La gestión de sí mismo. Mauricio Bedoya Hernández
más emotivo, más interesante, más motivante, lo que hace que la persona no esté constreñida por el deseo del momento presente. La racionalidad neoliberal permite la libre emocionalidad como forma de gobierno de las personas. Pero esta libre emocionalidad es capturada por la lógica del mercado. En otras palabras, el individuo puede sentir lo que quiera porque ello puede ser confiscado por el mercado. La mayor diversificación emocional del consumidor tiene una función estratégica dentro de la contemporaneidad.
Conviene no dejarnos engañar. La liberalización de las emociones en el neoliberalismo no quiere decir libertad emocional. Es decir, el sujeto no puede sentir lo que quiera, sino aquello que pueda ser mercadeable. Por ello, quizá sea más preciso hablar de liberalización emocional por el mercado en el sentido de que mientras más desee un individuo más amplio es el ramillete de ofertas que el empresario puede realizar y más variedad de productos que el consumidor puede recibir. El goce ilimitado significa, entonces, una fuente providencial de consumo, gasto e inversión en sí mismo. Por eso afirmamos que, en realidad, esta racionalidad produce un régimen emocional liberalizado pero, al mismo tiempo, controlando la dinámica del consumo.
A nuestra manera de ver, la consecuencia de este régimen es que la acontecimentalidad propia del vivir —la fuente de los “posibles” subjetivadores— y de la vida emocional es aplanada y alineada en la vía única del mercado. Al confiscar la acontecimentalidad, el neoliberalismo reconvierte estratégicamente la vida emocional de las personas para el logro de sus fines. También se torna en una máquina de producción de formas de sentir, de emocionarse, de desear; en fin, de ser gobernado. El sujeto contemporáneo es el sujeto-máquina-deseante. A diferencia del hombre-máquina-productiva de la fábrica de tachuelas de Smith (Sennett, 2000), caracterizado por ser un individuo suspendido en el espacio-tiempo de la actividad, siempre la misma, que lo lleva de la casa a la fábrica y de la materia prima al producto finalizado; a diferencia del hombre fordista enmarcado en la rutinización de la labor productiva y la previsibilidad del futuro, suponemos que el sujeto contemporáneo es el sujeto-máquina-deseante. No solo produce en línea, sino que “crea”, pero constreñido por el mercado. Esto explica el posicionamiento estratégico que el marketing y las autoridades de la experticia de sí han desplegado en el mundo contemporáneo.
Sugerimos que el marketing es una forma de intervención de la vida anímica de los sujetos. Este se dirige a las ya mencionadas transformaciones incorporales que afectan a los cuerpos y su mundo sensible, de emociones y sensaciones. Por esta vía nos encontramos de nuevo ante la idea de que el neoliberalismo no solamente conduce la vida emocional de los sujetos, sino que la produce. Hemos de recordar que la triada constituida por el empresarismo, el consumo y el marketing busca hacernos a todos consumidores/inversores: nadie es exclusivamente productor y en esto está el poder articulador del gobierno político (de los otros) y el gobierno ético (de sí mismo) que tiene la racionalidad neoliberal. Por esta misma razón, la aspiración de esta es que todos los individuos de la sociedad procuremos una personalidad exitosa para el aumento de flujos de capital económico, afectivo, emocional, relacional, estético, etc.
En esta óptica es necesario hacer un acercamiento al problema del control emocional en la racionalidad contemporánea donde los discursos del riesgo, el empresarismo y la información se ofrecen como nucleadores de regímenes de verdad sobre el ser humano. En lo mucho que se ha dicho acerca de este tema puede leerse la idea de que el control emocional es un imperativo para el trabajador, el prestador de servicios, el empresario, el productor, el vendedor; es decir, todos aquellos que no son consumidores (Cadena, 2004; Medina, 1998). Creemos que la distinción llevada a cabo por el liberalismo clásico entre productores y consumidores se rompe, puesto que hoy todos somos productores, vendedores, expertos, empresarios de nosotros mismos y, al mismo tiempo, consumidores. La función-empresario es diferente que la función-cliente llevada a cabo por un sujeto. Lo que la dinámica actual del mercado demanda de una y otra es diferente, específicamente en lo relativo a la dimensión emocional de la persona, al ámbito de sus deseos, aspiraciones y sentimientos. Vemos, entonces, que el neoliberalismo busca gobernar a través de lo que nosotros denominamos dispositivo de control emocional.
