Secretos, fantasías y realidades. Juan Carlos Andreu Ballester
distribuidor, todo en uno.
Esa entrada, en mis noches de infancia, había sido una herramienta para intentar superar mis miedos. Le tenía pánico a la hora de dormir si no lo hacía antes que los demás, pues las tinieblas se apoderaban de toda la casa, y los fantasmas aparecían en mi imaginación. Tan solo el tragaluz, en la parte superior de la puerta, me devolvía algo de paz cuando algún vecino rezagado entraba, ya entrada la noche, en la escalera, y activaba el interruptor para poder iluminarse. Así, noche tras noche, aquello se convirtió en una angustia que no estaba dispuesto a soportar más, y decidí combatirla enfrentándome a la oscuridad y sus misterios con toda mi valentía infantil.
Una madrugada, en la que todos dormían ya, decidí que sería mi última pesadilla. Armándome de valor, descalzo y con un escalofrío estremecedor, me levanté de la cama y me coloqué de pie en medio del pasillo, a oscuras, con los ojos abiertos. No duré ni un minuto, pero fue el minuto más largo que recuerdo. Salté sobre la cama y me tapé hasta la cabeza. Decidí que aquellas no eran maneras de convertirme en un hombre, por lo menos en aquel momento.
La cara de Alcántara sigue confusa cuando salgo de mi memoria. Me hace pasar a la salita de estar, a la izquierda, donde siempre había estado. El temor a que hubiera cambiado desaparece al ver la vieja bouaserie que oculta toda la pared izquierda, el resto ha sido vuelto a decorar salvo el mismo sillón orejero donde se sentaba mi padre, y donde yo lo hacía imitándole a hurtadillas.
—¡Qué gran sorpresa, Ricardo! ¡Hace tanto tiempo que no nos vemos! Parece que estoy viendo a tu padre. ¡Te pareces tanto!
Mi padre fue un gran amigo de Alcántara. Sufrieron y sobrevivieron juntos a la guerra. Trabajaron después en la misma empresa, y su fiel amistad estaba fuera de toda duda. Aunque varios años menor que mi padre, su unión fue siempre excelente, en buena medida porque siempre seguía la estela de mi progenitor, que era el que llevaba la voz cantante. Pasaron juntos muchas experiencias en la guerra, de la que hablaban poco. Solían decirnos, ante nuestra insistencia en que contaran aventuras de la contienda: «Que no tengáis que pasar nunca una guerra». Queríamos mucho a don Luis e incluso le llamábamos cariñosamente «tío».
Era un ser algo introvertido y serio, pero nos quería. Éramos toda su familia, pues la suya falleció al completo en un bombardeo mientras se encontraba en el frente de Extremadura. No se casó jamás y su cónyuge era la empresa, a la que dedicaba todo su tiempo y energía. Se le conoció alguna futura esposa, pero siempre la despachaba cuando el compromiso era inminente. Así pues, permaneció soltero, con sus libros de la guerra civil que coleccionaba con afición.
Cuando mis padres murieron, fuimos a vivir con mi tía Clara, la hermana menor de mi padre. La casa permaneció cerrada durante algún tiempo, aunque nos refugiáramos en ella cuando la nostalgia nos invadía. Ana y yo íbamos juntos. Ella se acurrucaba en la cama de mis padres, decía que podía aún oler las sábanas impregnadas con su perfume. Yo, en el despacho, me sentaba en el mismo sillón orejero que me acoge ahora.
Mi tía, años más tarde, le propuso a Luis el alquiler de la casa familiar, algo que aceptó de sumo agrado ya que no disponía de casa propia. Además, el cambio de residencia le supuso una mejoría en coste y calidad.
—¿Cómo estás, Ricardo? ¿Y tu mujer?
—Mi mujer bien. Nos separamos hace cinco años.
—Lo siento. ¿Tenéis hijos?
—Dos. Un chico y una chica. Ya están en la universidad.
—¿Sigues en el hospital central?
—Sí, allí me jubilaré casi seguro.
—Me acuerdo mucho de vosotros, aunque apenas nos veamos, y sobre todo de tu padre. —Su rostro se ensombrece con un gesto de seriedad.
—Lo sé —contesto.
—Perdí un gran amigo, quizás el único verdadero que he tenido.
