Terapia de la posesión espiritual. José Luis Cabouli
y permití ahora que Ramiro vuelva para hacer su armonización.
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Como habrán podido percibir, aun sin escuchar su voz, una personalidad completamente diferente a Federico se manifestó en esta segunda oportunidad a través de Ramiro. A diferencia de la actitud agresiva e intimidatoria de Federico, el discurso y la forma de expresarse del abuelo de Ramiro eran completamente diferentes. Sereno y respetuoso todo el tiempo, se mostró muy interesado cuando comencé a hablarle de la Luz y de la posibilidad de volver a tener un cuerpo. Perfectamente podría haber sido el diálogo de dos colegas sentados a una mesa de café. Lo que quiero decir es que yo estaba convencido de que estaba hablando con otra persona y que en ningún momento se me ocurrió pensar que Ramiro pudiera estar delirando; en realidad, lo que estaba sucediendo me parecía lo más natural del mundo. Aun así, al finalizar la sesión de Ramiro yo me encontraba sorprendido y maravillado a la vez. Si bien yo había asistido a muchas experiencias de este tipo en el ámbito de una escuela kardeciana, no era lo mismo que esto estuviese sucediendo en mi consultorio con las personas que me consultaban por sus problemas emocionales. Durante muchos años yo había creído que este era un problema que sólo afectaba a los médiums. Fue sólo después de conocer a la Dra. Edith Fiore a fines de 1988 y que ésta explicara que algunos síntomas que presentaban sus pacientes se debían a la posesión por entidades desencarnadas, que hice consciente esta realidad. Nunca antes se me había ocurrido pensar que el alma de un difunto, y menos la de un familiar, podía afectar a cualquier persona provocando síntomas, perturbaciones emocionales y alteraciones de la conducta en la persona afectada y menos aún que esto pudiera tratarse en la consulta terapéutica.
Y sin embargo, allí estaba Ramiro, sentado frente a mí sonriendo, visiblemente aliviado. Ahora era él mismo, era Ramiro, de eso no cabía ninguna duda, pero hasta hacía apenas unos minutos era otra persona y la semana anterior había sido otra. ¿Cómo era posible que ocurriera esto? ¿Cómo era posible que su bisabuelo y su abuelo estuviesen allí, como si estuvieran vivos, hablando conmigo como si no hubiese pasado el tiempo? Porque a mí no me quedaba duda de que había hablado con dos seres que, si bien eran invisibles, conservaban una perfecta consciencia de sí mismos diferenciados y discriminados de Ramiro. ¿Cómo era posible que los dos conviviesen en Ramiro o donde fuese sin siquiera tener noticias uno del otro? ¿Cómo era vivir con esta carga? Cuando Ramiro se enojaba o cuando se peleaba con su abuela o cuando se entretenía matando gatos, ¿quién era el que lo hacía? ¿Era él, Ramiro, o eran los otros? ¿Y cómo era posible que Federico, el bisabuelo de Ramiro, se encontrara con su hijo en la Luz cuando éste todavía estaba aquí, junto a su nieto? ¿Sería como el fenómeno de la bilocación? Estas y decenas de preguntas me venían en tropel a mi mente casi al mismo tiempo. En los años por venir iría descubriendo más cosas todavía que, entonces, ni siquiera se me ocurría imaginar.
Ramiro se sentía mucho mejor después de este trabajo, pero todavía quedaba una entidad y, además, tenía que seguir trabajando con su agresividad. Sin embargo, canceló la siguiente sesión —algo típico cuando se trabaja con entidades— y no volví a saber de él hasta ocho años después. En ese lapso se había casado y divorciado. La obsesión por la mecánica preventiva había desaparecido y se había recibido de mecánico dental. De alguna manera la mecánica seguía presente. No recordaba nada de las experiencias con su bisabuelo y su abuelo, pero tenía siempre muy presente al papá de su mamá. Emocionalmente no se encontraba bien. Yo recordé que faltaba trabajar con una entidad, tal vez la más importante, y que tampoco habíamos podido abordar el tema de su agresividad, pero Ramiro declinó la posibilidad de volver a trabajar con todo eso.
