En sueños te susurraré. Antonio Cortés Rodríguez

En sueños te susurraré - Antonio Cortés Rodríguez


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¿Pero qué…? ¿En qué quedamos? ¿Estoy muerto o estoy turbado? ¡No lo entiendo!

      –No lo entiendes porque estás muerto y aún estás turbado… Has muerto de un modo inesperado –empezó a desgranar con paciencia y calidez el comisario– y te está costando hacerte a la idea de que ya no estás en lo que hasta ahora considerabas tu vida… Aunque, como ya tendrás ocasión de comprobar, también en el Cielo estamos vivos. Bueno, ya mismo lo estás viendo.

      –¡Eh, a ver! ¿Quieres decir que la culpa es mía porque ya he muerto pero no me he enterado aún?

      –Digamos que, eliminando el componente de culpabilidad que has mencionado, sí, lo demás es más o menos lo que queremos expresar.

      –¡Ah, muy bonito! ¿Y se supone que estoy muerto porque estoy frente a un ser extraño, calvo y bastante más alto de lo normal, que me habla sin mover la boca? ¡Esto también podría ser un sueño! –advirtió con agrado Anselmo–. ¡Sí, eso es, esto puede ser una pesadilla y en cualquier momento puedo despertarme de ella!

      –Lo cierto es que también aquí acabarás despertando, aunque esto no sea una pesadilla –puntualizó el comisario.

      –¡Ya, claro, porque lo digas tú! Mira, mi amigo Curro a veces tiene pesadillas. Sueña que ha bajado al pozo y que se le derrumba encima una galería y se queda atrapado y herido y sabe que va a morir porque no lo pueden rescatar. Al principio lo pasaba fatal hasta que se dio cuenta de que era solo una pesadilla. ¿Y sabéis cómo se dio cuenta? Un tipo muy listo este Curro, tiene un magín privilegiado… Se le ocurrió pellizcarse fuerte en el brazo y entonces se dio cuenta de que no le dolía… ¡Zas! Si hubiera estado vivo le habría dolido el pellizco y por eso supo que estaba dormido y que era solo una pesadilla.

      Los cinco comisarios observaban con paciencia e interés a aquel hombre desesperado cuyas palabras se le atropellaban como intentando encontrar cuanto antes la vía de escape que lo sacara de la ensoñación; y se compadecieron de él cuando lo vieron remangarse el mono y la manga izquierda de la camisa para pellizcarse con todas sus fuerzas en el antebrazo mientras dejaba estallar en salvas pirotécnicas de carcajadas nerviosas su vana alegría de creerse únicamente dormido en lugar de muerto.

      –¿Lo veis? ¡Ja, ja, ja…! ¡No me duele nada! ¡Esto es una pesadilla! ¡Ja, ja, ja…! ¡Voy a despertar y todo esto habrá sido un mal sueño y vosotros desapareceréis también!

      Cuando el hombre se hubo calmado, ardida ya la pólvora de fogueo de su esperanza vacua, un silencio rebosante de candor colmó la sala. Una luz ligeramente pulsante de color rosáceo, proveniente de todas direcciones, empezó a concitarse sobre el pecho de Anselmo. Él la percibió y cerró los ojos para intensificar la sensación de arrobamiento que estaba sintiendo crecer en él. Permaneció con los ojos entornados mientras escuchaba la sosegada puntualización del comisario.

      –¡Hermano, hermano...! El hecho de que te pellizques y no sientas dolor no prueba que estés en una pesadilla sino que estás en el Cielo: aquí es imposible causar ningún mal, ni a uno mismo ni a los demás. Ni tan siquiera desearlo.

      Anselmo lentamente levantó los párpados. Su mirada ya no mostraba alegría. Tampoco nerviosismo, ni siquiera inquietud. Empezaba a reflejar serenidad.

      Inmediatamente se reanudaron las imágenes sobre el fanal. Se vio a sí mismo con dieciséis años, aquella ingrata madrugada de 1940, persiguiendo por las calles y las eras de Coria, navaja en mano y abrasado por la ira, al forastero que unas horas antes había arrastrado hacia la oscuridad de la noche a su hermana Romualda. Sobre la tierra polvorienta, con engaños, bofetadas y golpes, entre ultrajes y sollozos, la había despojado para siempre de la virtud de la inocencia, manchando irremisiblemente sus muslos de catorce años con un aguacero de dolor y sangre que puso fin a su niñez.

