió complacido.

      –Aunque no hable, parece simpático –le comentó a un compañero–. En el fondo, los críos de su edad son un encanto. Mi hermano menor, sin ir más lejos…

      Los dos jóvenes entablaron una amena conversación, mientras el niño bebía agua y seguía


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