Secretos, fantasías y realidades. Juan Carlos Andreu Ballester
sabor ha cambiado pero no su olor que me transporta por unos instantes al viejo castillo de nuestra pubertad y la playa que fue testigo de nuestros posteriores encuentros. Se hace un pequeño pero eterno silencio mientras nos miramos, rompiéndolo ambos a la vez:
—¿Qué es de tu vida?
—¿Vives por aquí aún? —le pregunto.
—No, vivo en la playa, pero acudo aquí de vez en cuando a comprar pasteles, siguen haciendo los mejores «susus» de la ciudad. ¡Bueno! Tal vez sea que siguen sabiendo igual que entonces. Los hijos de los antiguos dueños no han perdido las buenas costumbres.
—¿Y tú, sigues en Madrid?
—¡No, ahora estoy aquí! ¡Es broma! Sigo allí pero he venido a tramitar unos papeles; quizá me quede unos días. ¿Tienes prisa? ¿Tomamos algo?
Mira su reloj y me contesta afirmativamente. Tiene cosas que hacer pero pueden esperar. Acabamos en el único sitio donde no quería entrar, en el bar del seboso, pero era el único local decente donde se podía tomar algo, además es ella la que me introduce sin darme cuenta. De todos modos eso no es lo más importante. Saluda al obeso dueño con cordialidad:
—¡Hola, Lorenzo! —Se quita su chaquetón y puedo ver su bien conservada figura, ronda los cuarenta y cinco y sigue siendo muy atractiva. Se mueve con algo de timidez y nerviosismo, hace bolas con los trozos de una servilleta de papel que ha ido rompiendo a estirones. En un movimiento involuntario, tira el vaso con zumo de naranja que le han servido.
—¡Qué torpe estoy!
—¡Dime! ¿Te casaste? —pregunto, mientras tratamos de asear juntos aquel desaguisado. El dueño se acerca, con su habitual cara de pocos amigos, a empapar el líquido vertido; un olor a sobaco se cruza por mi nariz. «¡Menudo guarro!».
—Sí, pero me separé hace tres años —me va diciendo.
—¡Lo siento! Ya somos dos.
—¿Tú también? —contesta, sin la menor sospecha de tristeza.
—Sí, hace un año, más o menos.
Hablamos de su hijo, de los problemas que se presentan en su educación y lo difícil que es acertar con el método más adecuado para sobrellevar, junto con él, esa difícil etapa de la adolescencia. Su hijo de dieciocho años que estudia en Barcelona y parece que se está distanciando cada vez más de ella.
—Solo se acuerda de mí cuando tiene problemas de dinero —me dice con resignación—. Sufro mucho cuando pasan los días y no llama; no me atrevo a llamarle por no hacer que se sienta acosado o mimado. ¿Y Ana? ¿Cómo está? ¡Cuánto hemos jugado los tres juntos!
—¡Bien! —contesto sin más.
Estoy deseando hacerle la pregunta pero no encuentro el momento:
—¿Sales con alguien? —me sonríe sin contestar. Va a decir algo y se detiene mientras medita su respuesta:
—Estoy saliendo contigo —dice mientras ríe—. No, no salgo con nadie. —Deja de reír—. La verdad es que ahora comienzo a asimilar mi soledad, y aprendo a vivir con ella. Me da miedo comenzar una nueva relación. Ahora que lo pienso, hace tiempo que huyo de los hombres, sois tan… Tan dañinos.
Me mira fijamente a los ojos al pronunciar esa aseveración. Debe, sin duda, de guardarme rencor. Me asusta la respuesta de lo que ansío y temo preguntarle pero debo hacerlo.
—¿Te hice mucho daño? —pregunto con algo de temblor en mi voz que no sé si ella ha notado.
—¿Tú qué crees? —Hace una pequeña pausa, que se me hace eterna. Siempre me incomodó que me contestaran con una pregunta a la mía, aunque fuera esa una de mis artimañas favoritas para llevar a mi terreno una conversación. Sin embargo reflexiona para facilitar, o quizá inducir mi respuesta.
