La conquista del sentido común. Saúl Feldman
reconfigurándolo en este milenio. Otros, a nivel local, han dedicado un espacio importante a describir la construcción política que arranca con el PRO, desarrollada con intensidad, en forma organizada, astuta y exitosa, un proceso silencioso que, según algunos autores, fue subvalorado5.
Nuestro trabajo gira alrededor de la respuesta a la pregunta, muchas veces formulada con estupefacción y otras con indignación, pero siempre con cierta sorpresa: “¿cómo puede ser que…?”. Es decir, qué mecanismos comunicacionales, sutiles a veces, otras burdos pero igualmente deliberados, capturaron el apoyo de amplios sectores de la ciudadanía hacia un proyecto político construido para perjudicarlos.
Se dice frecuentemente que la producción de subjetividad tiene en el sentido común su objeto de trabajo material. Es verdad: es allí, en el cuerpo de ideas, relatos populares, concepciones cotidianas compartidas, sentimientos colectivos, donde ese trabajo tiene la facultad de tornarse invisible, formando parte “natural” y constitutiva de los modos de vida y de las argumentaciones que los sostienen, que se tornan naturalmente verdaderos. El “sentido común” está inundado de deseos colectivos, muchas veces contradictorios, muchas veces llenos de prejuicios y de creencias más emparentadas con los miedos que con lo que la cotidianeidad parece justificar. Pero son, esos deseos, parte de aquello que la cultura popular construye como realidad.
Ese sentido común hoy no se elabora solo a través del desarrollo de una cultura popular local, sino que se alimenta y vive en el contexto de macrotendencias culturales de carácter planetario. Estas adquieren una fuerza enorme porque el grado de naturalidad que se desprende de ese marco se ve reforzado: ciertas ideas y sentimientos son ideas y sentimientos de “todo el mundo”, y es fácil comprobar cómo dominan los deseos y los miedos de las almas a un nivel global.
El macrismo se ha encargado de construir una filosofía cotidiana que, partiendo de ese sentido común, montándose sobre el deseo (y el miedo) de la gente, llevó a cabo la tarea de instalar creencias que están básicamente alimentadas de odio, que la comunicación hegemónica se encarga de activar. Así nació la idea de “grieta”, los eslóganes con eficacia de axioma como el de que “se robaron todo”, la extendida creencia de que la Argentina era un “país aislado del mundo”, todo multiplicado y diversificado en operaciones específicas de activación del odio, dirigidas a cualquier grupo político o minoría capaz de ejercer algún tipo de oposición al modelo, desde el kirchnerismo, encarnación de la corrupción y el mal, hasta, por ejemplo, los mapuches, que querrían apoderarse de parte del territorio nacional y, por lo tanto, serían merecedores de una muerte violenta, todo para instaurar la necesidad de poner orden en “un país de mierda”6, supuestamente amenazado por la anomia.
A ese escenario, el neoliberalismo lo confronta con fantasías individualistas y precarizantes, como la del “emprendedorismo” –llegando a extremos bochornosos, como cuando celebró al “emprendedor San Martín” en una publicidad del Ministerio de Modernización porteño, en agosto de 2017, lanzado en su “emprendimiento” de liberar parte de Latinoamérica−, propalando que es mejor ir “juntos” que unidos y mucho menos organizados; que el cultivo meritocrático de la individualidad y no la construcción colectiva y solidaria es la columna vertebral del progreso; que por eso es mejor ser “vecinos” en un país que ciudadanos de plenos derechos en una nación; que el pasado es bueno que esté muerto y que sea pasado, y que lo esencial es el futuro (un eterno e inalcanzable “segundo semestre”), mirado exclusivamente desde un presente que es mera promesa y sacrificio; y todo eso siempre que se viva bajo una nueva filosofía, la inexorable “revolución de la alegría”, sin hurgar en situaciones conflictivas, sin ser críticos –una actitud que entristece−, con trabajo en equipo, porque de eso se trata construir un país en serio, inserto en el mundo.