      Y, por primera vez en toda su vida, ya no sintió ganas de matar al violador. Era cierto: estando en el Cielo era imposible desearle ningún mal a nadie. Por fin Anselmo estaba empezando a comprender que había muerto.

      2. Calisté

      Siempre creemos lo que estamos deseando que ocurra.

      Eugenio Fuentes, Mistralia

      Después de conducir al recién llegado a la sede del Comité de Selección de Descensos, Calisté hizo de nuevo un gesto de despedida colocando su mano derecha sobre el centro de su pecho y se retiró. A continuación dirigió sus pasos a la sala de control, donde debía aguardar instrucciones.

      Antes de que alcanzara el perímetro del recinto, su presencia fue detectada por los sensores encargados de franquear el paso. La puerta transparente se desmaterializó y volvió a materializarse cuando la mujer la salvó.

      El inmenso recinto circular estaba integrado por distintos módulos redondos dispuestos estratégicamente para crear una estructura imbricada que asemejaba una inmensa célula pulsante. Ocupando el lugar que le correspondería al núcleo celular, presidía el espacio una gran esfera de superficie tornasolada desde cuyo interior la superestructura del Coordenador General velaba por el funcionamiento adecuado del Cielo.

      Calisté giró a la izquierda hacia el sector de las salas de espera donde otros como ella aguardaban a recibir instrucciones sobre los recién llegados. Tanto las mujeres como los hombres del colectivo de los acompañantes usaban el mismo uniforme: un mono enterizo de color azul claro, ceñido al cuerpo, y ribeteado por franjas plateadas en tobillos y muñecas, sobre los hombros y alrededor del cuello. A la altura del corazón el traje llevaba bordada una cartela con un código, que también aparecía en mayor tamaño a la espalda. Todos eran de gran estatura; lucían cabellos argénteos dispuestos en media melena, rostros tersos y agradables donde destacaban grandes ojos ovales y unas atractivas proporciones corporales que invitaban a la contemplación ilimitada de su dulce belleza.

      Como las dos primeras salas estaban completas, Calisté siguió avanzando. En la tercera encontró varias cabinas libres. Entró en una de ellas, cerró la puerta y se acomodó en el sillón envolvente de color granate que estaba suspendido en el centro de la pequeña estancia. Al instante se produjo un aislamiento completo del exterior. La pantalla frente a la que estaba situada se iluminó y en ella apareció la imagen de lo que en ese momento estaba sucediendo en el Comité de Selección de Descensos.

      Calisté vio la cara de serenidad de Anselmo Paredes cuando finalmente, al darse cuenta de que había muerto, empezaba a aceptar su nueva situación. Se dispuso a escuchar con atención la conversación.

      –Pues entonces va a ser verdad –reconoció Anselmo con tibieza, pero sin congoja–. Teníais razón. Y estoy muerto. Nunca me habría imaginado que fuera así esto…

      –Nos alegramos de que por fin empieces a comprender –se felicitó el comisario situado en el centro del tribunal.

      –Pero… Hay algo que aún no entiendo.

      –Te escuchamos.

      –Si estoy muerto, ¿cómo es que sigo vestido como cuando estaba vivo? ¿No debería estar desnudo? O, mejor, ¿no debería no tener cuerpo? ¿No se ha quedado el cuerpo ahí abajo en el almacén, retorcido y achicharrado después de que me diera la descarga?

      –Buena apreciación, hermano –exclamó el comisario–. Verás, tú ya no estás vestido con esas ropas.

      La sorpresa de Anselmo lo llevó a palparse de nuevo la ropa, a arrugarla y olerla, en busca de una explicación que se le antojaba imposible. Miró atónito a los cinco comisarios, se giró para ver si había alguien más en aquella sala semicircular y luego volvió a su extrañeza.

      –¡Eh, parad el carro! ¡Si la ropa que llevo puesta hasta me huele a superfostatos…!

      –Que crees que llevas puesta –puntualizó rápido el comisario–. Escucha con atención sin interrumpir mi razonamiento hasta que concluya. Es importante que escuches lo que te vamos a decir…

      Aunque era solo uno el comisario que parecía dialogar con el recién llegado, usaba la primera persona del plural para destacar que lo que él emitía también procedía simultáneamente de los


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