En sueños te susurraré. Antonio Cortés Rodríguez
A la cuestión de si sigue existiendo Dante, no puedo darte una sola respuesta…
–¿Cómo? –La extrañeza de Anselmo se debía a que aún no se había familiarizado con la multiplicidad de soluciones diversas que simultáneamente puede ofrecer la vida debido a su dimensión cuántica.
–Creo que podrás entenderme –añadió ella mientras miraba en rededor intentando localizar algo–. Hubo un momento en que el alma de Dante decidió dejar de aparecer como Dante y su imagen empezó a diluirse. Pero eso coincidió con el inicio de su creciente popularidad en la Tierra, y al ser tomado como una de las cumbres de la literatura europea fueron más y más los pensamientos sobre Dante que reforzaron su existencia, su pervivencia, su continuidad. Muchos pensamientos simultáneos o yuxtapuestos, aunque sean débiles, si están enfocados en una misma imagen, alcanzan un enorme poder creador. Para que lo entiendas, esta imagen de Dante que pervive en las mentes terrícolas ha sido una poderosa fuerza que se ha opuesto a que el alma de quien fue Dante abandonara del todo esa personalidad fallecida siglos atrás.
Anselmo había escuchado boquiabierto la explicación de su acompañante. Cada vez le resultaba más extraño lo que le estaba sucediendo. Volvió a pensar que estaba soñando. Se palpó de nuevo las ropas y se pellizcó el brazo. Tampoco esta vez sitió dolor. Calisté percibió esos gestos pero los dejó pasar sin hacer ningún comentario pues seguía prestando atención a su entorno buscando algo que parecía invisible.
–¡Aquí está! –dijo finalmente mientras apresaba entre sus dos manos una parte del espacio que los rodeaba. Anselmo se preguntó qué utilidad tendría confinar el aire que respiraban, y entonces es cuando se dio cuenta de que en realidad no había aire que respirar sino una sutil sustancia viscosa que rodeaba por completo su ser y que no solo entraba en sus pulmones, sino en todos sus poros. Anselmo pensó que no tenía sentido pensar lo que estaba pensando…
Calisté se llevó a la frente las dos manos ahuecadas, que parecían conformar en su interior una bola. Cerró los ojos y las mantuvo brevemente en la misma posición. Luego las desplazó hasta situarlas frente al rostro de Anselmo.
–Si quieres ver a Dante, mira aquí –dijo mientras abría las manos y dejaba ver una esfera plateada de textura metálica en la que aparecía la imagen de una persona. Incrédulo, Anselmo fijó la mirada en ese ser que caminaba ignorante de que era observado. Vestía una saya blanca y encima de ella una túnica roja que le llegaba a un palmo del suelo. Arrastraba los escarpines de cuero con aire de pesadumbre mientras clavaba la vista a la distancia de un paso por delante del que iba a dar. Le cubría la cabeza un camauro rojo asentado sobre un pañuelo blanco de fino lino y el conjunto era ceñido por una corona de laurel. El tocado le daba un aire aún más grave a su rostro aguileño, que parecía consumido por las huellas de las arrugas. Pero al instante la imagen pareció sometida a un temblor ligero que hizo que progresivamente fuera perdiendo nitidez, mientras que aquel hombre empezaba a erguirse, desprovisto del peso del turbante. Mientras proseguía esa transformación, aquel ser recibió el choque de una onda cuya procedencia no pudo detectar Anselmo, pero que era uno de esos pensamientos sobre Dante mencionados por Calisté. Automáticamente la sobrecarga de la corona de laurel volvió a encorvar la espalda y a envejecer la cara del lastimoso individuo.
–¿Este es Dante? –Y, sin esperar contestación, prosiguió–. Es como si fuera él y empezara a dejar de serlo, y luego volviera a serlo.
–Así es. Es lo que te he contado. Ahora lo comprendes mejor… Respecto a lo otro que me has preguntado –a Anselmo ya se le había olvidado–, no puedo afirmar que esto sea el Paraíso. Pero, si tú lo quieres llamar así, en realidad puedes hacerlo. Hay quien lo hace… Nosotros preferimos llamarlo el Hogar del Espíritu.
–¡El Hogar del Espíritu! Me gusta cómo suena.
–Y más te va a gustar cuando nos adentremos en él, ya verás.
–¿Y a qué estamos esperando? –Nuevamente era la impaciencia la que preguntaba por boca de Anselmo.
