Secretos, fantasías y realidades. Juan Carlos Andreu Ballester
—¡Bueno, sigo igual! ¿Verdad? —dice sonriendo—. ¿Y qué es de tu vida? ¿Qué te trae por aquí?
No sé qué decir, e improviso una respuesta.
—He venido a concretar la venta de mi antigua casa.
Miento, y me disgusta hacerlo. No es momento ni estoy en disposición de decir la verdad. Quizá más tarde, otro día.
—No lo sabía, de hecho tengo relación con Luis y no me ha dicho nada.
Luis Alcántara es el inquilino que ha ocupado mi casa desde que mi hermana y yo tuvimos que marcharnos. Buen hombre y mejor trabajador, nunca ha dejado de pagar el alquiler en estos años. Ingresa religiosamente todos los meses el dinero en una cuenta a mi nombre y el de mi hermana, un capital exiguo que no tocamos desde entonces, de común acuerdo, por una complicidad nostálgica.
—No te ha dicho nada porque aún no lo sabe. Vengo a proponerle que compre la casa.
Es una opción para salir del paso. Quiero cambiar de tercio, así que le pregunto:
—Bien, y… ¿Cómo ha discurrido su vida, Justo..?
—Tutéame, por favor. Puedes y debes hacerlo —me interrumpe, y continúo.
—¿Qué fue de aquel revolucionario que se oponía al régimen?
Su cara cambia, y parece que recupera, por unos instantes, aquella imagen que le recordaba.
—Ya no queda mucho de aquel hombre, Ricardo. El tiempo te hace cambiar, nos aburguesamos conforme se nos echan encima los años. Será un acto de supervivencia, o tal vez de hormonas, no lo sé. Las fuerzas y los impulsos ya no son tan intensos. Además, la sociedad ya no es la misma. Ya no hay dictadura, aunque me gustaría decir que existe democracia, por lo menos la democracia que todos soñábamos. Antes teníamos un ideal, un referente en que apoyarnos; sabíamos quién era el enemigo político, si me perdonas la expresión, y cómo había que combatirlo; pero hoy todo está disfrazado, ya no sabes en quién confiar; cualquiera, de derechas o de izquierdas, te puede salir rana; parece que todos hagan la misma política, como si se hubieran puesto de acuerdo, y nos mantuvieran premeditadamente engañados, con mascaradas y falsas disputas, para que creamos que realmente somos libres.
Detiene la conversación para comer un gran bocado de un montadito de tomate con atún y abundante aceite que se le escurre por la comisura de los labios, arrastrándose por los dedos hasta mancharle la manga. Bebe un buen sorbo de vino tinto, y lleva ya varios. Su verborrea continúa.
—¡Me metieron en «chirona»! ¿No lo sabías?
Su cara se congratula de poder contar otra nueva historia que yo desconozco.
—Solo fueron un par de días, pero lo pasé mal. En aquellos días sabías cuándo entrabas pero no cuándo salías, ni cómo. Tuve que soportar la agresividad de uno de aquellos policías, un verdadero cafre que se ensañó conmigo a conciencia; lo hacía con mucho oficio, no me dejó casi ninguna marca, pero mi cuerpo y, lo que es peor, mi orgullo, quedaron muy maltrechos. A las cuarenta y ocho horas, aunque me parecieron muchas más, me soltaron, después de comprobar lo poco peligroso que era para el régimen. Era el método más utilizado entonces, primero golpeaban, después investigaban. Aún sueño, de vez en cuando, con aquella paliza y me despierto empapado en sudor. Todo fue por culpa de don Simón, el joyero, ¿lo recuerdas?
Yo sigo escuchando y asintiendo.
—Dijo a la social que hacía apología comunista en mis sermones, y no sé cuántos chismes más, y que… ¡Bueno! Entre golpe y golpe trataba de hacer comprender a aquellos energúmenos que yo no era culpable de que parte de las enseñanzas de Jesucristo tuvieran algún parecido con el comunismo… ¿O no?
Se echa a reír forzadamente haciendo volverse a los camareros. Por cierto, ya no queda ningún cliente en el bar. Es evidente que, a pesar de su referida pérdida de motivación política, sigue vivo su estímulo ante los temas candentes del momento. Durante más de media hora no para de repasar toda la situación sociopolítica del país. Yo le escucho con bastante pasotismo interior aunque mi cara trate de expresar lo contrario.
