Secretos, fantasías y realidades. Juan Carlos Andreu Ballester

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      © Juan Carlos Andreu Ballester

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      ISBN: 978-84-18362-71-2

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      I

      La joven mujer, hambrienta de vida, no sabe que va a morir en las próximas horas. Un simple vistazo me ha sido suficiente para percibirlo. Dos enfermeras, un residente y el intensivista trabajan con ella. Acaba de ser trasladada desde otro hospital por falta de camas. Ingresó a las cinco de la tarde en aquel, ahora son las cinco de la madrugada en este.

      —¿Qué tenemos? —pregunto al residente que me ha llamado como Jefe de Guardia de Urgencias.

      —Mujer de veintisiete años, sin antecedentes de interés. Hace dieciocho horas comienza con fiebre alta y cefalea. Acude al hospital general, donde su evolución ha ido empeorando. Tiene once de sistólica y ciento diez de frecuencia. Trae una analítica urgente con leucocitosis y desviación izquierda, el resto es normal. La radiología de tórax y el resultado de la punción lumbar también son normales. Lleva dos dosis de cefalosporina de tercera generación y se le han extraído hemocultivos.

      —¿Qué opinas? —me pregunta el intensivista, alejándose de la cabecera de la enferma para no ser oído.

      «¡Que se muere!» pienso.

      —¡Que el asunto está mal!—respondo.

      No es la primera vez que siento esa absoluta convicción sobre el pronóstico favorable o desfavorable de un paciente nada más ver su aspecto, y sobre todo su mirada, incluso sin que sus parámetros clínicos así lo indiquen. Es como una revelación que inexorablemente se cumple.

      La mujer me mira fijamente, como si viera reflejado en mis ojos su destino. Me está reclamando sin decirme nada. Me acerco.

      —¡Hola, soy el doctor Reyes! ¿Cómo se encuentra?

      —Me duele todo el cuerpo y la cabeza. Por lo demás no me encuentro muy mal. ¿Qué me pasa?

      —Tienes una infección, aunque aún no sabemos dónde. Pero te estamos tratando.

      Pasan los minutos y su situación clínica empeora por momentos. Su respiración se está acelerando. En su palidez van apareciendo unas manchas pequeñas redondeadas de color rojo intenso que en cuestión de minutos se hacen grandes y confluentes.

      Por primera vez veo en su cara que presiente su final. Su mano izquierda me aprisiona la bata acercándome a ella.

      —No dejes que me muera. ¡Por favor! Tengo ahí fuera dos hijos pequeños que me necesitan. ¡Te lo ruego, no consientas que muera!

      No sé qué decirle, y decide mi instinto.

      —Tranquila, cuando vaya entrando la medicación que llevas en el gotero mejorarás —le miento.

      Su vida está llegando a su fin, antes de lo previsto y de forma injusta. No quiero que sus últimos instantes sean un tormento para ella.

      Ahora el diagnóstico ha dado la cara y el pronóstico infausto también. La púrpura fulminante indica una sepsis generalizada que la está matando. Su organismo es incapaz, a pesar del tratamiento que estamos aplicando, de combatir la infección. Sus dos aliadas fundamentales, las cápsulas suprarrenales, le están fallando.

      Las manchas rojas, confluentes y extendidas por todo el cuerpo, comienzan a inundar ya sus conjuntivas y escleróticas. Su pecho parece una olla hirviendo debido al edema agudo de pulmón. Su mano aferra con fuerza la mía. Sus ojos, sin dejar de suplicarme un soplo de vida, se van entornando. Está perdiendo la batalla, y la guerra. Intentamos en vano las maniobras de reanimación.

      Son las siete cuarenta y cinco de este nuevo día. Ha muerto.

      El momento que ningún médico desea me agobia. Un hombre joven, alto y ansioso pasea a su hijo lactante en los brazos, otra criatura de apenas dos años se aferra a su pierna mirándome con recelo. Una mujer adulta, la madre de la fallecida, lloriquea presintiendo la tragedia en mi mirada.

      —¡Lo siento! Ha fallecido.

      El hombre se derrumba sobre el suelo estallando en un llanto inconsolable, sus hijos se contagian, y la abuela se aferra al bebé que su yerno está a punto de soltar de sus brazos. Una sensación de absoluta impotencia me abruma. Una familia está destrozada y no hemos podido evitarlo.

      —¡Doctor Reyes, acuda al servicio de anatomía patológica!

      Una voz femenina me llama por todos los altavoces del hospital. Repite mi nombre en tres ocasiones, insistente, sin saber que ya me dirijo hacia allí. La autopsia de la mujer fallecida debe de haber concluido.

      El pasillo del primer sótano donde se ubica la sala de necropsias está casi a oscuras. Un electricista de mantenimiento, subido al último peldaño de una escalera, trabaja con un montón de cables en el techo mientras mira de reojo mi paso. Traspaso la primera puerta y dos cadáveres me reciben tapados hasta la cabeza, asomando sus pies desnudos. A uno de ellos le faltan dos dedos, el otro es el cuerpo de una mujer joven. Sus uñas están pintadas de un color morado intenso, y una pequeña pulsera dorada abraza su tobillo. Alguien ha olvidado quitársela. Una pequeña luz entra desde la sala de trabajo dando un aspecto tenebroso a la estancia. Oigo el sonido del agua de la ducha al fondo.

      Ramón González, el patólogo que ha realizado la necropsia, está recién duchado. Mientras se seca el pelo me saluda.

      —¡Hola, Ricardo! Ya está el resultado. Lo que habías diagnosticado es cierto. Ha sido un Waterhouse-Friederischen, las suprarrenales estaban totalmente necrosadas. Hacía tiempo que no veía un caso tan brutal. ¡Buen diagnóstico!

      —¡Ya! Para lo que ha servido.

      —¿Qué te pasa? Tienes mala cara.

      —La guardia… —respondo sin entrar en detalles—. Ha sido especialmente dura.

      —Tú sabes que no se podía hacer nada —me dice, tratando de darme ánimos.

      —Sí, lo sé.

      La muerte de la chica me ha desbordado. Ha sido la gota que ha colmado el vaso. Mis problemas vienen desde hace tiempo y aún no encuentro una salida. Debo tomar una determinación, y debe ser cuanto antes.

      —¡Gracias, Ramón! ¿Firmas tú el certificado, o lo hago yo?

      —Tranquilo, ya me encargo yo. ¡Cuídate!

      Apenas he dormido cuatro horas después de treinta y seis en activo. Todos mis fantasmas han aparecido de nuevo. La duda y la ansiedad se están dando un festín con mi espíritu maltrecho, y la soledad de la casa se me cae encima. Necesito un paseo por la playa pero en esta ciudad es imposible ese privilegio.

      Alguien golpea la puerta tres veces con un ritmo inconfundible. Es mi hermana Ana.

      —Hola, hermanito. ¿Cómo te va? —dice, besándome en la mejilla.

      —No muy bien.

      Se sienta en el sofá


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