En sueños te susurraré. Antonio Cortés Rodríguez
de color blanco que resaltaban el brillo de sus calvas.
–Claro que sí –Calisté emitía un enérgico brillo desde sus grandes ojos almendrados–. ¡Pero parece que él aún no lo ha aceptado…! ¡Otro inadaptado!
–Muy bien –replicó el mismo comisario–. Entonces tendremos que comunicarnos con él. Hazlo pasar, por favor.
La mujer se llevó la mano derecha al centro del pecho mientras se inclinaba, en una sutil reverencia, antes de retirarse. Enseguida se la vio aparecer detrás del cristal y hablar con el hombre, que a regañadientes aceptó ser conducido hacia el lugar donde lo esperaban. Antes de entrar en él, observó con desconcierto y temor las siglas y el nombre completo que figuraban en una placa cromada sobre la puerta metálica, ligeramente por encima de la altura de sus ojos: «CSD. Comité de Selección de Descensos». Sintió que le flaqueaban las rodillas y que una punzada de dolor le retorcía el estómago, como cuando bajaba en la jaula a la galería de fosfato más profunda del pozo La Abundancia con el temor de no volver a salir a respirar a la superficie de Aldea Moret.
Nada más cruzar el umbral, una repentina luz cenital iluminó una butaca giratoria ubicada en el centro del recinto, equidistante de cada uno de los comisarios. Sin necesidad de recibir instrucciones, supo que debía sentarse allí. Cuando lo hizo, le pareció sentir que una vibración hacía oscilar ligeramente la butaca sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Para su extrañeza, el suelo que estaba mirando se distanciaba cada vez más de él. Oyó que alguien empezaba a hablarle.
–¿Sabes quién eres, hermano?
Él levantó la vista intentando identificar quién lo interrogaba, pero en ese momento nadie pronunciaba palabra alguna. Se preguntaba a cuál de aquellos seres de aspecto andrógino le cuadraría mejor la voz masculina grave, pero al mismo tiempo aterciopelada, que acababa de escuchar. Sendas columnas de luz cálida descendieron con suavidad sobre los cinco comisarios situados enfrente. Su desconcertante apariencia, simultáneamente masculina y femenina, absorbía la atención de Anselmo provocando una súbita desaparición de la resistencia con la que había entrado en la sala, como si le hubieran acertado de pleno con un dardo tranquilizante. Enseguida se aprestó a contestar con amabilidad.
–Sí. Anselmo Paredes. –Y aprovechó para pedir explicaciones–. Pero no sé qué hago aquí, no sé por qué me han traído…
Los miembros del tribunal no parecían mostrar extrañeza alguna. El que lo interrogaba prosiguió.
–Muy bien, Anselmo, te damos la bienvenida.
Pero Anselmo estaba estupefacto: había oído con total nitidez la voz de aquel ser embutido en su túnica blanca, mientras lo miraba fijamente ¡y sin embargo no había visto que moviera sus labios ni un ápice! El interrogador no tardó en sacar de dudas al interrogado. Parecía estar leyéndole el pensamiento.
–Sí, te estoy hablando yo. No te extrañe que no mueva los labios. Ya no lo necesitamos... Estamos manteniendo una conversación telepática.
–¿Una qué…? –el asombro de Anselmo iba en aumento según se estaba percatando de que, aunque él mismo no estaba abriendo la boca, también se podía escuchar su propia voz–. ¿Una conversación…?
–Ya veo que te estás empezando a dar cuenta de que tú también te comunicas a través de la mente. Muchos regresados seguís moviendo los labios por costumbre, como tú ahora, pero en realidad ya no lo necesitáis.
–¿«Regresados»? ¿Pero regresados a dónde? –Anselmo estaba empezando a impacientarse.
–Al Cielo, por supuesto.
–¿Cómo que al Cielo? ¡Eh, un momento! –Anselmo se miró las manos y vio la alianza que Brígida le había colocado el día de la boda y reconoció el mono de color caqui, desgastado por tantas horas de trabajo a los mandos de la grúa del almacén de superfosfatos, y se vio las botas polvorientas con las que había salido de su casa por la mañana–. Esto es una broma, ¿verdad?
–Me temo que no... Estás en el Cielo, Anselmo.
