Tu vida, tu videojuego. Rodrigo Río "Lithany"
Mientras, me entregaba catorce disquetes de 3,5 pulgadas. ¡Tenía diez años y no me podía creer lo que acababa de escuchar!
Mi papá es un padre trabajador, entregado y que siempre ha velado para que no nos falte de nada, ¿pero esto? Esto estaba ¡más allá del deber de un padre!.
Me hizo entrega de los disquetes, y al mirarlos vi que en cada uno de ellos estaba escrita la numeración, las «instrucciones» de instalación y las siguientes palabras… Monkey Island.
A todo LucasArts: ¡Gracias por tanto!
Tras batallar un largo rato con el sistema operativo de la época, el MS-DOS, y tras unos treinta minutos metiendo y sacando disquetes, finalicé la instalación del videojuego.
Al fin podía comenzar a jugar a The Secret of Monkey Island.
Por si no lo sabes, The Secret of Monkey Island es uno de los primeros videojuegos del género de las aventuras gráficas.
Una aventura gráfica consiste en una historia con sentido formada por conjuntos de pruebas y retos que has de superar, combinando de modo único y creativo órdenes predefinidas con elementos del entorno o de tu inventario.
Gracias a tu imaginación, sentido común y dosis de suerte, vas avanzando en el videojuego a la par que descubres las distintas partes de la historia que se van narrando. Las historias suelen ser tan buenas que al final deseas superar los retos para saber cómo sigue la aventura. Imagínate ver una película en la que tú eres el protagonista principal. Todo un lujo, especialmente en aquella época.
La primera vez que jugué a The Secret of Monkey Island era también la primera vez que jugaba a una aventura gráfica, así que estaba solo ante el peligro, sin noción alguna de cómo se jugaba a ese género de videojuegos.
A pesar de tener unas ganas increíbles de jugar, me sentí abrumado por toda la información que había en la pantalla, debido a que no conocía nada del género de las aventuras gráficas y era la primera vez que veía una interfaz de jugador de ese estilo. No sabía cómo desplazarme por el mundo, ni cómo interaccionar con él. Vamos, que no sabía nada de nada, ni siquiera qué teclas tocar o cómo usar el ratón para lograr lo que deseaba.
Mi mente no paraba de irse al futuro, pensando en todo lo que me quedaba por aprender para poder disfrutar de The Secret of Monkey Island al máximo. Ese sentimiento me superó y me hizo sentir malestar y frustración. Como es habitual ante esas emociones, mi mente comenzó a buscar excusas para huir de esa situación y lograr dejar de sentirme así de mal.
Me levanté y me fui pensando «Mañana lo hago». Pero al llegar a la puerta del despacho mis ganas de jugar vencieron al malestar y decidí volver al videojuego. Cerré la puerta, me di la vuelta y volví al portátil con la intención de disfrutar al máximo.
Interioricé que mi primer gran reto no era el videojuego en sí, sino aprender a manejarlo. Tenía que aprender las reglas básicas, para qué servía cada comando, para qué servían todos y cada uno de los elementos de la interfaz, cómo desplazarme por el mundo, cómo y con qué elementos de la pantalla se podía interactuar, qué atajos del teclado activaban según qué acciones y un largo etcétera. Tuve que dedicarle unas horas para empezar a comprender cómo funcionaba todo y unas cuantas horas más para interiorizarlo y poder jugar con naturalidad.
El reto de verdad esperaba detrás de esta primera dificultad: aprender a jugar al videojuego, y yo estaba poniendo todo mi esfuerzo para poder continuar y así poder disfrutar de todo lo que prometía ese gran título.
Mereció la pena, no solo por lo que aprendería para mi vida, sino porque es uno de los mejores títulos a los que he jugado. ¡Gracias, papá!
Las aventuras gráficas fueron especialmente comunes en los años noventa, así que después de terminar The Secret of Monkey Island, comencé Loom, Maniac Mansion, Elvira... por nombrar algunos de los que recuerdo con más cariño.
