La conquista del sentido común. Saúl Feldman

La conquista del sentido común - Saúl Feldman


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neoliberal macrista en muchos aspectos esenciales respecto de las experiencias neoliberales anteriores, a pesar de representar a prácticamente los mismos intereses corporativos y que el programa de reformas económico-sociales implicadas sea similar y que los beneficiarios de este modelo pertenezcan a los mismos sectores de entonces. Es cierto, desde luego, que la memoria colectiva no puede dejar de activar la propia experiencia pasada para entender lo que sucede en el presente. También es cierto que desde el poder se repiten formas que inevitablemente estos sectores tienen incorporadas en su propia memoria del ejercicio del poder: las políticas de exclusión y de odio, sobre todo. Sin embargo, muchas son las diferencias.

      Y lo diferente es, más allá de un contexto económico y político global totalmente distinto, el proyecto político en sus modos de construir consensos y adhesiones en contextos sociales y culturales muy distintos, en el marco del uso de estrategias comunicacionales y de formas de construir hegemonías que han cambiado notablemente. Tampoco son lo mismo una estrategia muy articulada que planee establecer un régimen y otra que, siendo parte de un esquema global, aspira a instalarse por décadas basada no ya en la fuerza –por lo menos, no desde el inicio ni centralmente−, sino transformando la esencia cultural y política de la sociedad de manera tal que nunca más se habilite la posibilidad de que emerjan “populismos” indeseables. Tampoco, como contexto favorable a esa intención, son las mismas las macrotendencias culturales, ahora globales, que intervienen con eficacia creciente sobre la realidad política y la realidad de vida cotidiana y la subjetividad. Estas no son circunstancias secundarias de este proceso, sino condicionantes cada vez más potentes en la determinación de los hechos.

      Esos contextos diferentes –culturales, comunicacionales y de generación de hegemonía− contribuyen a construir escenarios también disímiles en las formas de asimilar, antagonizar y reaccionar frente a las condiciones de vida planteadas y a los conflictos latentes en ellas.

      En el 55, a nivel del lenguaje el ataque se expresó a través de la pura y brutal supresión de la palabra; ahora lo que se produjo fue una exacerbación macartista traducida en axiomas irrefutables (“se robaron todo”) o sencillamente en el estigma de una letra, la “K”. Los paralelismos, siempre dispares, entre lo que sucede hoy y los años posteriores al derrocamiento de Perón abrevan en las detenciones arbitrarias de exfuncionarios opositores –el caso más flagrante es el del hostigamiento jurídico y el encarcelamiento irregular de la dirigente jujeña Milagro Sala−, a través de una nueva y aviesa interpretación de la prisión preventiva, con escenificaciones deliberadamente denigrantes –como la detención del exvicepresidente Amado Boudou esposado, descalzo y en pijamas, fotografiado para su inmediata propagación en los medios oficialistas−, y sobre todo, en la vía libre a la violencia institucional que parece patrocinar el ala más dura del macrismo, felicitando al policía Chocobar luego de que este asesinara a un ladrón por la espalda.

      Sin internet ni redes sociales, el poder confiaba en los años 50 en que con la supresión de la palabra (y la represión generalizada, por supuesto) se lograría la supresión de los hechos y de las conciencias. Hablaba allí el poder brutal, descarnado, y su brazo armado: el odio, la revancha. Hay que decir que las afinidades con esa época fueron suscriptas por el propio macrismo a través de la política económica y social de manera dramática, materializadas en una caída brutal del salario real y en el recorte creciente de derechos laborales y sociales, que pugnan por llevar a la Argentina a una época preperonista. No es inocente en este marco la referencia explícita de los guionistas del presidente a la necesidad de terminar con 70 años de “fiesta”, de decadencia y políticas erróneas que, dice, no se pueden subsanar en solo tres años, retrotrayendo así sus ambiciones de anulación de derechos a la época inmediata anterior al primer gobierno de Perón.

      Otro tipo de paralelismo con el pasado se esgrimió al argumentar que “esto yo ya lo viví” en referencia a la última y sangrienta dictadura cívico-militar. Al resaltar el origen del paradigma de las políticas neoliberales en la Argentina, con su espiral de endeudamiento externo, el nombre de Martínez de Hoz y la experiencia que siguió al golpe del 76 fue la referencia obligada. Tampoco se evitó la correlación cuando, avanzada la gestión macrista, empezaron a aparecer formas de represión más propias de períodos dictatoriales como tácticas de “contención” de la protesta social. El aún impune caso de Santiago Maldonado, caratulada inicialmente como “desaparición forzada” a manos de la Gendarmería, y enseguida la muerte del joven mapuche Rafael Nahuel bajo las balas de la Prefectura, dejaron a la ministra de Seguridad Patricia Bullrich en el centro de los discursos de mano dura (“mano justa”, dice el subterfugio comunicacional del gobierno), cada vez más instalados en los mensajes de campaña, como continuidad de la construcción de una nueva subjetividad anclada en el odio y el miedo, e impulsados, además, por la corriente militarista y racista que el nuevo presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, vino a imprimir a la región. Con los hechos de las fuerzas de seguridad que tiene a cargo y sus dichos (desde “el beneficio de la duda siempre tiene que estar del lado de las fuerzas de seguridad” hasta “el que quiere andar armado, que ande armado”), la ministra expresa con desparpajo un paradigma de violencia institucional reñido con los valores de la democracia.

      En la subjetividad colectiva, entonces, se percibe que algo en el discurso del poder ha vuelto desde ese pasado ominoso. No se puede verbalizar, porque la magnitud de aquella tragedia histórica, la iniciada en el 76, que dejó un país en ruinas y 30.000 desaparecidos, impide cualquier comparación. Sin embargo, lo que está de regreso, además del temerario elogio del fusilamiento, es la mentira descarada, el cinismo del poder en su más perversa expresión, consagrado a imponer una realidad. El vacío, la desolación y la impotencia en la escucha, características centrales de la dinámica de la comunicación desde y hacia el poder de aquella época y también de esta, desnudan las circunstancias del acto cínico: cuando todos se sienten sometidos por un acto violento –ejercido, con abismales diferencias y también muchos puntos en común, en términos de libertades y opresiones, por aquella fundacional experiencia neoliberal argentina y por el actual capítulo local del neoliberalismo global− y ese acto violento es naturalizado por una reformulación del sentido común, vastos sectores de la ciudadanía no pueden o no atinan a construir un contradiscurso eficaz.

      En el año 79, al nivel de la palabra, aún en medio de la represión más brutal de que se tenga memoria, el dictador Videla acudió, en una conferencia de prensa posterior a la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, al eufemismo y al cinismo más puro. Es paradigmática esa aparición pública, aduciendo que no puede referirse a los desaparecidos porque “el desaparecido, en tanto esté como tal, es una incógnita… no puede tener un tratamiento especial, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni vivo ni muerto, está desaparecido, frente a eso no podemos hacer nada”. Esto lo decía mientras con su brazo derecho dibujaba en el aire la idea de algo que se evaporaba y desaparecía.

      La sola asociación de esta época con la dictadura, a partir del uso de similares estructuras de argumentación que se resumen en el


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