Secretos, fantasías y realidades. Juan Carlos Andreu Ballester

Secretos, fantasías y realidades - Juan Carlos Andreu Ballester


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por los brazos para tratar de cobijarla en los míos. Se tapó los oídos cerrando con fuerza los ojos, silabeando incoherencias como cuando, siendo niños, discutíamos, y ella, profiriendo el último insulto, no quería oír mi siguiente injuria. Del intento de abrazo pasé al zarandeo elevando aún más la voz: «Los papas han muerto», dije casi sollozando. Paró en un instante su infantil comedia. Su mirada me atravesó como si quisiera fulminarme y el histerismo se apoderó de ella. Exhaló un grito, y un par de bofetadas, casi puñetazos, con las manos medio cerradas, me sacudieron en ambas mejillas, primero la derecha y luego la izquierda, y entre medio su bramido: «¿Por qué? ¿Por qué me lo has dicho?». La explosión del llanto no tardó en asomar, continuó y cedió poco a poco ciñéndose inconsolable a mi cuerpo. El duelo la envolvió, se hizo su amigo y permaneció con ella más de lo necesario, aunque a día de hoy la deje tranquila de cuando en cuando para volver a acercársele con su nociva compañía. Después vinieron los psiquiatras, los psicólogos, las pastillas; pero como ella siempre me dice: «Mi mejor terapia eres tú, y tu regazo».

      Ana siempre había sido una chica feliz, nació para serlo. No había querido crecer ni madurar. Veía el mundo de color de rosa, y se negaba a reconocerlo de otro color. Su existencia empezaba y terminaba en un cuento de hadas para retomar otro cuando aquel ya no la mantenía ilusionada. Sin embargo, ese era su gran atractivo: te contagiaba su fantasía y felicidad, incluso, a veces, llegabas a creer, por un radiante y maravilloso instante, que su mundo era real.

      Era incapaz de aceptar el mundo existente, aunque no le afectara directamente. Si alguna noticia triste del lugar más recóndito del mundo se contaba por radio, o era narrada por algún fatalista vecino, la sorprendíamos tapando con disimulo sus oídos para no escuchar. No quería que nada la apartara de su mundo, que no sufriera su luminosa sensibilidad. Cuando alguna vez ocurría un hecho luctuoso, lo ignoraba con una actitud irreal y fuera de toda lógica.

      El día que falleció mi abuela materna, todos quedamos muy tristes, más aún al ver el desconsuelo de mi madre, a la que nunca habíamos visto llorar así, con aquel pesar inconsolable. Pero ella, evitando deliberadamente el duelo, se comportaba como si nada hubiese pasado. Hablaba de los planes para las próximas fiestas, de los trapitos que se iba a poner, de las amigas con quienes iba a salir. Se llevó la recriminación de algún familiar ante su conducta pero ella hacía oídos sordos a sus reproches.

      Pero la realidad la alcanzó de golpe, demasiado bruscamente, aquel día de otoño en que golpeó al mensajero del mundo real, a mí, a su hermano, a la persona que más quería después de su padre, como un violento cambio de temperatura, como si pasara del trópico al polo en un segundo.

      Ana sale de su prisión por un momento:

      —¿Y tú, cómo estás, hermanito?

      —No preguntes.

      —Entonces me quedaré aquí esperándote. No pienso dejarte solo con tus tormentos. He cogido una habitación en la misma planta. No notarás mi presencia salvo cuando la necesites. ¡Bueno, quizá vaya de compras!

      —Bien, como quieras. Y tú, ¿cómo andas? —le pregunto, mirándola a los ojos.

      —A ratos bien, a ratos mal. Me refugio en mis libros que me devuelven las fantasías y me levantan el ánimo. Mientras leo soy una de las protagonistas de alguna historia de príncipes y princesas, como cuando éramos niños, ¿te acuerdas? —Hace una pausa—. ¡Cómo me acuerdo de aquel castillo, Ricardo! ¡Cuánto daría por volver a aquellos años! Me regalabas todos los años, por mi cumpleaños, una hermosa rosa blanca del rosal de la señora Fernández, la viuda. Yo soñaba que algún día, cuando dejaras de hacerlo, sería porque mi príncipe azul me la diera con una sonrisa de amor relevándote de ese trabajo que ya has descuidado hace años.

      —Tienes que recordarlos con cariño, sí, pero debes asumir la realidad. —¡Valiente consejo viniendo de mí!—. Y te prometo que el próximo cumpleaños tendrás la rosa blanca más hermosa que jamás hayas visto. —Me da un beso.

