Secretos, fantasías y realidades. Juan Carlos Andreu Ballester

Secretos, fantasías y realidades - Juan Carlos Andreu Ballester


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era un orgullo ser golpeado por singular hombre, y lo era, pero para quién consiguiera ganar la apuesta: soportar el coscorrón sin derramar una lágrima, cosa harto difícil.

      Allí conocí a mi primera profesora: doña Conchita. Mujer muy atractiva y de grandes cualidades, pero con cambios de humor algo exagerados. Pasaba de la más dulce palabra al mayor de los enojos, y lo que es peor, con otra particular y frecuente manera de regañar entre el profesorado de aquellos tiempos: el estirón de orejas. Doña Conchita no había alcanzado la técnica adecuada del capón o no quería estropear sus bonitos y bien cuidados dedos con semejante acto.

      Todos los pequeños de aquella clase estábamos enamorados, como se podía estar en aquella edad, de doña Conchita. Le regalábamos jazmines en un pañuelo de algodón, entre carreras y empujones para dilucidar quién se lo daba el primero, y recibir así su amplia y anhelada sonrisa junto con un beso en la mejilla. Al final del curso, aquella pared del patio de recreo, inundada de tan fragante flor, se quedaba casi desnuda.

      Un mal día en que se me atribuyó una fechoría elaborada por otro compañero, fui pasto de las fogosas llamas del carácter de mi querida profesora: un prolongado y doloroso estirón de orejas me hizo llorar de rabia, no solo por lo injusto de mi castigo sino por de quién procedía: mi idolatrada maestra. Aquella afrenta a mi orgullo y honor me produjo, además del daño espiritual, una pequeña herida en la inserción de la oreja con la cara que se me infectó, y que meses después aún supuraba de vez en cuando, recordándome mi primer desengaño amoroso. Mi madre se encolerizó de tal manera que hizo una visita a mi amada. Jamás me volvió a tocar, pero desapareció esa sonrisa de su rostro cuando me miraba, y ya nunca más volví a sentir el encantador roce de sus labios en mi cara. Muchos años después supe que doña Conchita y don Enrique eran amantes. ¡Tal para cual! No quiero ni pensar cómo serían sus disputas de pareja. ¿Quién ganaría?

      Lo de Sancho es otra historia. «Sancho el ladrón», le llamaban algunos de mis compañeros. Bajito, regordete, y con aspecto indefenso, se acercó a mí buscando una amistad que le negaban reiteradamente el resto de niños. Andaba con una dejadez impropia de su edad; como si estuviese ya agotado de toda una vida llena de golpes y descalabros, como si no quisiese vivirla más. Sus ojos, siempre tristes, parecían agotados de suplicar una ayuda, un porqué ante tanto infortunio. Su voz, ronca como la de los ancianos, era el reflejo de un alma pesarosa que apenas tenía esperanza de renacer. Y yo, apiadándome de aquel desvalido e incomprendido ser, le concedí mi amistad sin reservas.

      Un mal día, me llevé al colegio, a hurtadillas, el reloj de pulsera de mi madre, regalo de boda de mi padre. Yo quería llevar reloj como los mayores: ¡por supuesto! Lo puse en la cartera y no me acordé de ponérmelo hasta que terminaron las clases. En ese momento me di cuenta de que ya no estaba allí, donde lo había dejado, y el terror me invadió. Mi vuelta a casa fue terrible, no sabía qué decir ni qué hacer. Así pasé el día con la ingenua esperanza de que mis padres no se dieran cuenta de su desaparición. Mi madre no se lo ponía casi nunca, salvo en casos señalados, y quizás no se diera cuenta hasta muchos meses después de su desaparición. Una tunda de golpes en las nalgas me despertó a la mañana siguiente, la mano ejecutora fue la de mi padre, la única vez en mi vida que me puso la mano encima.

      El asunto llegó a oídos de don Enrique, quién convocó una especie de juicio sumarísimo con media escuela como testigo para descubrir al culpable de semejante crimen. Aquella aula magna, la más grande del colegio, fue la sala de justicia donde se celebró la vista. Largos y meticulosos interrogatorios que duraron días fueron en vano. Pasaron por el pupitre de los interrogatorios casi todos los niños sospechosos, que no eran pocos, de poder ser autores de aquel robo. Sus antecedentes delictivos los hacían sospechosos; algunos por ser habituales amigos de lo ajeno: lápices, gomas de borrar, y el que más, alguna que otra bufanda; otros, simplemente por su aspecto, compañías, y antecedentes familiares: «el hábito hace al monje», y «dime con quién andas y te diré quién eres».

