Secretos, fantasías y realidades. Juan Carlos Andreu Ballester

Secretos, fantasías y realidades - Juan Carlos Andreu Ballester


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acariciándome el pelo.

      —¿La guardia o tus fantasmas?

      —¡Ana! Tengo que salir de este infierno y no sé cómo hacerlo.

      —Sí que lo sabes —afirma con seguridad—. La salida está en nuestros recuerdos.

      —¿Qué recuerdos? —pregunto, anhelante de una respuesta a mis males.

      —Nuestros recuerdos de juventud, Ricardo. Los años maravillosos que vivimos felices en nuestra tierra, donde quedaron nuestros seres queridos.

      Quizá Ana tiene razón. La verdad está allí y aunque me dé miedo volver, debo hacerlo.

      II

      Un soplo de aire frío me estremece todo el cuerpo encogiéndolo dentro de mi abrigo. Hace ya semanas que el invierno, perezoso en presentarse, se regocija en hacerme sentir con inusual dureza que es uno de los más intensos e inclementes de los últimos tiempos.

      Mi paso, pausado y algo cansino, no tiene prisa en llegar, quizás por miedo al encuentro, a los recuerdos, a la nostalgia. Chisporrotea esa lluvia fina que parece caer sin llegar a hacerlo, pinchándote la cara como agujas heladas.

      La pared de la estación, a mi derecha, se me pega al hombro. A mi izquierda la plaza de toros, el coso que sirvió de prisión a los vencidos en nuestra guerra civil. Allí pasó largos meses uno de mis tíos, cuyo único crimen, además de perder la guerra, fue el de ser oficial del ejército republicano debido a su condición de practicante en el arte de cuidar enfermos. Algunas mujeres llevaban, entre ellas mi madre, parte de la escasísima comida de que disponían en aquellos famélicos días inmediatos al final de la contienda, a aquellos desesperados seres. La pasaban a hurtadillas entre las rejas donde se amontonaban los presos con desnutridos cuerpos y aún más desfallecidas almas, sin saber qué suerte les depararía el caprichoso destino disfrazado de chivato encapuchado, quién, con su dedo acusador, dictaría una sentencia de muerte que algunos veían como una salvación ante tan mísera existencia. Mi tío, sin embargo, logró escapar a aquel tormento.

      La acera es estrecha como antaño. A poco que me cruzo con otro viandante se crea un conflicto. No se sabe quién desviará antes su rumbo para dejar libre el camino poniendo en peligro su vida bajando al ruedo de la calzada. Allí los coches vienen de espaldas, acelerados y a traición. Yo procuro alternar la vez: ahora me bajo, ahora no.

      Por un momento necesito refugiarme en algún café, y calmar, con alguna bebida caliente, este frío húmedo que se me cala hasta los huesos. Quizá lo logre con un sabroso y espeso chocolate negro, pero no, no es el momento. Es más fuerte mi impaciencia. Quiero encontrar, aún con la luz del atardecer, lo que he venido a ver.

      Me acerco cada vez más. Estoy a punto de entrar en mi antiguo barrio. Encarrilo la calle con curiosidad, y no conozco a nadie. Me cruzo con extraños, gente inmigrante, la mayoría. Al fin piso mi trozo de calle, o lo que queda de ella, en la que nací y donde crecí, y aunque no parece la mía, la percibo con un íntimo estremecimiento.

      Mi viejo barrio, con fincas robustas de principios de siglo, ya no es el mismo. Algunas de sus fachadas han sido restauradas con poco gusto, otras conservan su antiguo y evocado esplendor. Las barandillas de algunos balcones, de ornamentada piedra, bella en otro tiempo, han sido sustituidas por otras de hierro sin ningún tipo de artesanía. Un grupo de moros se aglutina en una esquina, encogido de frío, hablando el árabe con ese impulso en el acento como si dieran golpes a la voz, como si estuvieran enfadados.

      En el balcón de un primer piso, un sudamericano con cara de ido no deja de observarme. Al poco de llegar a su altura me increpa, levantando uno de sus brazos extendido con la palma hacia abajo:

      —¡Eh! ¡España es la mejor, no hay racismo! ¡Viva España!

      No deja de repetir las mismas palabras, no sé si con ironía o con fanático convencimiento, esperando mi respuesta. Se la doy, de lo contrario no callará:

      —¡Viva! —le digo casi sin mirar, y se calla.

      Un par de compatriotas suyos, por lo menos oriundos de allende los mares, me siguen a pocos pasos, y para ellos, sin embargo, no hay arenga.