–¡Qué tontería! ¿Cómo voy a estar en el Cielo? ¡Para estar en el Cielo tendría que estar muerto! –Anselmo creía en la irrefutabilidad de su argumento y por eso sonreía ufano, mostrando un rictus jalonado por una cierta dosis de cinismo.
–Exacto. Tú lo has dicho –concedió el comisario–: estás muerto.
–¡Pero no puede ser! –la sonrisa desapareció bruscamente del semblante del hombre, que empezó a palparse el cuerpo con angustia–. Me encuentro bien y estoy respirando, y no me noto nada raro… Es verdad que no me acuerdo muy bien de las últimas horas pero supongo que esto es algo momentáneo y que ya se me pasará…
–De nuevo tienes razón, hermano: pasará –el comisario había apostillado esa frase con ánimo de que Anselmo rebajara su tensión mental; por eso se ofreció a sacarlo de su amnesia con una propuesta–. ¿Quieres que te ayudemos a recordar tus horas previas, las últimas horas que viviste siendo realmente quien aún crees ser?
El mohín de extrañeza dibujado en el rostro de Anselmo fue seguido por unos apesadumbrados hombros que elevaban su duda hasta hacerla visible; decidió que no tenía nada que perder. Sí, aceptaría esa ayuda, aunque no sospechaba en modo alguno su alcance. Inmediatamente, las luces de la sala disminuyeron en intensidad y surgieron otras nuevas desde los laterales hasta generar una neblina muy tenue con textura esponjosa en el centro de la sala, que rodeaba el lugar en el que estaba sentado Anselmo. En un radio de un metro de distancia de él se fue generando un fanal de materia translúcida que ascendió desde el suelo hasta encerrar por completo a su asombrado espectador. Sobre el interior de las paredes de la campana se empezaron a proyectar acontecimientos de su vida. Al reconocerse en ellos alargó el brazo tratando de tocar su imagen casi impalpable. Un tacto viscoso de tela de araña perlada de gotas de rocío lo detuvo; la escena tembló y perdió nitidez. Retiró súbitamente la mano y las imágenes volvieron a estabilizarse de inmediato. Siguió observando, atónito.
Se vio a sí mismo con treinta y ocho años de edad, una mañana de marzo de 1962, despidiéndose de Brígida y saliendo de su casa de la Barriada Nueva de Aldea Moret; y se vio entrando en el almacén de superfosfatos y saludando a algunos compañeros; y luego se vio subiendo a la cabina de la grúa, que quedaba suspendida de un raíl aéreo que cruzaba por completo el almacén; y se vio activando los mandos mientras uno de sus engranajes accidentalmente entraba en contacto con el cable conductor de electricidad; y luego se vio desplomado sobre el suelo metálico de la cabina, ya sin latidos, con su cuerpo cimbreante y enroscado, saturado por un olor a carne carbonizada y dulce que no le disgustó; y a continuación vio la luz clara del día que ya para siempre quedaría al otro lado de las ventanas del almacén y eso le confirmó lo caprichosa que era la vida, que se le escapaba por momentos; y a continuación vio el rostro de Brígida el día en el que fueron a dar su primer paseo juntos, tras una fiesta en honor de Santa Bárbara, y recordó que su talle le había parecido más explosivo que los cartuchos de dinamita colocados sobre las andas que portaban la imagen de la santa; y finalmente vio un abismo luminoso… detrás del cual ya no se veía nada más.
Su estupefacción no consiguió retener la lágrima de espanto que se le escapó del borde de los párpados. Tragó saliva. Sintió que necesitaba ayuda para sostenerse. Entonces recuperó la sensación de estar sometido a un interrogatorio en una sala en la que cinco desconocidos lo observaban, y una mezcla de indignación mal disimulada y de manso quebranto se apoderó de sus manos, que se crisparon como preparándose para abrirse paso a puñetazos a través de la pesadilla que estaba soñando. Pero la voz del comisario detuvo su comezón.
–Es doloroso salir de la amnesia, ¿verdad, hermano? Lo comprendemos perfectamente. Solo queremos ayudarte.
–¿Ayudarme? ¿Ayudarme a qué…? Según decís, si de verdad tenéis razón, que yo esto todavía no lo tengo claro, ¡eh, que conste…!, entonces ¿cómo demonios me vais a ayudar? –Anselmo se mostró aún más confuso cuando comprobó que al retomar el diálogo se paralizaba la proyección de imágenes, pero que esta se reanudaba si volvía