      —Voy a deshacer las maletas y dormir un poco. Ya nos veremos. —Se va. Me agrada tenerla cerca en estos momentos, no solo por mi bien sino por el de ella.

      V

      Otra vez estoy ante mi portal. Un joven oriental, a la puerta de su tienda, me mira con curiosidad e insistencia. Parece estar aburrido, y es natural; su tienda, con grandes cantidades de ropa barata amontonada, está vacía. Un par de chinitas miran hacia la calle, sonrientes y sentadas en unos pequeños taburetes, esperando que algún cliente entre en el local, algo que parece muy improbable por lo deslucido del mismo.

      Llamo al timbre de mi antigua casa y una voz disfónica y familiar de hombre me contesta.

      —¿Quién es?

      —Hola, buenas tardes, soy Ricardo Reyes. ¿Luis Alcántara?

      —Sí. ¿Ricardo? —pregunta, extrañado. Tarda algo en contestar—. ¡Sube, sube!

      Subo uno a uno los peldaños de aquella escalera que tantas veces subía de dos en dos en mi infancia. Luis Alcántara me espera en el descansillo con la puerta entreabierta. Aquella puerta, que encerraba tantas vivencias tras de sí y que de otras tantas nos escondía, sigue teniendo su tragaluz en la parte superior.

      Una de esas experiencias se hallaba escrita en aquella raja vertical que la atravesaba hasta su cintura, pero que no había logrado doblegar su robustez. Fractura infligida por el golpe de un vecino beodo tratando de traspasarla para agredir a su mujer. Abnegada y desesperada mujer, como tantas otras de su época, que esposada no solo por su matrimonio sino también por los prejuicios y costumbres de la época, aguantaba con resignación cualquier ultraje, sin otra oposición que la puramente encaminada a evitar su aniquilación física, pues la psíquica ya había sido exterminada hacia años. Rosario, que así se llamaba, huía, como otras veces, de una de las tantas palizas que le propinaba su marido, pero aquella vez asestada con especial saña. Llamaba a todas las puertas implorando auxilio entre gritos y sollozos que le ponían a uno los pelos de punta, y más ante el silencio de fondo que reflejaba las morbosas y cobardes escuchas de todos los vecinos tras de las puertas cerradas a cal y canto. Pero la ayuda era denegada una vez tras otra, hasta que mi madre, en un acto de valentía que me sorprendió y conmovió sobremanera, se la ofreció abriendo nuestra casa, cogiendo a doña Rosario y cerrando en un abrir y cerrar de ojos cuando la pobre mujer casi era alcanzada.

      Mi madre salió al balcón para alertar de la situación a nuestra vecina de arriba, Maruja. Aquella llamó a su marido para que fuera a tratar de resolver el problema. Era como enviar a un cordero al matadero. El hombre de Maruja, de poca personalidad y más bien enclenque, se armó de valor y con artimañas dialécticas nunca conocidas por nosotros, y ante nuestro asombro, convenció al borracho para que desistiera de su empeño, llevándoselo escaleras abajo. Aquel pobre ser no consiguió su objetivo aquella vez, más mi puerta, a pesar de los innumerables golpes que recibió y aguantó sin dejarse vencer, pagó el precio de tan noble servicio con una cicatriz para siempre. ¡Bendita cicatriz!

      Mi padre escuchó esa noche la explicación detallada de los hechos de boca de mi madre con un aparente desinterés que nos desconcertó a todos. Tan solo dijo, sin apartar la mirada del televisor: «No pasa nada, mañana lo solucionaré». Por la mañana vi, desde la ventana, cómo mi padre esperaba en el portal del individuo en cuestión. Este, al verlo, quedó paralizado esperando alguna agresión. Mi padre lo cogió del brazo y lo introdujo en el porche, pero no lo suficiente, pues aún podía verles. No oí, lógicamente, lo que mi padre le dijo, pero bastaron un par de minutos para que aquel suceso no volviera a suceder, y su mujer jamás fuera agredida de nuevo, o por lo menos no nos enteramos de ello. Mi padre no comentó nunca aquel encuentro.

      —¡Ricardo! —exclama Luis al verme.

      Los años se han cebado en su cuerpo, que ha desmejorado mucho después de la última vez que le vi. Hombre alto y enjuto pero siempre erguido, ya no mantiene su postura, se encorva como los árboles ancianos que van buscando la horizontalidad del suelo como queriendo volver al lugar de donde nacieron. En sus ojos, aunque con párpados arrugados, sigue permaneciendo esa expresiva serenidad que le caracterizaba.


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