Repensar los derechos humanos. Ángeles Ródenas
y la lealtad a los vínculos de solidaridad. Mientras el cosmopolitismo extremo resuelve esta tensión interpretando que las obligaciones especiales se basan en consideraciones morales de orden general (reciprocidad, cooperación, confianza, institucionalización, coercitividad, eficiencia en la consecución del bien universal, etc.), muchos de los nuevos cosmopolitas estiman que esa interpretación pasa por alto el aspecto particular que confiere valor a las relaciones concretas y que puede generar obligaciones particulares. En muchos casos ese aspecto se interpreta en términos de actitudes o emociones64. El cosmopolitismo, lejos de ser el nombre de la solución al conflicto entre requerimientos éticos diversos, es el nombre del desafío65, es un proyecto de mediación o negociación, no de reducciones o totalizaciones66. Se enfrenta, así, a un difícil dilema entre diferentes opciones que implican diferentes concepciones del universalismo y su oposición al particularismo.
En primer lugar, el cosmopolitismo puede adoptar una concepción del universalismo fundamental de acuerdo con la cual las exigencias de la moral cosmopolita no están determinadas de modo completo a priori y es en el contexto de relaciones concretas donde una variedad de condiciones históricas, culturales e institucionales posibilitan diferentes concreciones de los principios universales.
En segundo lugar, un planteamiento cosmopolita práctico puede no aspirar a afrontar el problema de la fundamentación moral de los principios universales con el fin de lograr el más amplio acuerdo global desde distintas posiciones éticas y buscar compromisos tanto para atribuirles significado en contextos particulares como para traducirlos en acciones concretas. No se trata de “cambiar de fundamento, intercambiando un fundamento ‘ideal’ humanista-naturalista-universalista, del tipo adoptado por los teóricos de los derechos naturales, por un fundamento ‘positivo’ político-histórico-institucional, sino más bien que tenemos que abandonar la intención de ‘fundar’, sin renunciar, ciertamente (ni mucho menos) a los objetivos de una política de derechos humanos; de ahí deriva, la idea de una política de derechos sin fundamento y la idea de que los ‘derechos’ en sí mismos sin fundamentos ontológicos o trascendentales, pero con una historia polémica de conquistas y resistencias”67. La fuerza de la institucionalización de lo universal no implica la absolutización de ciertas formas institucionales en las que se corporiza, sino el hecho de que son el lugar de interminables disputas acerca de cuál es la base de sus propios principios o de su propio discurso68.
En tercer lugar, desde una determinada interpretación del universalismo contextual, que niega la posibilidad de un punto de vista abstracto, los mismos argumentos que fundan obligaciones en contextos particulares son los que han de fundar obligaciones más amplias a medida que se amplíen los vínculos sociales y los compromisos que se vayan adquiriendo. Lo que se requiere para ello es un diálogo transfronterizo en el que se avance hacia exigencias compartidas a partir de la mutua transformación de las posiciones de partida. Desde posiciones ya más cercanas al particularismo moral, el diálogo habrá de ser transcultural, pudiendo conducir a una concepción híbrida de los derechos humanos capaz de incorporar un vocabulario y significados particulares mutuamente inteligibles. En palabras de Santos, “teniendo en cuenta que el debate provocado por los derechos humanos puede convertirse en un diálogo competitivo entre diferentes culturas sobre los principios de la dignidad humana, es imperativo que tal competencia incentive a las coaliciones transnacionales a correr hacia la cima y no hacia el fondo (¿cuáles son los estándares mínimos absolutos? ¿Cuáles son los derechos humanos más básicos? ¿Cuáles son los denominadores comunes más bajos?”69.
Por último, algunos modelos de justicia global asumen una posición normativa dualista que considera que existen dos registros normativos no reconducibles a unidad: lo moral, que trata de nuestras obligaciones universales para con todos los seres humanos; y lo ético, que se refiere a las obligaciones vinculadas a nuestras relaciones densas, nuestros proyectos y nuestras identidades colectivas particulares. Los requerimientos morales débiles —lo que debemos a las otras personas en general— no agotan la existencia de deberes éticos respecto de aquellos con quienes tenemos relaciones sociales densas.