Justo habla sin descanso, situación que me produce ansiedad, y yo quiero terminar ya la reunión sin que se note. Pero lo hago muy mal, he mirado de reojo, por segunda vez y de forma imperdonable, el reloj, y él, claro está, lo ha notado.
—Te estoy aburriendo. Estás cansado —afirma.
—Sí a lo último, no a lo primero —contesto.
Ya es más de medianoche. El dueño del bar, un hombre llamado Lorenzo, de facies roja y pletórica y una enorme barriga, está terminando de recoger los últimos vasos, platos y cubiertos mirándonos con cierto desagrado, sin duda, por lo avanzado de la hora. Nos levantamos y siento la carga del alcohol en mi cabeza; he bebido más de la cuenta y no estoy acostumbrado, pero el frío de fuera, mucho más intenso, me va despejando. Dejo a Justo, que también va cargado, en la iglesia, y decido andar hasta el hotel a pesar de que hay un buen trecho. Paso otra vez por delante de mi patio y miro hacia arriba. Allí, en el segundo piso, en mi ventana, una luz tenue se vislumbra a través de la cortina. Pienso en mi padre, sentado en su sillón, leyendo o pensando, apurando un último cigarrillo mientras la casa dormía. Decía que era: «el mejor momento del día, solo para mí». Tengo deseos de llamar pero no son horas. Mañana, o mejor dicho, hoy, será, es otro día.
IV
El teléfono suena extraño. No es el mío. Me cuesta unos largos segundos darme cuenta en dónde me hallo: la habitación del hotel. La voz de la recepcionista me indica, con irritante automatismo, la hora de despertarme. Un ardor intenso sube por mi precordio, el alcohol de la noche anterior me pasa factura. Consigo un antiácido de mi maleta y lo tomo junto con mis pastillas. Mi malestar se calma por momentos mientras me ducho. Alguien golpea la puerta con los nudillos. Salgo de la ducha empapado y alcanzo una toalla para taparme.
—¿Quién es?
—Soy tu hermanita. ¡Abre! ¿O es que no estás solo?
Su tono jocoso me agrada. Es síntoma de su buen estado de ánimo.
—¡Ana! ¿Qué haces aquí?
—Sabía que te habías decidido a venir y me he armado de valor para estar a tu lado. —Su voz se hace más grave.
Le cuento lo sucedido el día anterior, y mi intención de volver hoy a nuestra antigua casa, pero se niega a acompañarme. Dice no estar aún preparada para enfrentarse tan de cerca a sus recuerdos. La expresión de su semblante se transmuta en la viva imagen de la pena. Ya sé lo que está recordando: ahí, dentro de su cabeza siguen encerrados el dolor y la desesperanza, prisioneros en una condena que se hace demasiado larga y que merece ya un indulto que los libere de tan injusta sentencia, pero no quieren o no pueden emerger y evaporarse, para devolver a mi hermana su feliz inocencia, su paz.
El día que fallecieron nuestros padres, volvía del colegio con dos amigas, corriendo y riendo, llena de energía, ilusionada con el proyecto del viaje por el final del curso. Entró en casa como siempre, revolucionándolo todo con su alegría. Allí estábamos abatidos mis tíos, un par de vecinos y yo. Una voz fría y sin sentimiento nos acababa de dar por teléfono la terrible noticia. El silencio y nuestro rictus la alertaron de que algo no iba bien, que alguna tragedia se había cebado con la familia. Ella no quería preguntar, como si no quisiera saber lo que de hecho ya intuía. Gritaba llamando a nuestra madre para contarle las últimas noticias del futuro viaje, le hablaba como si estuviera en la cocina preparando la comida, ignorando a propósito nuestra presencia. Mi tío Manuel tuvo casi que gritarle para detener su agitación: «Ana, tengo que decirte algo». Pero ella no paraba de moverse y de hablar. «Por fin nos vamos a Paris. Papá tendrá que rascarse el bolsillo, la venta de lotería no me llega ni para la mitad… Dicen que llueve casi todos los días». Al fin, la cogí del brazo con fuerza: «Ana, los papas…». Me apartó bruscamente el brazo: «Déjame, me haces daño. No quiero saber nada. No me lo digas». Se iba poniendo agresiva por momentos, su jolgorio se transformaba en preludio