Capítulo II
De almas perdidas, fragmentos y campos de energía
En la estación “Bulnes” de subterráneos de la ciudad de Buenos Aires, hay un mural cerámico de Alfredo Guido (1892-1967) titulado “Santiago del Estero: canciones, costumbres, leyendas del país de la selva”. Uno de los motivos del mural se denomina “L’Alma Perdida” y retrata a un alma en pena en actitud de lamento o desesperanza. El mural data de 1938 y es un testimonio, en plena metrópoli moderna, de una realidad que siempre ha estado presente en el folklore de la mayoría de los pueblos.
El contacto con las almas de los difuntos y la permanencia de éstos en el territorio de los vivos es una de las tradiciones más antiguas en todas las razas y pueblos. Sólo por mencionar algunas digamos que, en el judaísmo, el equivalente del alma perdida es el dibuk y en la tradición céltica, en Bretaña, a las almas errantes se las conoce como anaon, seres ya muertos que prolongan su vida terrestre participando de dos mundos a la vez. Aunque no podamos percibirlo, vivimos rodeados de un mundo invisible con el cual compartimos nuestra vida cotidiana. El plano de la vida espiritual es una realidad natural y sus habitantes están en relación con los vivos mucho más íntimamente de lo que podamos imaginar. Miles o quizás millones de seres permanecen durante cierto tiempo en la esfera terrestre, con frecuencia en las cercanías del lugar en el cual vivieron, retenidos allí por diversos motivos. Esta presencia no es pasiva, ya que los difuntos errantes ejercen una influencia notable sobre los seres vivos. En el capítulo LX del Tao Te King, Lao Tsé nos advierte y aconseja sobre esta influencia:
“Si se gobierna el mundo conforme al SENTIDO,
Los difuntos no vagan errantes, como espíritus.
No es que los difuntos dejen de ser espíritus,
sino que dejan de causar daño a los hombres.”
Sobre este párrafo en particular Richard Wilhelm comenta lo siguiente:
“... Lao Tsé da por sentada la existencia de las fuerzas del más allá, las cuales dominarían y excitarían a los seres humanos. Un buen gobierno logra establecer la paz también en este terreno. Las almas de los muertos dejan de errar por ahí como fantasmas, sus energías dejan de ser nocivas para el hombre, no provocan cizañas ni escisiones, no dejan lugar a luchas —religiosas o de partidos— y las personas se relacionan entre sí sin reticencias.”
Esta influencia del más allá muchas veces se pone de manifiesto en la práctica clínica y resulta ser la causa o el origen del síntoma que presenta el consultante. Uno de los pioneros en explorar este campo de la clínica es el Dr. Carl Wickland, médico psiquiatra de la ciudad de Chicago, quien, en su libro Treinta años entre los muertos, publicado en 1924, dice lo siguiente:
“Muchas inteligencias desencarnadas, al faltarles el cuerpo que necesitaban para satisfacer sus inclinaciones terrenales, se ven atraídas por el aura magnética que emana de los seres encarnados y se pegan a algunas de estas auras magnéticas ejerciendo actos de influencia, de obsesión y de posesión en los seres humanos. De esta manera encuentran un vehículo de expresión a sus propios anhelos. Estos espíritus intrusos influyen con sus pensamientos en las naturalezas muy sensibles, les hacen partícipes de sus emociones, debilitan su fuerza de voluntad y se hacen, con frecuencia, verdaderos dueños de sus actos con lo que ocasionan grandes sufrimientos, perturbaciones mentales y dolores.”
En pocas líneas Wickland resume el modus operandi y las consecuencias del accionar de las almas perdidas y describe claramente tres tipos de efectos sobre los seres vivos: influencia, obsesión y posesión. En mi experiencia como terapeuta he hallado que lo más común es que las almas perdidas ejerzan actos de influencia sobre los seres vivos. La obsesión y posesión están reservadas a un grupo de almas o entidades que denominamos obsesores y que veremos a su tiempo.
¿Qué es un alma perdida?
Un alma perdida no es otra cosa que el alma de una persona que ha fallecido y que, por alguna razón, permanece en la esfera física en lugar de regresar a la dimensión espiritual. Cuando una persona muere, su alma, el ser real, se desprende del cuerpo físico y lo natural y esperado es que regrese a la Luz o a la Fuente de Luz. Pero dejar el cuerpo y regresar a la Luz implica todo un proceso y, en el transcurso de este proceso, es posible que el alma extravíe el camino o se resista a regresar a su fuente de origen, convirtiéndose