      Quiero reconocer algún lugar que no haya cambiado, alguna cara de mis años infantiles, pero no encuentro lo que busco. Falta la lechería de la señora Luisa justo enfrente de mi casa. El bar de Paco, en la esquina, ha dejado lugar a una sucursal de banco. La tienda de ropa de doña Elvira se ha convertido en un videoclub, con una fachada bastante chillona, de un color rojo Burdeos, salpicada de grafitis que alteran de forma lastimosa su entorno.

      Siguen apareciendo extranjeros. Ahora le toca a los chinos y ya he dejado atrás a los africanos más morenos enfrente de la estación. Los amarillos son dueños y señores de mi manzana y de la que enfrenta: «Chin Lu, fabricado en China», «El paraíso oriental», «Todo Chino», y así hasta una decena de tiendas en apenas cincuenta metros.

      La mayoría de los inmigrantes frecuentan las esquinas en pequeños grupos, como si así dominasen no una calle, sino dos. Eso sí, no se entrecruzan las razas, cada cual con la suya; y todos tienen algo en común: miran mi paso con desconfianza, como si yo fuera el extranjero, y quizás tengan razón.

      Por fin alcanzo el portal de mi casa, sellado por una puerta de gruesas rejas, totalmente reformado con paredes de mármol claro. Me asomo, y allí sigue el antiguo cuarto de la portera al lado de la escalera, ahora cerrado y deshabitado. Ya no se estilan los porteros, cuestan mucho de mantener. Un pequeño cuartucho de apenas cinco metros cuadrados donde, sin saber cómo, lograban entrar el matrimonio y los cuatro hijos.

      Miro los nombres al lado de los timbres, ninguno me es conocido, y dudo en pulsar el número cuatro, el de mi casa. Puedo ver, en mi mente, el hogar donde nací y donde viví mis primeros años. En él están mis primeros recuerdos, mis primeros juegos, mis primeras navidades y reyes magos, y también mis primeros fantasmas. Parece increíble que tan poco tiempo haya dejado tanto en mi memoria, y tan nítido.

      Un joven alto y desgarbado, caucásico, me hace salir de mi pequeño trance.

      —¿Sale o entra? —dice altivo.

      Me aparto, mientras aquel pollo pasa mirándome con insolencia como si fuera un intruso. Me voy como si lo fuera, y es que casi lo soy. Alargo mi paseo sin saber muy bien adónde ir hasta que, de pronto, me topo con la iglesia. ¡Y es una visión celestial!

      La vieja parroquia no ha cambiado. Sigue casi igual que entonces, con sus dos columnas flanqueando la entrada, algo envejecidas, desgastadas por el aire, la lluvia, los años y las manos. Al portalón, lleno de grietas, lo han forrado de un metal que ya está abollonado. Sus dos picaportes en forma de ángeles, roídos por el paso del tiempo, usados y oscuros, están tristes y cabizbajos. El friso de piedra, rotas sus imágenes, no deja ver con claridad su representación. Una de las dos hojas del portón, entreabierta, me incita a entrar, así que decido hacerlo y ver.

      La antigua iglesia, para mi satisfacción, apenas se ha trasformado. Tan solo algunos bancos, que no habrían soportado el paso del tiempo, han sido sustituidos por otros de diferente condición dañando de forma lamentable la uniformidad de sus filas. Allí, en un lateral, sigue el pequeño altar de San Nicolás con sus velas encendidas y temblorosas, una por cada asustado examinando que, inseguro de sus recursos, utilizaba como tabla de salvación el día antes de una prueba. Su imagen sigue mirándome como antaño, haciéndome sentir culpable por no haber estudiado lo debido; pero hoy no vengo a pedirle ayuda para un examen. De todos modos le enciendo una vela, esta vez sin nada a cambio.

      Dos ancianas vestidas de negro rezan en los primeros bancos cerca del confesionario, sin duda esperando la hora de descargar su conciencia y sentir la naturaleza benefactora del perdón divino. Lo hacen en voz alta, no solo para ellas y el Altísimo, sino para el resto de su público, queriendo demostrar que son muy piadosas. Un sacristán de mediana edad se arrodilla persignándose delante del Señor al atravesar el pasillo, va encendiendo los velones a un lado y otro del altar mayor con un ritual repetitivo y aburrido pero que domina a la perfección. Miro el reloj: «las siete cuarenta y cinco de la tarde, seguramente la misa de ocho va a comenzar».


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