La gestión de sí mismo. Mauricio Bedoya Hernández
del liberalismo clásico. Más bien es un acontecimiento surgido de marcadas rupturas y discontinuidades con este. Tampoco nos es lícito sostener que sea totalmente otra cosa y que no existen temas que se mantienen. Sin embargo, en este mantenerse se transforman, ya no son los mismos. Dicho de otra manera, por una parte, muchas de las problematizaciones perduran, pero las soluciones de ellas sufren rupturas a lo largo del tiempo y, por otro lado, surgen problematizaciones nuevas. Una de las perdurables problematizaciones es la de la intervención del Estado en la lógica del mercado. Pero no es la única: el problema del disciplinamiento de los individuos, cómo lograrlo en función de una economía cifrada en la libertad de mercado; el problema del espacio ha sido también un tema que ha transitado a lo largo de estos tres siglos de lógica liberal. El neoliberalismo lejos de ser una ideología, un capitalismo desorganizado, un sistema caótico e irracional, se constituye en toda una racionalidad que abarca el gobierno de la vida económica, vida social e individual, como lo indican, en su rigurosa genealogía del neoliberalismo, Laval y Dardot (2013). La idea de racionalidad tiene que ver, en Michel Foucault, con el “funcionamiento histórico de prácticas que se insertan en ensamblajes de poder”, como lo señala Castro-Gómez (2010, p. 34). Su racionalidad se debe a que tienen unos objetivos, unos medios y unas estrategias que articulan medios y fines.
De esta manera, la racionalidad se refiere a los regímenes de prácticas. De hecho, “la palabra racionalización es peligrosa. Lo que tenemos que hacer es analizar racionalidades específicas más que invocar siempre el progreso de la racionalización en general” (Dreyfus y Rabinow, 2001, p. 243), lo que significa que en vez de la focalización en una analítica de la racionalización y las verdades, para Foucault el trabajo consiste en una analítica de las prácticas. La racionalidad, por lo tanto, no es vista como un atributo propio de los sujetos; es decir, no es concebida como una invariante antropológica. En este mismo sentido, la noción de racionalidad es desontologizada por este autor, pues no habla de la racionalidad como si fuera un rasgo natural de la sociedad, un todo homogéneo, sino de múltiples prácticas racionales que han de estudiarse singularmente. Por esta razón, el uso que Foucault hace del concepto de racionalidad es “instrumental y relativo” (Foucault, 1982, p. 65). Bien se podría sostener que los conjuntos de prácticas no son conducidos por una racionalidad que preexiste, sino por una racionalidad en acto, inmanente a ellos mismos. Al ser visto como una racionalidad, más que como una ideología o una política económica, el neoliberalismo es un conjunto de discursos, prácticas y dispositivos que propende por estructurar y organizar la acción de los gobernantes y la conducta de los propios gobernados, como lo afirman Laval y Dardot (2013), alrededor de dos ejes definidos: por una parte, la competencia como norma que rige la conducta de las personas, las instituciones y los Estados; por otra parte, la empresa, la cual se constituye en el modelo de todos los procesos de subjetivación.
Así visto, el neoliberalismo es una racionalidad de gobierno cuya fuerza le es dada gracias a la generación de situaciones que obligan a los sujetos a funcionar de acuerdo con unas reglas del juego determinadas y que les son impuestas. En otras palabras, la lógica ofrecida por el neoliberalismo se arraiga en su pretensión de conducir las acciones, las elecciones, las opiniones y, en general, la vida de las personas. Aunque en la tradición europea de la posguerra el liberalismo, en general, se constituía como “una mera elección económica y política formada y formulada por los gobiernos o en el medio gubernamental” (Foucault, 2007, p. 253), en Norteamérica, y bajo su influencia, hoy, en el resto de Occidente, el neoliberalismo ha devenido una forma de ser y de pensar. Lo que está en juego, en esta forma de ser y pensar, es algo que excede los problemas del servicio público. Lo que el neoliberalismo pone a circular se refiere, más bien, a un problema global, multiforme y ambiguo, a saber, la libertad, la cual se convierte en “una especie de foco utópico siempre reactivado [y que es al mismo tiempo] un método de pensamiento, una grilla de análisis económico y sociológico” (Foucault, 2007, pp. 253-254). La individualidad y el gobierno (y la individuación) no dejan de ser focos continuamente observados y salvaguardados en la contemporaneidad.