Se trata de ideas simples, simplísimas. Precisamente en su simpleza −que el sentido común exige− está la posibilidad de persuadir. Sobre todo cuando esas ideas tienen su origen en deseos y miedos claramente identificados. Expuestas en su trivialidad, resulta difícil, para muchos, aceptar que el trabajo del alma se haya hecho y se haga con estos elementales instrumentos discursivos y que así pueda ganarse –o perderse− una batalla cultural. Pero de este tipo de faenas de lo simbólico está plagada la historia y más de una vez capturó a los pueblos más ilustrados. Todo profesional de la comunicación, de la propaganda política y el marketing lo sabe: en qué condiciones ciertos mecanismos de la persuasión pueden tornarse muy eficaces. Ideas simples, entonces, fuertemente articuladas entre sí y, como dijimos, enganchadas a deseos, angustias y miedos, personales y también colectivos. Ideas y una terminología rigurosa que las repite incesantemente, ligadas a puestas en escena muy planificadas, reiteradas, en escenografías y con estéticas que las muestran en acción, y las convierten en ideas verosímiles, deseables, y que las vuelven poderosas.
Esos armados ideológicos cuentan hoy, además, con contextos en los que los instrumentos de trabajo del alma, de producción de la subjetividad, actúan como pasaportes que permiten sortear las eventuales barreras de la crítica, de las ideas alternativas al modelo, de manera muy sencilla. La alianza estratégica con los medios de comunicación concentrados es, por supuesto, la base necesaria para ese trabajo, pero no es suficiente. El armado supone una sensibilidad dispuesta, que cuanto más forme parte de la vida de los individuos, de sus mundos simbólicos, mejor. El entorno en el que nos proveemos de servicios y objetos allana en gran parte ese camino. La comunicación publicitaria ha creado buena parte de ese universo simbólico, y lo ha expandido. Esta red de valores establecida desde la publicidad es de incalculable importancia para la comunicación neoliberal, puesto que porta la idea inocente de proponer, creativamente, un fin práctico, mientras va delineando nuestros espacios de consumo corporal y emocional, espacios de vida que se sitúan como el modo natural y compartido de nuestra existencia. Es decir, esa inocentización de los motivos y los fundamentos que ponen en marcha esos mundos simbólicos está en la base de la construcción de una cultura cotidiana que pertenece a todos. Desde allí se interpreta la sensibilidad que componen los deseos y los miedos, que se conectan con creencias que se analizan y estudian, que se utilizan en pos de objetivos, que se monitorean constantemente, que vuelven a volcarse en ideas que le den razonabilidad y nueva emocionalidad a esos deseos. Y aunque muchos de ese “todos” se crean o sepan excluidos de la influencia de esa cultura simbólica, porque conocen la ficción elemental que las anima, porque están “vacunados” contra el influjo de esos valores que jamás compartirían, la potencia de ese andamiaje simbólico es la materia prima de la comunicación del poder, y se vuelve tan vasta su ascendiente en el imaginario cotidiano que obliga a cualquier interpelación política a partir siempre de él, aunque sea para intentar desmontarlo.
Es difícil sostener que haya en esto una “manipulación” subliminal y escandalosa de conciencias y sentimientos. No hay aquí grandes confabulaciones. Más bien lo que hay son deseos, sueños que cada uno ha decidido adoptar como propios y que decide dejar a merced de ese trabajo del alma. Por eso es justo decir que esa tarea cuenta con la colaboración del poseedor de esa alma. De ese modo funciona la persuasión. Por tanto, la idea de la manipulación como explicación preclara y absoluta resulta al fin y al cabo falsa. Peor que eso: inútil para reflexionar y pensar nuevas alternativas. Podrá ser innegable que se escucharon muchas promesas falsas en la previa de las elecciones y que constituyeron una estafa electoral, pero esa constatación no basta para explicar el terreno ganado por el macrismo en la sociedad.
Sin embargo, y esto es central, las almas no son ni monolíticas en su constitución ni tan simples en su entramado de sentimientos, deseos y emociones. Por el contrario, como todos sabemos aunque muchas veces olvidemos –y demostró, entre muchos, Shakespeare, “el inventor de lo humano”7−, el alma es un mar de contradicciones y conflictos. Quienes planifican y ejecutan ese trabajo al que es sometida el alma tienen por objetivo domesticar ese mar de emociones, para allanarla en pos de sus propios intereses.
1 Jorge Alemán, Horizontes neoliberales en la subjetividad, Grama Ediciones, 2016.
2 Franco Berardi, “Bifo”, El trabajo del alma, Cruce Editora, 2016.