Secretos, fantasías y realidades. Juan Carlos Andreu Ballester
juntando nuestras mejillas, algo que siempre me consuela y que mi soledad precisa como el respirar.
—¡Necesito dormir un rato! —me dice, cambiando nuevamente el semblante.
Se recuesta sobre la cama y se queda dormida como cuando era niña, con su dedo pulgar en la boca, acurrucando sus rodillas sobre el vientre. La cubro con la colcha, con cuidado de no quebrantar su sueño. La observo con amor, amor de hermano. ¡Qué haría yo sin ella! Me abrigo a su lado.
VIII
Una alfombra verde de césped húmedo y fresco se extiende bajo mis pies desnudos. Floto sobre él sin peso alguno. Los olores y los colores son percibidos con embriaguez. Las cataratas fluyen por las montañas lejanas como armónica música de fondo. Sus aguas, ya desbravecidas, se me acercan en pequeños riachuelos serpenteantes escapándose por el valle.
A mis pies, las aguas espumosas que han roto a mis espaldas desde la orilla de un inmenso y cálido lago, me advierten su presencia y su paz. Un arroyuelo trasluce sus pepitas de oro, bedelio y piedra cornerina. Su sabiduría y eternidad son infinitas. El bien lo domina, el mal no existe.
Olivos de bohemia me escoltan y acarician con sus hojas lanceoladas verdes y plateadas. Los pedúnculos de sus flores amarillo limón, algunas solitarias como yo, aroman mi olfato. Árboles del paraíso que han enraizado solo un poco, entrando lo suficiente en la tierra, sorbiendo su alimento para volver a salir y no perderse la vista de aquel edén.
Los animales paciendo, retozándome sus lomos, me comunican sus emociones y su libertad. Son felices al igual que yo. Una pequeña cría de ciervo, rojiza, con manchas blanquecinas afiladas, se me aproxima temerosa. Sus ojos tristes parecen dejar escapar una pequeña lágrima y no entiendo por qué. Aquel hermoso animal está afligido en aquel vergel lleno de vida eterna.
El cielo es el más azul de cuantos jamás pude ver. Su sol, ardiente y cálido, permite mirarlo a la cara sin cegarte. No es quién para romper la armonía del lugar, solo contribuye a relucir su belleza. Algunos pájaros, volando en bandadas, con un jolgorio de cantos, dibujan figuras armoniosas como un castillo de fuegos artificiales. No trinan por colindar su territorio, ni por aparearse, solo lo hacen por placer, por felicidad, porque aman la música.
Camino sin destino alguno, sin ningún propósito, sin ningún objetivo, sin hambre ni sed, ni dolor ni angustia. Mis sentidos, superando los ya conocidos, son infinitos. Percibo la materia y la energía. Todo yo soy materia y energía, las dos en uno. Me siento tan libre y seguro que emprendo el vuelo a mi antojo, acompañando a los pájaros, sin sucumbir a la ley de la gravedad, con lentas y prolongadas brazadas como nadando en el aire, manteniendo mi altura con tan solo un leve impulso de mi pensamiento.
La felicidad me envuelve. ¡Yo soy la felicidad! ¡Soy el conocimiento y la verdad! Las dudas se han acabado, todo el tiempo y el espacio están allí. Es la verdadera existencia, la auténtica y completa gloria, todo lo que el hombre ha querido ser y saber: ¡la verdad y placidez absolutas!
Una mujer, con una sublime belleza, a la que conozco desde la eternidad, sale a mi encuentro una vez más. Con túnica blanca hasta los pies desnudos, largos cabellos lisos y dorados, me mira con la contemplación que deben de regalar los ángeles. No es vieja ni joven, no tiene edad, tan solo es. Es hermosura, es bondad, es alegría, es sensualidad, es amor y paz. Me comunico con ella sin hablar. Siente como yo, y yo como ella. Mi amor y el suyo son uno con todo el universo y está por encima de toda nimiedad. Acaricia al cervatillo que la mira implorando consuelo, recuperando al instante su vitalidad, galopando hacia el resto de su manada.
Voy a comenzar una de tantas conversaciones que sé que van a gratificar mi espíritu cuando…
Me despierto con parsimonia, sintiendo aún ese inmenso bienestar que se desvanece poco a poco, y al que quiero retener sin poder, dejando emerger a la «realidad» que me devuelve al presente: intranquilidad, dudas, angustia. Otra vez me he deleitado con ese idílico sueño, que se repite periódicamente desde mi adolescencia, y que cada vez continúo allí donde lo había dejado la vez anterior, como si fuera una historia por capítulos, empero hace años que no surge de mi subconsciente otro nueva entrega. Siempre quise saber cuál era el verdadero significado de aquella onírica experiencia que me dejaba una sensación agradable por tenerla, y amarga por perderla, y que anhelo el momento de volver a experimentarla pero sin tener que sufrir el agrio despertar. ¡Ojalá el mundo real fuese ese! ¿O quizá lo fuese, y este tan solo es una pesadilla de la que algún día despertaré para no sufrirla jamás?