El lugar del Estado y el juego empresarial
A lo largo del siglo xix y hasta el primer tercio del siglo xx se instaura una crisis del liberalismo jalonada por las tensiones propias entre la dogmática del laissez-faire y las preocupaciones por el bienestar social de la población (liberalismo social, reformismo social). Más precisamente, lo que se constituye en estimulador de la crisis es el problema del gobierno y la posición del Estado. Laval y Dardot (2013) sostienen que la llamada crisis del liberalismo no es otra cosa que crisis de la gubernamentalidad liberal, pensada en términos de la política, la economía y lo social. El denominado reformismo social liberal del siglo xix orienta la acción del Estado para enfrentar los cambios en la estructura del capitalismo, las luchas de clase que amenazaban la propiedad privada y las nuevas correlaciones de fuerza entre las naciones. Ya desde principios del siglo xix las divergencias entre J. S. Mill y Alexis de Tocqueville muestran de qué manera el tema de la intervención del Estado se constituía en nuclear en el avance, desarrollo y posterior crisis del liberalismo. Mientras que Tocqueville defiende la tesis de la democracia como fundamentada en el poder directo del pueblo (lo que hace que los gobiernos posean un poder inmenso y tutelar), Mill señala que la democracia debe ofrecer la garantía del gobierno del pueblo en función del bien de todos.
Como consecuencia de la problematización del lugar del Estado en la civilización mercantil en el siglo xix, el dogma del laissez-faire fue puesto en discusión. En On socialism el mismo Mill sienta las bases para la acción estatal al sugerir una suerte de relativismo del derecho de propiedad en favor del bien común. La reacción de Herbert Spencer no se hizo esperar. En su contraofensiva con los reformistas sociales tipo Bentham, reivindica un utilitarismo evolucionista y biológico. En una suerte de evolucionismo social, su sociedad es vista como un organismo evolutivo conducido de la horda a la civilización industrial, en la cual los individuos más débiles deben perecer. Spencer se mostró contrario a quienes sostenían la tesis de que el Estado se definía por la potestad para la creación de derechos (Jeremy Bentham y sus seguidores). Al culpar a Bentham de elevar a fin supremo del Estado el bienestar del pueblo, sugiere que el Estado es simplemente un garante de los contratos libremente consentidos entre los individuos.
El dogma del laissez-faire del liberalismo clásico considera al mercado como una realidad natural, sometida a leyes que, de no ser afectadas desde el exterior, se encauzarán espontáneamente con una tendencia a la igualdad de los intervinientes en ella. Con ello, el tema de la intervención del Estado queda problematizado dentro de la racionalidad liberal. Alrededor de ello, como uno de los focos siempre presentes en la discusión económica mundial durante los siglos xix y xx, se fueron construyendo discursos y dispositivos diversos que, poco a poco, relocalizaron al Estado no solamente en la dinámica internacional de mercado, sino, y esto lo desarrollaremos más adelante, en el juego de la gubernamentalidad de los individuos. Esto no resulta ser de importancia despreciable, toda vez que lo que se pone en juego es el papel que debe o no cumplir el Estado en el aseguramiento de las condiciones de vida dignas y de bienestar para toda la población.
De la certeza decimonónica de que gobernar es gobernar poco y cada vez menos, hemos pasado en el presente a afirmar que el Estado, lejos de ser eliminado o debilitado, transforma sus objetivos y gobierna con unos fines que han variado. Ahora se orienta al fortalecimiento del mercado, asumiéndolo como lógica normativa del funcionamiento generalizado para la población, para cada individuo y para sí mismo. La labor del Estado consistirá, por tanto, no en intervenir en los jugadores de este juego del mercado, sino sobre las reglas del juego de este (Foucault, 2007). Además, tornándose a sí mismo una empresa, se hace juez y parte en la medida en que participa de las reglas del juego (del sistema legal) que ha creado (Laval y Dardot, 2013). En tanto que la economía es vista como un juego estratégico en el que lo que se pone en circulación es la libertad de los individuos para mostrar su competencia y competir, resulta claro que el Estado no puede comprometerse ni con la regulación absoluta de la economía ni con la desregulación del mercado, pues ambos polos afectan las condiciones básicas del mercado y, por lo tanto, la libertad de los participantes del juego. Así vista, la acción del Estado busca ofrecer las condiciones (milieu) para el buen funcionamiento de una estructura de competencia entre los jugadores y promover el juego entre personas libres.
El tema de la competencia