Secretos, fantasías y realidades. Juan Carlos Andreu Ballester
Justo, el joven párroco que tanto dio que hablar en aquellos finales de los sesenta? Emigrado desde el bajo Aragón, Teruel, irrumpió en nuestras vidas como las rompidas de bombos y tambores de su Semana Santa, haciéndose notar con un estruendo y algarabía que no dejaron impasible a nadie del barrio. Por el clima que lo vio nacer y crecer, continental y extremado, con largos y fríos inviernos, y veranos calurosos, se amoldaba a cualquier circunstancia. Por la misma razón, podía pasar de la aparente indolencia a la más acalorada defensa de sus ideales; y es que, como solía decir con demasiado orgullo a sus tertulianos: «Mi tierra imprime carácter».
Sus ideas liberales no fueron muy bien recibidas por las facciones más reaccionarias de nuestra comunidad: «el cura rojo», le llamaban algunos, «el cura bueno», lo hacían otros, muchos solo «Don Justo». Aunque, vista desde la perspectiva de nuestros días, no sería la primera su mejor definición. Lo que antes era una herejía se convierte hoy en práctica habitual de la moralidad al uso. Como se suele decir, el tiempo pone a cada uno en su justo lugar.
Han pasado ya más de treinta años y muy posiblemente estará a punto de la jubilación. Tal vez haya desaparecido para recluirse en una recóndita selva de algún país africano y formalizarse con sus inquietudes vocacionales expresadas en aquellas largas tertulias en el bar de Paco. Quizá acabó dando clases de teología en la universidad, su gran vocación, o de religión en un pequeño colegio de algún barrio marginal guiando almas descarriadas al buen camino. A lo peor habrá muerto ya.
La campanilla repica y sobresalta anunciando la entrada del sacerdote, y los pocos feligreses que le esperan se ponen en pie. Un viejo cura, alto pero encorvado, con andar patizambo, tambaleándose de un lado a otro, avanza con lentitud hacia el altar mayor. La casulla y la estola ennegrecidas le dan un aspecto descuidado y pobre, posiblemente no tiene a nadie que cuide de él: ninguna «sobrina fiel y devota». Le escolta un jovencito monaguillo, muy bajito, delgado y desaliñado, que sigue su paso fijándose en los pies del anciano para no adelantársele. Al chico le viene grande la sotana, la pisa constantemente hasta el punto de que casi le hace caer. La mirada de reojo del cura le obliga a enderezarse con rapidez para guardar la compostura.
Es de agradecer, para regocijo de mi nostalgia, que, aunque inusual en nuestros tiempos, aquel cura siga conservando las viejas costumbres de hacer misa, con aquellos rituales tediosamente largos para mi inquieta niñez. El monaguillo que, evidentemente, no tiene aún claros los tiempos del ritual, se equivoca una y otra vez a la hora de repicar la campanilla, obligando a los escasos feligreses a levantarse cuando no toca. El sacerdote sale entonces de su pequeño trance para observarlo con el rabillo del ojo, indicándole con un gesto que aún no es el momento. Después mira hacia arriba como implorando al Divino: ¡ya no hay monaguillos como antes!
Otra vez repica la campanilla, y a deshora. Una anciana de la primera fila, sabedora por larga experiencia de los tiempos ceremoniales, exclama con lamento y teatralidad:
—¡Ay, Señor, otra vez!
Siempre me habían resultado bastante aburridas las misas en mi infancia, nunca parecían acabar, pero la media hora de esta ha pasado en un abrir y cerrar de ojos.
Me quedo solo con mis recuerdos durante un largo rato cuando alguien, de pie delante de mí, como en una aparición, me sobresalta.
—Señor, la iglesia se va a cerrar —me dice el anciano cura, ya cambiado del ropaje litúrgico. Miro el reloj de forma refleja: «¡Las nueve y cuarto!»
—Perdone, ya me voy.
Me levanto para salir cuando le observo con atención. «¿Cómo no me he dado cuenta antes?».
—¡Don Justo! ¿Es usted? Soy Ricardo Reyes, el hijo de Enrique, Enrique Reyes. ¿No me recuerda?
Se queda observándome un instante, con sus ojos arrugados, y de pronto me reconoce. Nos damos la mano mientras nos observamos, ninguno de los dos puede creerlo, sonreímos a la vez y nos abrazamos. Por fin, alguien del pasado sigue aquí.