Mi hermana ya no está, son las seis de la mañana, y amanece. He dormido muchas horas, lo que no hago desde hace meses. Decido acudir a ver a Justo otra vez, puede que sepa algo de Susana.
El día es cálido y soleado al contrario que sus antecesores. Apetece caminar con tranquilidad, dejándose llevar por la curiosidad, reparando con más meticulosidad en los detalles. Sigo sintiéndome extranjero en mi tierra. Los mismos chinos ociosos del primer día continúan en la misma aburrida posición; hay más afluencia de gente nativa pero siguen siendo extraños para mí. La pequeña calle perpendicular a la mía, que conducía antaño a la acequia, se ha convertido en la entrada a un parque, justo donde se encontraba el viejo castillo de mi primer amor. Los niños corretean por él, sus madres los vigilan distraídas a ratos por la conversación de otras madres. Un anciano apoya su barbilla en un desgastado bastón oteando todo a su alrededor, dejando pasar el tiempo, su poco tiempo, con serena despreocupación. Todos ellos ignorantes de las vivencias y sueños que esconde aquel lugar.
El gorgoteo de mi estómago me recuerda que no he desayunado, y no me apetece volver a ver a aquel seboso que nos sirvió la otra noche a Justo y a mí. No sé si aún estará la antigua panadería, dos manzanas más allá, a la que mi madre solía enviarme a comprar el pan todos los domingos. Algo que me producía una sensación agridulce, pues no podía soportar las largas colas que se formaban por su bien merecida fama. Lo único que me animaba era ver a la dueña, una mujer de mediana edad, no muy bien parecida, pero con grandes atributos tanto delanteros como traseros, y a los que ningún hombre les hacía feos, y menos yo, en plena efervescencia adolescente. Ella tampoco hacía nada por ocultarlos, y en verdad que yo lo acusaba con gran turbación cuando me decía: «¿Qué quieres, bonito?». Era mi habitual erección dominical. ¡Ya! A primera hora de la mañana, como desayuno. Terminaba sintiéndome algo culpable por tener aquellas emociones prohibidas.
Y sí, aún permanece allí, aunque muy cambiada y con otros dueños. Sigue muy concurrida, la pinta de los pasteles no está mal, y espero mi turno. Siento la presencia de una mujer a mi izquierda y la miro de reojo. Me es familiar su cara. ¡Y tanto que lo es! Es Susana. La miro sin disimulo pero sin abordarla, prefiero que sea ella la que gire la cabeza y ver su reacción. ¡Qué guapa es! Aún permanece en ella toda su belleza. Nota de reojo mi insistente mirada, y creyendo sin duda que debo de ser un pelmazo, no se atreve a mirarme. Es más, gira algo su cabeza expresando su desaprobación. Pide un «susú», su pastel preferido, y sale dándome la espalda a conciencia. La sigo hasta la calle y voy tras ella sin atreverme a decirle nada; quiero saber, con malicia, cuál es su reacción ante su supuesto acosador anónimo. Su paso se acelera girando la cabeza para mirar de reojo, cruza la calle con prisas y obliga al brusco frenazo de un coche que la sobresalta. No debo seguir con aquel juego.
—¡Susana! —le grito. Duda un momento, y por fin se gira permaneciendo petrificada, arrugando sus ojos para distinguir mejor a quién está creyendo reconocer y cerciorarse de que soy realmente yo. Por fin, me ha reconocido.
—¿Ricardo?
—Sí, soy Ricardo. ¿Tanto he cambiado?
Nos acercamos hasta casi rozarnos, nos miramos con detenimiento, sin hablar, con incredulidad, con alegría. Su mirada azul permanece deslumbrante; sus rizos tal y como eran pero con un tinte algo más oscuro; su cuerpo, con unos pocos quilos de más, sigue siendo espléndido. Mi corazón late como no lo hacía en años, con ese palpitar de adolescente ante la primera emoción sensual y, sin duda, el movimiento de su tórax me hace saber que el suyo también. ¡Aún hay química!
—¡Qué guapa estás!
—¡Gracias! Tú sigues igual de atractivo.