La conquista del sentido común. Saúl Feldman

La conquista del sentido común - Saúl Feldman


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target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_abcd51f5-df44-5d13-9656-55d1149e7e93">4 Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia, Herder, 2013.

      5 Vommaro y otros, op. cit.

      6 En su documento “Hay otro país, hay otro futuro”, publicado por el grupo de intelectuales opositores Fragata en agosto de 2018, se advierte que “para el macrismo el problema es la sociedad argentina, a la que considera el principal obstáculo para alcanzar una supuesta ‘modernización’. En consecuencia, se plantea a sí mismo como un hecho fundacional que busca desarmar ‘hábitos populistas’”. El documento agrega que “gobiernan a la Argentina como si fuera un país que debe achicarse, ‘sincerarse’, avergonzarse, retraerse. Gobiernan a la Argentina como si fuera un país de mierda”.

      7 Harold Bloom, Shakespeare. La invención de lo humano, Anagrama, 2002.

      II

       EL SENTIDO

       COMÚN

      CABARET (BOB FOSSE, 1972)*

      * Cabaret fue una película muy exitosa, tanto a nivel de premios (obtuvo ocho Óscar) como en términos comerciales. Representó, en 1972, una suerte de renacimiento del musical como género. Con Liza Minelli, Michael York y Joel Grey en los papeles estelares, está ambientada en los comienzos de la década del 30, en Berlín, y traza una alegoría entre el mundo híbrido del cabaret, con sus personajes “monstruos”, y la sociedad convulsionada que veía el auge del nazismo en Alemania. Tiene varias escenas que quedaron en la memoria colectiva como parte de esa alegoría sociopolítica: “Willkommen”, la entrada al cabaret como representación del mundo; o “Money, Money”, lo que lo hace andar. De algún modo, lo que funciona dentro del cabaret es una forma parodiada, crítica, por lo tanto, pero también tétrica y sarcástica, del sentido común, que es así revisado. Sin embargo, es la escena que se desarrolla fuera de ese lugar, quizás, una de las representaciones cinematográficas más sintéticas y acabadas de la adhesión emocional e irracional de un pueblo, el alemán, a una propuesta política que implicaba una cosmovisión perversa y destructiva, en cuya génesis ya podía verse que estaba destinada al desastre, para el judaísmo europeo, para gran parte de Europa y para el sufrimiento del propio pueblo alemán. La escena se desarrolla en una cervecería en la campiña, a cielo abierto, en un ambiente bucólico, que transmite tranquilidad pueblerina, casi romántico, en el que irrumpe un adolescente rubio y de ojos celestes, bello, que, pronto descubrimos, a medida que la cámara se aleja del primer plano de su rostro, está vestido con un uniforme nazi, con el brazalete y la esvástica. El joven canta “El futuro me pertenece”, y conforme va subiendo el tono emocional de su interpretación, se van plegando a cantar con él todos los parroquianos −salvo un viejo que está claramente a disgusto−, de distintas edades, de distinto género y origen social, poniéndose de pie en forma marcial, enfervorizados, y sus rostros se van desfigurando en un rictus de desafío amenazante, cargado de orgullo pasional, con cierto matiz de fuerza vengativa, de odio. La letra de la canción hace mención a un idílico contexto campestre de flores que abrazan abejas, cervatillos vagando por el bosque, amor, niños que esperan el llamado de la patria para hacerse cargo del futuro, porque “el futuro me pertenece”. Una poética que promete un futuro brillante −que dejaría atrás el humillante Tratado de Versailles y la crisis de la República de Weimar−, en el marco de una atmósfera de dulzura inocente que encierra, empero, una terrible amenaza. Mientras tanto, nosotros, espectadores, embargados por el propio clima épico y emocional que habitan los personajes, nosotros, sabedores de la tragedia que sobrevendría como consecuencia, también, de esas subjetividades capturadas, sentimos la angustia y el horror de la historia. Una historia que contó con la complicidad de millones de personas comunes que adhirieron irracionalmente a esa atmósfera, a esas ideas cargadas de soberbia y odio. Espectadores, llegamos a sentir en el cuerpo, en esa escena de Cabaret, cómo pudo haberse performado esa construcción social y subjetiva al cabo catastrófica. En una sola escena, toda la horrorosa captura emocional del sentido común.

      OBJETIVO: COOPTAR EL SENTIDO COMÚN Y COLONIZAR LA SUBJETIVIDAD ¡NO ES LA IDEOLOGÍA, ES EL SENTIDO COMÚN!

      Lo que luego llegaría a ser el “macrismo” entendió bien temprano, en los inicios del milenio, aun antes de pensarse como una estructura partidaria, “que meterse en política”, con las reglas de juego de un sistema democrático, implicaba operar sobre el sentido común de las personas. Que ese marco dado debía entenderse como un sistema de “oportunidades”. Es decir, se trataba de utilizar sus formalidades y vericuetos y hacer de la esencia de la democracia apenas una parte de los argumentos persuasivos. Que más allá de operar sobre fuerzas y movimientos constituidos, personas influyentes y punteros en los territorios, así como sobre la ideología de los individuos, es decir, específicamente sobre sus posiciones generales y coyunturales respecto de la organización social y política en la que viven, se trataba de operar sobre el sentido cotidiano de la vida de las personas –entendidas como el mercado de la política−, sobre sus concepciones culturales, sobre sus cosmovisiones. Y que eso significaba organizarse para ello, lo que entrañaba constituir “equipos” generadores de estrategias culturales integrales y particulares y de acciones operativas, además de instrumentar canales mucho más orgánicos con los medios disciplinadores: con las corporaciones de la información y sus periodistas, primero, y más tarde, con los principales estamentos del Poder Judicial y con las fuerzas de seguridad.

      No ha sido, por supuesto, un fenómeno eminentemente local. El gran éxito del neoliberalismo a nivel global es haber logrado instalar, en gran medida ya a partir de finales de los años 80, su sistema de valores como parte del sentido común. Es decir, ha logrado que un amplio catálogo de ideas, argumentaciones y eslóganes, que forman en conjunto un sólido sistema de creencias, regulen en forma masiva las conversaciones, las actitudes y las conductas sociales, y se tornen hegemónicas.

      En este contexto, el trabajo sobre el sentido común ha tenido en el neoliberalismo macrista, por primera vez, un carácter que, desde su misma concepción política, buscó ser planificado, extensivo, intensivo y sistemático. Ese trabajo implicaba la asunción del neoliberalismo como una cosmovisión consistente y necesaria, orientada a capturar la esencia de la organización política y social del mundo en orden de perpetuar su hegemonía económico-financiera, para lo cual lo que hay que capturar es la subjetividad de las personas, delinear los parámetros en los que deberá desenvolverse su vida cotidiana. Una cosmovisión, entonces, no meramente una ideología en el sentido estrecho, más allá de la forma en que se la enuncie. La subjetividad se convirtió así en el gran objetivo de la acción política.

      Y la forma en que esta cosmovisión se instala como parte de la vida de las personas es el sentido común. Ha generado el neoliberalismo la hegemonía de una cosmovisión que, por su propio carácter omnicomprensivo, invade los discursos cotidianos a nivel periodístico, publicitario, técnico, de gestión social, de relaciones interpersonales, etc. De esa manera ha conseguido instaurar fenómenos de corrientes de opinión


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