El cosmopolitismo que se mueve en cualquiera de estas coordenadas no puede dejar de ser, en la terminología de Kwame A. Appiah, un cosmopolitismo parcial70, en cuanto adoptado por quienes no dejan de sentir que forman parte de solidaridades plurales. A diferencia del pensamiento excluyente y desarraigado del cosmopolitismo extremo, los nuevos cosmopolitas asumen la posibilidad, en palabras de Ulrich Beck, de una realidad ilativa, esto es, un mundo del “no solo sino también” donde los contrarios, la identificación con lo local, lo transnacional y lo global, pueden existir dialécticamente. Y la dialéctica es posible sobre la base de la “desontologización” del otro: la diferencia del otro no es una diferencia esencial y atemporal, sino contingente e histórica. Las diferencias no son fronteras inmutables sino producto de correlaciones de poder que pueden cambiar históricamente. La localización plural de todos al mismo tiempo suprime y renueva la distinción nosotros-otros71. El otro es reconocido como igual a nosotros al mismo tiempo que diferente, sin entrar en contradicción. De esta manera, la diferencia puede atravesarse y el diálogo con el otro se hace posible.
3.2. Un racionalismo revisado
Al desconocer la relevancia de las solidaridades en la búsqueda de una justicia global, el cosmopolitismo extremo pasa por alto la dimensión emocional o afectiva de la justicia en la conformación de proyectos comunes y en la motivación para la acción ética y política. Como ya afirmara David Hume, “la razón fría e independiente, no es motivo de acción”72. En la base de las formas colectivas de identificación están las pasiones o fuerzas afectivas que permiten a las personas reconocerles sentido. “La política democrática necesita tener una influencia real en los deseos y fantasías de la gente”, y en lugar de “oponer los intereses a los sentimientos y la razón a la pasión, deberían ofrecer formas de identificación que conduzcan a prácticas democráticas”73. Pero si en Chantal Mouffe o en autores comunitaristas esa dimensión implica la indeseabilidad del cosmopolitismo74, algunos de los nuevos cosmopolitas pretenden la creación de vínculos de lealtad o afinidad en la esfera global que favorezcan los procesos de construcción política y jurídica ampliados.
Frente a la versión racionalista del cosmopolitismo, para la que las exigencias de la razón han de sobreponerse a los dictados de nuestras emociones, algunos de los cosmopolitas críticos reconocen la necesidad de estas para una ética que sea relevante para la práctica. La dificultad de trasladar las conclusiones de la reflexión racional acerca de nuestras obligaciones respecto de los otros deriva, según un cosmopolitismo sentimental, de la falta de una conexión emocional fuerte con aquellos a quienes debemos ayudar. Motivar a las personas para que contribuyan más requiere establecer esa conexión y proporcionar los medios prácticos que traduzcan los sentimientos morales en acciones racionales75. Lo que hace posible la experiencia cosmopolita no es el hecho de que compartamos valores a causa de la capacidad de razonar que tenemos en común, sino de la capacidad de abrirnos a los otros. La imaginación comprensiva y empática, que nos permite conocer cómo se ve el mundo desde el punto de vista de otras personas, es la que puede evitar defender principios o diseñar políticas comunes desde una imagen generalizada del otro76. La vía para alcanzar una mayor justicia global no ha de ser la construcción de teorías abstractas, sino la convergencia en lealtades comunes, la mutua identificación, la conformación de redes y espacios para la conversación y el intercambio que amplíen nuestro compromiso con exigencias morales comunes.
Las emociones o sentimientos que pueden ser relevantes para una justicia global (compasión, simpatía, capacidad de generar empatía con las experiencias ajenas e incorporarlas a la propia, ausencia de prejuicios, apertura y sensibilidad hacia otras culturas o modos de vida, lealtad, etc.) implican parcialidad, pero con los sentimientos de los otros, generando compromisos de alcance cada vez más ampliado. Ello supone que, puesto que es más fácil comprometerse emocionalmente con quienes se comparten experiencias comunes, el compromiso con el cosmopolitismo debe comenzar en experiencias transnacionales particulares y el compromiso de afianzarlas mediante la transformación mutua de los presupuestos de nuestros juicios morales. Quienes sostienen estas premisas no solo las consideran teóricamente más correctas sino, fundamentalmente, pragmáticamente más adecuadas.
3.3. Un universalismo