–A que venga nuestro transporte. Todo aquí está demasiado distante. Para recorrer los pabellones vamos a necesitar la ayuda de un orbe.
Antes de que pudiera preguntar qué era un orbe, Anselmo oyó un ligero zumbido que se transformó en pitido agudo, sintió un escalofrío recorriéndole la columna y vio una esfera mayor que ellos, de aspecto iridiscente como una pompa de jabón, que los engulló. Después cerró los ojos y solo percibió silencio, mientras en su mente brotaban vigorosamente recuerdos de su funeral.
5. El funeral de Anselmo Paredes
Aprende a observarte a ti mismo con la tranquilidad de un extraño.
Roberto Assagioli, Psicosíntesis: ser transpersonal
Anselmo Paredes había visto muchas veces los ataúdes de pino casi sin desbastar que solían acompañar hasta la tumba a los mineros fallecidos en Aldea Moret. Había porteado a hombros algunos de ellos, y de esos momentos trágicos conservaba el persistente recuerdo olfativo a resina moribunda y, en sus manos, el tacto áspero entre los nudos de la madera y el temor de que alguna imperceptible astilla, ocultamente, se le clavara bajo las uñas. Pero nunca tuvo una imagen tan nítida de esas cajas alargadas y estrechas hasta que vio la suya, con su propio cadáver dentro.
Al llegar a la casa, los subalternos, obreros y aprendices se quedaban en la calle. Salvo los amigos íntimos, los únicos hombres que se atrevían a traspasar el dintel del dolor para arder en la contemplación del cuerpo insepulto eran el director, los técnicos y algunos administrativos, obligados por razón de su cargo a aparentar que aquella desgracia se debía únicamente a los inescrutables designios de la Providencia; porfiaban en que la Unión Española de Explosivos no podía en modo alguno haberlo evitado, como a su juicio probaba el incuestionable hecho de que ni el mismo Dios hubiese podido impedir que el trabajador muriera electrocutado.
Al principio del velatorio, que duró toda la noche, a Anselmo le habían entrado ganas de gritarles a tantos visitantes que salieran de su casa, que respetaran su paz. Las plañideras y las mujeres de los obreros se turnaban para acompañar a Brígida en una habitación que se convirtió en aún más diminuta por la nutrida concurrencia de personas sentadas alrededor del féretro. El espeso humo de las velas y la congoja flotante en el ambiente a veces dejaban algún resquicio menos denso a través del cual se vislumbraban los rostros de Francisco y Juan José, los dos hijos mayores de Anselmo. Francisco, el primogénito, fijaba su mirada de espanto en algún lugar del vacío mental donde no estaba sucediendo nada de aquello; Juan José, sin embargo, parecía haberse desplazado ya a ese lugar en el que nada existía. A la madre, carbonizada por la desdicha, no le quedaban fuerzas para consolar a ninguno de sus hijos.
Ella había dado orden de que sus dos hijas, Brígida y Montaña, que no superaban los diez años, fueran separadas del dolor de la escena familiar para que en otras casas intentaran dormir, si eran capaces de conciliar el sueño en el ambiente mortal que, como una lluvia de pavesas y lágrimas, encenagaba la Barriada Nueva colándose irremisiblemente por puertas, ventanas y chimeneas.
Durante aquella noche, el alma de Anselmo permaneció absorta en la contemplación de su cuerpo inerte, que se había convertido en el barreno detonante que había resquebrajado desde dentro a su familia. Y, durante las largas horas que eran arrastradas por las estrellas hacia el amanecer, tuvo tiempo de recordar los retazos de su vida que se le desprendían a jirones…
Anselmo se recordó a sí mismo abandonando Coria sin volver la vista atrás y luego el día en el que imprimió las huellas de sus dedos pulgar, índice y medio de la mano derecha sobre el espacio destinado al dactilograma en la ficha de personal de la Unión Española de Explosivos… Y se vio recogiendo al principio de cada jornada, y devolviéndola al finalizar, su chapa de control, fabricada en latón, con el número 62 grabado en el centro… Y volvió a sentir que al final del turno salía aterido del pozo, deseoso de despojarse de la ropa vieja y mojada junto a la misma boca de la mina, en la sala de bombas... Y vio desfilar ante él los rostros de tantos enfermos de silicosis que habían sido enviados por la empresa al hospital de tuberculosos de Valdelatas con la esperanza de que el benefactor aire de la sierra madrileña les hiciera