Pensamiento de un viejo. Fernando González
sinceridad una alma —la propia alma del autor— tal como ella es, sin disfraz para los carnavales de la vida ni uniforme para determinadas o graves circunstancias, en traje casero, a veces casta mente desnuda, sacudida por diversas impresiones no buscadas, puesta a pensar o a sentir de súbito, ante hechos no previstos, ya sana, ya enferma, ora triste, ora alegre, ensimismada o confusa en ocasiones.
Otros libros de páginas sueltas, de apartes sin conexión y aun de líneas independientes y aisladas, cada una de las cuales encierra una sentencia, un juicio, una emoción o una queja, se componen así para recoger frutos del espíritu que de otro modo se perderían por falta de tiempo para hacer con ellos obra extensa, armónica, cabal y bien redondeada; otras veces son esas misceláneas acopio de materiales sueltos para componer algún día un libro soñado, y como se cree que ese día no llega, tal vez que la vida se va sin traerlo, se entrega al público con quien también se venía soñando, todo eso que para él se destinaba y no se logró darle convenientemente aderezado y dispuesto. Casos habrá también en que el libro de retazos se haga así por puro artificio, más o menos feliz, o para simple expendio de menudencias y desperdicios; pero lo cierto es que la forma en cuestión está ya admitida y que algunas veces resulta afortunada.
Tengo para mí que Fernando González la ha adoptado para sus Pensamientos de un viejo con el propósito de que hablé al mencionar Ánima expuesta de Castro, y consi dero que ha sido perfectamente fiel a ese pro pósito, y, por tanto, leal, muy leal, con quienes van a leerle. De ahí la falta de afectación, de artificios encubridores, de tapujos e hipocresías en estas páginas. Tampoco hallará en ellas el lector rasgos de cinismo o desvergüenza, porque el autor no gasta en la vida real esas bajas prendas, y en la ideal es bastante artista para saber que en buena estética están contraindicadas. Esta exposición de almas es una especie de desnudo espiritual que en literatura se rige por leyes semejantes a las que en pintura y escultura, y aun parcialmente en la vida ordinaria, deben observarse al mismo respecto. Hay condiciones y circunstancias que echan sobre la más completa desnudez uno como velo castísimo que la hace innocua, lícita, aun sagrada en ocasiones: púdicas así son la desnudez de la infancia, la de la inocencia, la de la belleza perfecta, la del cuerpo doliente y enfermo ante el cirujano, la del cadáver ante el disector; y paralelamente, en lo espiritual, la de las almas infantiles, la de los corazones sinceros e ingenuos, la de las mentes altísimas, la de los espíritus doloridos o llagados y, no siempre, pero sí en ocasiones, la de las pobres almas muertas. El autor de este libro entiende, a mi parecer, las reglas de que acabo de hablar, y sabe cumplirlas.
No quisiera yo despedirme de ti, lector amable, sin darte algunas muestras de las joyas que hallarás en los Pensamientos de un viejo, porque así te estimularía eficazmente a entrarte pronto por las selectas páginas del libro, y al mismo tiempo suavizaría un poco en tu ánimo la ingrata impresión que este prólogo te habrá sin duda producido; pero me sería difícil hacer la escogencia sin llenar con su fruto muchas hojas o sin dejar de enseñarte muchos trozos excelentes, y prefiero restituirte pronto la libertad para que vayas a solazarte con la obra entera.
FIDEL CANO
Abril de 1916
LA PARABÓLA DE LA LLAGA
Cierta vez uno de los discípulos fue al maestro y, con lágrimas en los ojos y voz susurrante y temblorosa, comenzó a lamentarse de la miseria de su casa, de la tristeza de sus padres, y del hambre que sufrían sus hermanos...
—No sigas —dijo el sabio—; deja tus lloriqueos, y recibe, como mi compasión, esta parábola que voy a darte:
Había en cierto tiempo un mendigo, cuya pierna derecha era una llaga tan atristadora, tan grande y tan repugnante, que en verdad respondía al nombre de cementerio de la alegría.
A todo el que veía aquella llaga, se le llagaba de tristeza el alma; y muchos que la vieron dieron razón a Schopenhauer.
El que iba alegre para una fiesta, ya no podía bailar ni reír; el que iba para un banquete, ya no podía comer los manjares ni beber el vino; el que iba a ver a su amada, llegaba taciturno.
Aquella úlcera era el cementerio de las alegrías.
Aconteció, pues, que pasando una ocasión un loco por junto al mendigo, éste le pidió una limosna.
—Mi limosna —dijo el loco— será un consejo: ¡Oculta tu llaga!
ASÍ HABLÓ EL LOCO...
Los hombres vulgares, y vulgares son casi todos los hombres, no saben guardar las distancias.
Cuando un hombre de genio es bueno para con ellos, llegan a mirarlo como a un igual.
Para que admiren y crean, es menester imponérseles por medios desusados, como el aislamiento y el misterio.
El respeto de los hombres tiene mucho de supersticioso: no creen sino en lo que no ven.
Las tribus salvajes muestran gran perspicacia al no sacar a sus reyes sino en las grandes solemnidades, pues lo que es comprendido es despreciado.
He oído decir a algunos al hablar de libros que no comprenden, que esos libros son los más profundos.
La humanidad acepta por amo a todo aquel que se impone por el misterio, pero paga con el desprecio al que se deja comprender.
Dios, desde que vio la estupidez de los hombres, no quiso volver a mostrarse a los ojos humanos, como en otro tiempo lo hacía.
Esta amarga estupidez es lo que no deja tributar honores a los genios, sino después de su muerte.
¿No se podría explicar así la vida de los filósofos y sacerdotes?
Su celibato, su desprecio por lo humano, ¿no descansará en este raciocinio: “Es necesario que vean en nosotros algo regalado por las potencias divinas, algo incomprensible”?
Ya Federico Nietzsche indicó el gran influjo de la locura en las costumbres como único medio para modificarlas.
Todas las prácticas que hoy respetamos tuvieron un origen lleno de nebulosidades.
Fue necesario presentarlas como venidas de lo alto, reveladas a un hombre de vida aislada, que despreciara al mundo y la carne. Estas costumbres hoy las tenemos como buenas en sí, y hemos perdido de vista la trama intrincada de su origen, debido a una larga práctica de ellas.
LA PARÁBOLA DEL JARDÍN
Los discípulos mostraron al maestro el discurso del loco, en que éste habla de la vulgaridad de los hombres.
Y el sabio les dijo esta parábola:
Desde el pueblo veían un jardín y una fachada muy hermosos.
Figuraos: los hombres comenzaron a imaginar el resto del edificio, y fue tanto su imaginar, que al fin se dijeron: “Es el edificio más hermoso que ha existido...”.
Y a su ánima entró la curiosidad de ver el palacio.
Pero se encontraron con una casa igual a las del pueblo: sólo eran hermosos el jardín y la fachada.
Y uno de ellos dijo: “No vale la pena”.
Y al tiempo se derrumbó la parte fea del edificio, y murieron los hombres que la habían visto, y se levantó una nueva generación.
Los hombres se dijeron: ¡Qué bello sería este palacio cuando estaba completo! ¡Este jardín es obra de dioses...!
* * *
Las obras del artista son el jardín. Y cuando uno sólo conoce las obras, se dice: es un genio. Pero si se acerca, ya no verá sólo los momentos excepcionales del artista...
¡Es un hombre como yo...!
Muere el genio, y queda ancho campo para imaginar...
Ya no atribuiréis, terminó el maestro, la causa de los hechos de que habla el loco, sólo a la vulgaridad de los hombres, sino también a la humanidad