—¡Qué sorpresa, Ricardo! ¿Cuándo has venido? ¿Dónde te alojas? —Me acosa a preguntas.
—Hoy mismo, y estoy en el Hotel Central.
—Ven, acompáñame, cuéntame.
No deja de preguntarme mientras cierra el portón principal de la iglesia y se abriga convenientemente en la sacristía para salir juntos, por una puerta trasera, al frío de la noche cerrada.
III
Nos refugiamos en un bar cercano, con olor a fritanga y humanidad, que yo desconozco como tantos otros lugares de mi barrio. Pedimos unas tapas y, por lo avanzado de la hora, decidimos repetir y terminar de cenar. La conversación transcurre con gran cordialidad y añoranza de tiempos pasados. Me pone al día de algunos de los muchos cambios que han sucedido en los años de mi ausencia: Paco, el del bar, se fue a Alemania tras ser detenido y puesto en libertad, por rojo, color siempre agradable a mis ojos, pero de sonido inquietante en aquellos días. Luisa había transformado su lechería en una tienda de ropa que ahora era regentada por sus hijas sin gran éxito. Y Elvira, tras ser abandonada por su marido, había caído en el vacío de una profunda depresión que la arrastró al suicidio. Hace una pausa, cambia el semblante y me mira a los ojos.
—Aún recuerdo cuando murieron tus padres —me dice—. ¡Qué tragedia! Te fuiste con tu hermana Ana a casa de una tía, hermana de tu padre, ¿no?
—Sí, mi tía Clara —le recuerdo.
—Tenías… ¿diecisiete o dieciocho años?
—Dieciocho —respondo.
—¿Y tu hermana?
—Dos menos que yo.
—¿Cómo está?
—Aún no lo ha superado, pero nos ayudamos mutuamente.
—Debisteis de pasarlo muy mal —afirma. Yo asiento con la cabeza.
Me hace recordar aquel momento tan señalado y trágico de nuestras vidas. Mis padres se fueron de este mundo, de forma súbita, sin avisar, sin despedirse, en un día de otoño, en aquella odiosa carretera por la que jamás he vuelto a pasar. Cada año, cuando las hojas comienzan a caer y llenan las calles, cuando camino oyendo su crepitar a mi paso, cuando los días acortan su luz, una congoja oprime mi pecho. Aún no puedo dejar de sentir aquella sensación de perplejidad y tristeza, aunque el tiempo, con su lento caminar, suavizó algo el intenso y brusco dolor, transformándolo, poco a poco y a traición, en agria melancolía.
Nos dejaron, y su lugar lo ocupó un gran vacío en nuestras vidas. Mi hermana, mi querida hermana Ana, sufrió con especial tormento aquella pérdida, en concreto la de mi padre, por el que sentía verdadera y dependiente devoción, necesitando incluso ayuda psicológica. Aún hoy en día sé que no lo ha superado. Esa melancolía no ha sustituido aún al dolor en su corazón. En cierto modo, desde entonces, nuestra relación fue más intensa. Lo único que la mantiene con ánimos es sentir en mí a su padre. Me da todo el amor que dio y quiso seguir dándole a él. A veces me inquieta y abruma ese traspaso forzoso del testigo, aunque, en el fondo, no procuro con demasiada convicción que desaparezca esa peculiar unión, por algo de egoísmo y, también, por el profundo amor que le profeso. Es, además de mi hermana, la mejor amiga que tengo y mi confidente, con la única persona que puedo hablar sin tapujos, la única que, gracias o a pesar de ser la voz de mi conciencia, me entiende realmente.
Justo ha convertido la conversación en un monólogo, en el que yo tan solo intervengo, mientras abandono mis pensamientos, para asentir o desmentir con la cabeza o con pequeños monosílabos. Siempre le gustó hablar mucho y en eso no ha cambiado. Sus sermones desde el púlpito eran memorables e interminables. Los feligreses esperaban con expectación el momento en que, lento y pensativo, subía las escaleras del estrado para arengarnos más que sermonearnos con un doble lenguaje en el que criticaba entre líneas al viejo régimen. En ocasiones lo hacía con tal sutileza que muchos se miraban entre sí como preguntando lo que había querido decir. Solo unos pocos, y entre ellos don Carlos, nuestro joven médico de cabecera, parecían saber, a tenor de sus encubiertas sonrisas, a qué se refería.