      Parecía que la investigación no daba sus frutos, y los castigos colectivos se sucedían a diario, ante el silencio del ladrón que no daba la cara. Mientras, mi situación era cada vez más comprometida; por un lado mis padres, por otro el odio que se estaba fomentando hacia mí en toda la escuela.

      Un buen día, el curso de la investigación dio un giro de ciento ochenta grados. La madre de Sancho se presentó a la puerta de la clase en medio de uno de los interrogatorios, cuando uno de mis compañeros, entre temblores y llantos, parecía que iba a confesar, solo por dejar de sufrir el acoso psíquico a que le estaba sometiendo nuestro director. Don Enrique salió al patio con ella, y les vimos hablar durante unos minutos. Ella le dio algo envuelto en un papel blanco. Todos volvimos la mirada hacia Sancho, que agachaba la cabeza, enrojeciéndose por momentos, confesando su culpa. Don Enrique entró con la expresión del que había dictado ya sentencia: «¡Sancho! Vaya con su madre. Queda expulsado hasta nueva orden». Fue lo único que dijo. La madre del reo había encontrado en su casa un reloj que no era suyo; supuso, no sé muy bien si por experiencias anteriores o fruto de un exhaustivo interrogatorio, que aquello había sido obra de su hijo y devolvió a don Enrique lo hurtado.

      Tras dos semanas de encierro en su casa, mi supuesto amigo volvió a las clases. Yo esperaba algún tipo de represalia por su parte, pero fue todo lo contrario. Agachaba la cabeza cada vez que me veía, con arrepentimiento y vergüenza, reconociendo su culpabilidad, sobre todo por haber defraudado la confianza del único que había depositado en él su amistad. Pasaron los años y acabó con sus huesos en un reformatorio. No sé muy bien cuál fue la causa. ¡Pobre Sancho! Siempre pensé que sería carne de cañón.

      Ana me saca me mis pensamientos diciéndome con incredulidad:

      —¿Crees que te va a servir para resolver tus problemas?

      —Ana, no lo sé, pero hace ya tiempo que busco respuestas. No parezco el mismo. Mi mente no deja de pensar, de hacerse preguntas que jamás me había planteado, al menos con esta acuciante necesidad. Me obsesionan la existencia, la verdad de las cosas, por qué son así y no de otra manera. ¡Qué pasa después de la muerte! Estoy empezando a no encontrar aliciente en mi trabajo, no sé si realmente sirve de algo lo que hago, y si es valorado. La vocación, la maldita vocación que colmaba mi espíritu de joven, se me escapa poco a poco; tal vez sea este sistema que hace primar la productividad sobre la ideología, quizá la pérdida de valores en la que vivimos. ¡No sé! ¡Son tantas cosas! Y la angustia no me deja respirar.

      Necesito inspirar más aire pero, en vez de conquistarlo, me vence y me agito, lo ingiero, consecuencia inevitable de la ansiedad que no produce el efecto deseado: suprimir la angustia. Ana se percata inmediatamente de mi estado y trata, con una sutil intervención y olvidándose por un momento de su estado, de separarme de mi ansia.

      —¿Has visto a Susana? —dice, con malévola sonrisa. Se la devuelvo.

      —No, no sé nada de ella.

      Me recuerda algunas anécdotas de antaño con Susana, y reímos.

      —¿Estás más tranquilo? Si quieres me pongo seria y hablamos de temas transcendentales; la filosofía es lo mío, no lo olvides.

      —¿Sabes? Creo que debería haberme cultivado mucho más en esa disciplina. Los científicos siempre hemos opinado que, con arrogante e ilusa vanidad, la filosofía no conduce a ninguna conclusión con garantías de veracidad, y que es utilizada cuando la ciencia ya no da respuestas.

      —¡Hermanito! Deberías saber que eso, que en gran parte es cierto, es, tal como lo has expresado, una afrenta a la que sin duda ha sido y es la esencia del ser humano: el amor por la sabiduría y la búsqueda sin descanso del conocimiento de la verdad. Por lo tanto tu ciencia es producto de ella, y aquella debe seguir recurriendo a esta para seguir subsistiendo. Deberías invocarla con más asiduidad, quizás encuentres más respuestas que en tu ciencia.

      —Probablemente tienes razón, pero no tengo tiempo ahora de comenzar una nueva carrera, aunque te he de reconocer, y no se lo digas a nadie, que llevo más de un año leyendo todo lo que cae en mis manos sobre tu disciplina.

      —¿Y qué tal? ¿Te ayuda en algo?

      —¡Más


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