Hablamos de algunos recuerdos de antaño, muchos de ellos más de él que míos. Le pregunto por algunos de nuestros vecinos, en especial por ella, mi vecina de arriba, mi compañera de juegos infantiles, Susana.
—Ya no vive aquí, no sé de ella desde hace diez años. Sé que Maruja, su madre, murió; me lo dijo su hermano, coincidí con él en un supermercado y charlamos un rato. También sé que se casó, pero…
Susana forma parte de los recuerdos más hermosos de mi niñez y adolescencia. Solíamos jugar juntos en mi casa o en la suya desde muy pequeños, casi desde que tengo uso de razón. Éramos como uña y carne, y también como aceite y agua. En un instante no podíamos pasar el uno sin el otro y al siguiente nos estábamos maldiciendo para no volver a vernos más. Aún la puedo ver en Navidad, con sus rizos de oro, hurtándome, con un disimulo ingenuo e infantil, alguna pieza de mi belén, y después enseñármela, colocada en el suyo, como si nunca me hubiera pertenecido. Nos hicimos adolescentes juntos y cuando llegó el momento, y nuestras hormonas subieron de nivel, sucedió lo inevitable. En una tarde de primavera, en las ruinas de un viejo caserón de una huerta cercana, destruido en la guerra por una bomba destinada a la estación de trenes, conocimos juntos y por primera vez las delicias y pasiones del primer amor, algo que jamás revelamos.
Alcántara me devuelve al presente.
—¡Bueno, bueno! ¿Y qué te trae por aquí?
Bebo un sorbo de ese whisky barato, que no me he atrevido a rechazar, y que me está sentando fatal. Dejo el vaso algo alejado y Luis se percata de mi desagrado. Hace ademán de levantarse para traerme otra bebida, pero le indico que no. Voy al grano.
—No sé por dónde empezar, y quizás le parecerá extraño pero… Quisiera algo mío que está en esta casa. —Luis frunce el ceño mientras se deja caer en el sillón enfrente de mí.
—¿Qué puede haber tuyo en esta casa después de tantos años, además de la casa en sí, claro?
—Algo que está, o debe de estar, en esta biblioteca y que tiene un gran significado para mí. Una de las tablas de madera de esa librería, detrás de aquellos libros, en la esquina, esconde una pequeña caja tras de sí.
Se retuerce en el sillón mirando hacia el rincón, cambiando el cruce de sus piernas, con una forzada sonrisa que más bien parece un rictus. Se hace una pausa en nuestra conversación. Ninguno de los dos sabe cómo continuarla. Su incomodidad me incomoda a mí, aún más de lo que ya estoy. Tras una larga conversación, en la que vuelvo a mentir sobre la verdadera razón del significado de aquel objeto, logro convencerle de que me deje levantar aquella tabla. «¿Seguirá allí?». Retiro los libros, con sumo cuidado, bajo su atenta mirada, y presiono el panel. Al tercer intento cede; y sí, la vieja caja sigue allí. Luis queda absolutamente mudo y confuso.
—Parece imposible que en todos estos años no haya reparado en eso —dice Luis, mientras se sirve otra copa. Y la verdad es que, de pequeño, era un verdadero lince escondiendo cosas, y aquella pequeña caja estaba muy bien encubierta.
—Don Luis, me gustaría que esto quedara entre nosotros. No me apetece mucho que se sepa, ni que la gente pueda empezar a chismorrear. —Me estoy acordando de la mentira dicha a Justo el día anterior.
—No te preocupes, tu secreto seguirá bien guardado, como hasta ahora. ¿Ya no me llamas tío? —me contesta, con aire de complicidad. Leo en su cara las ganas de preguntarme sobre el contenido de la caja, pero la prudencia supera a su curiosidad. No me quedo muy tranquilo, pero ya tengo todo lo que he venido a buscar. ¡Bueno, casi todo!
VI
Corro impetuoso por el camino hacia el viejo caserón de detrás de mi casa, bordeando la acequia, aplastando sus matorrales, mojando mis zapatillas y llenándolas de barro, en aquella primorosa primavera con aromas a jazmín y azahar, con sonido de pájaros enamorados, con sabor a deliciosas esperanzas. El viejo castillo de juegos infantiles, santuario de épicas hazañas, solitario en medio de la huerta, me llama a su encuentro. El corazón late impetuoso en mi pecho hasta notarlo con toda su fuerza en la garganta. Mi respiración agitada, mi impaciencia, me impiden coger aire