Opinamos que la gubernamentalidad política y ética contemporánea se hace controlando lo que las personas sienten y desean. Aquí es menester que establezcamos una precisión. Al sujeto bajo su función de empresario se le exige que tal control sea de su fuero interno, que se localice bajo el reinado del cliente y haga control emocional de sí en función de las ganancias que aspira obtener de este. Lo particular es que esta lógica ha derivado estratégicamente a todos los demás ámbitos de la existencia: control emocional de sí en la vida de pareja, en la crianza de los hijos, en las relaciones con los vecinos y colegas, etc. ¿Qué es lo común de estas esferas? Todas ellas han sido cruzadas por la perspectiva del capital humano. Es decir, cuando un individuo cuida su relación de pareja, su rol parental, sus relaciones profesionales y vecinales, está incrementando su flujo de ingresos y acumulando bienes para el logro de su felicidad. Esto significa que el otro en cuanto tal está en peligro de ser olvidado por el sujeto que solo trabaja para el incremento de su capital humano. Ese olvido del otro en términos de su mercantilización produce la reducción del acontecimiento en la vida; es decir, la supresión creativa de mundos posibles como efecto de la binarización de la experiencia. El otro es reducido a consumidor-no consumidor, competidor-cliente, asesor-asesorado, etc. Esta reducción del otro a lo previsible, lo enmarcable y lo etiquetable reduce la acontecimentalidad de la vida; en realidad funge como una estrategia adecuada para hacerle frente a la irrupción de la emocionalidad, a la imprevisibilidad del sujeto y del otro que es generadora de estados emocionales particulares. Controlarse ante el otro que es el cliente o el jefe es una posición emergente del cometido de convertir a estos personajes en fuente de recursos para el capital subjetivo. Controlarse es, visto de otra manera, olvidar al otro.
En resumen, en la función-empresario el sujeto opera bajo la égida del autocontrol. El control emocional de sí tiene como idea movilizadora la maximización en la rentabilidad empresarial, ya sea organizacional, ya sea personal, ya sea afectiva. Las personas se tornan empresarios de sí y, por tanto, requieren autocontrol con el propósito de ganar más, de obtener la mayor rentabilidad de sí mismos como empresa.
La administración contemporánea de la empresa, cuyas prácticas se articulan alrededor del autocontrol, propone el trabajo por proyectos, por objetivos y metas que, si bien proceden de las demandas empresariales, son asumidas como propias por los trabajadores. El concepto central aquí, como lo indican Christian Laval y Pierre Dardot, es la autodisciplina, la cual produce una torsión en el sujeto asalariado: los objetivos de la empresa son vividos como suyos; es decir, el sujeto hace suyo el deseo de la empresa. El coste emocional de esto es alto. No sucede lo mismo cuando de la función-cliente estamos hablando. Como sostiene Cadena (2004), del cliente y los públicos se espera una ebullición constante de deseos, de sentimientos y emociones que pueden satisfacerse por el mercado, nuevo amo.
Es de esperar que la dinámica del mercado tenga un alto contenido de movilización de emociones, afectos y sentimientos de parte del público que deviene cliente. Dicho de otra manera, las motivaciones para comprar suelen tener un componente emocional considerablemente alto. Eso lo saben los publicistas que se especializan en sacar el máximo provecho de elementos profundamente asociados a este aspecto: símbolos, imágenes, palabras estratégicamente localizadas en el discurso, etc., son movilizadoras de altas dosis de sensibilidad que buscan conducir la capacidad de raciocinio de los clientes. Esto también lo saben los asesores de ventas, los gestores de riesgos y los aseguradores. Por esto, en nuestra opinión, el consumidor no es autocontrolado, sino que está controlado desde afuera, es heterocontrolado.
Autocontrol en el caso del sujeto-empresa, heterocontrol en el caso del sujeto consumidor pareciera ser un arreglo lógico. El problema se presenta cuando la función-empresario y la función-cliente se indiferencian. Planteamos la idea de que en estos casos el neoliberalismo promueve un discurso esquizofrenizante: expresar las emociones y, al mismo tiempo, controlarlas; razonabilidad para producir e irrazonabilidad para comprar, goce ilimitado y cálculo de riesgos. En fin, esta racionalidad promueve la necesidad de habitar el mundo de las emociones, pero con un lenguaje ambivalente: este mundo es azaroso e inmanejable, pero hay que controlarlo; hay que domeñarlo, pero es necesario expresarlo; es generador de riesgos para la persona, pero debe