Me resultó curioso el hecho de que cuando jugué a la que sería la segunda aventura gráfica de mi vida, el tiempo que necesité para comprender cómo jugar al videojuego, con todo lo que ello implicaba, fue mucho menor que en el caso de The Secret of Monkey Island. Pasé de necesitar unas horas a necesitar apenas unos minutos. Al parecer el tiempo dedicado a aprender a jugar a The Secret of Monkey Island me fue útil para esta segunda aventura gráfica.
Con cada aventura gráfica que jugaba, el tiempo necesario para aprender a jugar la siguiente era mucho menor, hasta el punto de que apenas dedicando unos pocos minutos parecía que llevara toda la vida jugando a ese nuevo videojuego, ya que cada vez tardaba menos en acostumbrarme a la interfaz y a las reglas necesarias para saber jugar.
Cada día me era más sencillo absorber, gestionar y usar de modo eficiente la información de la interfaz. Incluso había adquirido experiencia en resolver retos y puzles, los cuales me resultaban mucho más sencillos que al principio.
Todos los videojuegos que te he nombrado en este capítulo pertenecen al género de las aventuras gráficas. A pesar de que cada uno tenga sus particularidades, el género comparte una serie de elementos en común. Por lo que lo aprendido en uno era aplicable con facilidad a los otros, cuanto más tiempo le dedicaba a las aventuras gráficas, mejor me volvía en los puntos que compartían en común, y solo me tenía que preocupar por comprender las particularidades propias de cada título.
The Secret of Monkey Island es el videojuego que más me costó terminar, y con el tiempo descubrí que no era por que fuese difícil, sino porque fue el primero.
Cuanto más jugaba, más rápido y fácil aprendía a jugar al resto.
En verdad, lo más curioso llegó cuando me di cuenta de que esa mejora de adaptabilidad a la hora de aprender a jugar, no solo había afectado a las aventuras gráficas, sino que necesitaba muy poco tiempo para entender y poder jugar con soltura a cualquier videojuego, fuese del género que fuese.
Cuando comenzaba un videojuego nuevo, dedicaba unos minutos para acostumbrarme a localizar la información en la interfaz y a buscar puntos comunes con otros videojuegos. Una vez hecho esto, aplicaba los conocimientos adquiridos con la experiencia y así lograba ahorrarme tiempo de adaptación. Al final buscaba las particularidades del videojuego y me centraba en ellas, para así mejorarlas lo más rápido posible.
Me volví un maestro en videojuegos de los que en un principio no sabía nada de nada. Gracias a todo esto descubrí la cuarta ley que ha de constituir parte de tu vida para convertirla en un videojuego:
Para llegar a maestro, primero has de ser aprendiz.
Es una obviedad, ¿verdad? pues trata de no olvidarla y recuérdala la próxima vez que inicies algo por primera vez.
Cuando comienzas un videojuego nuevo es normal que la interfaz te resulte caótica y hostil. A medida que dedicas tiempo a interaccionar con la interfaz te vas familiarizando con ella, hasta el punto de que te resulta más sencillo encontrar y absorber la información que necesites en cada momento. Con el tiempo jugar al videojuego se convierte en algo más natural.
Las primeras veces tenía que buscar por la pantalla dónde estaban los distintos comandos: coger, usar, abrir... y, por supuesto, era frecuente que se me olvidara la existencia de alguna orden. Había demasiada información en la pantalla y me costaba centrarme en lo que necesitaba en cada momento. Poco a poco, al navegar más y más por aquel caos, este fue tomando orden y acabé acostumbrándome. Al final ese entorno inicial hostil y caótico, lleno de información complicada de encontrar, absorber y gestionar, se convirtió en un entorno familiar, intuitivo y fácil de usar. Además, durante el proceso, poco a poco fui asimilando conocimientos sobre el funcionamiento global, las reglas básicas y las particularidades de dicho videojuego.
Hasta que te familiarizas con el entorno, absorber información y usarla es más complicado.
A este proceso de acostumbrarte a un videojuego y aprender a jugarlo, se le conoce normalmente como la curva de aprendizaje