—Si después de ser el hombre que despertó mi sexualidad, el que más he querido y por el que me volví loca de pasión, te vas de mi lado sin despedirte y sin tan siquiera escribir una carta o hacer una llamada. —Hace una pausa para recuperarse de su enojo que, de forma inconsciente, la estaba dominando.
—Sí, me hiciste mucho daño, aunque no te guardo rencor. —Recupera una leve sonrisa azul y tierna para seguir hablándome.
—Aún me queda nuestro castillo y la playa y tú siempre estarás en él, siempre serás mi caballero azul, mi príncipe.
Me quedo empapado de sus palabras, pagado de su mirada, embelesado de toda ella, y no sé qué decir. Todo lo que pudiera expresar, y es considerable y profundo, parecería una disculpa, un tratar en vano de arreglar las cosas, una falsa imagen de volver a empezar, aunque estuviera deseándolo: volver a aquel castillo y retomar mi espada, mi caballo y mi armadura para deslumbrarla como en aquellos días. Volver a aquella playa, en aquel cálido verano, en el que nos bañábamos juntos, desnudos nuestros cuerpos, y donde contemplábamos las estrellas, apoyando ella su cabeza en mi hombro, notando su amor. Esos recuerdos siempre me acompañaron desde que dejamos de vernos.
—Todo sucedió muy rápido, Susana. La muerte de mis padres, el vacío que nos dejaron. Toda nuestra vida cambió. Mi hermana y yo tuvimos que irnos con mi tía en cuestión de días y… No podía pensar en nada ni en nadie, aunque siempre has estado en mis pensamientos.
—Sí, demasiado rápido. Y yo me casé… —No acaba la frase, bajando los ojos y clavándolos en la mesa.
—Pero te enamoraste y te casaste —le digo, casi corrigiéndola.
—¿Enamorada? —dice con una leve sonrisa triste, clavando los ojos en mí—. ¡El amor me lo deje en aquel castillo y en aquella playa hace muchos años, y allí se quedó! —sentencia.
Acaricia el dorso de mi mano con su dedo índice con suavidad, recreándose en su gesto, erizándome desde la caricia hasta la nuca. Retira su mano, no quiere seguir por ese camino, tiene dudas, se rebela contra su voluntad, contra sus recuerdos.
—Tienes miedo de seguir, ¿verdad? ¡Aún me sigues queriendo!
—¡Eres malo! —dice, entornando los ojos, con una leve sonrisa pícara y sensual—. ¡Tengo miedo! Tengo… Tengo que irme, Ricardo. —Mira su reloj y se levanta.
—¿Dónde te puedo localizar?
Se queda parada ante mi pregunta sin saber qué decir.
—Estás jugando con fuego y… El que juega con fuego se puede quemar.
Hace una pausa y se va hacia la puerta. Ha tomado una decisión. Bebo de un trago mi cerveza y me siento abatido; al momento, deposita su tarjeta de visita delante de mí.
—¡Toma, tonto!
Me vuelvo, y ya casi está saliendo por la puerta. Aquello me devuelve la sonrisa.
IX
Me dispongo a pagar la cuenta cuando entra Justo, con gran alarde de popularidad y simpatía, correspondida por todos los parroquianos. Le saludan como a un hombre famoso, y se le ve orgulloso. Se dirige hacia mí en cuanto se percata de mi presencia:
—¡Hombre! ¡Don Ricardo! —exclama, casi grita. Todos los presentes me escrutan con curiosidad.
—¿Sabes quién es este hombre? —se dirige a Lorenzo—. Es el hijo de Enrique Reyes, el que vivía en el número 60, tiene una hermana guapísima, Ana, una chica rubia con ojos claros. —La cara de Lorenzo ni se inmuta, parece como si Justo le estuviera hablando en chino, pero no porque no sepa lo que le trata de recordar el reverendo sino porque no tiene otra expresión en su cara, solo ese rictus de vinagre amargo y caduco. Justo insiste ante la falta de confirmación de Lorenzo.
—¡Che, sí! El dueño de la empresa en que trabajaba tu padre. —Ahora su cara se irrita más mientras me mira fijamente—. ¡Además su padre fue jefe del tuyo!
Habla como si costara dinero pronunciar una palabra:
—No