En sueños te susurraré. Antonio Cortés Rodríguez

En sueños te susurraré - Antonio Cortés Rodríguez


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entre matorrales y vivares cercanos... Y esa visión del campo colindante con Aldea Moret lo llevó a rememorar las ermitas próximas y vio a las mujeres que portaban las andas el día del festejo anual de Santa Bárbara… Y volvió a deslumbrarse con Brígida, aquella joven de dieciocho años que lo encandiló nada más conocerla, el cuatro de diciembre de 1945, y anduvo de nuevo con ella repitiendo su primer paseo juntos, después de la romería, y luego se vio merodeando en mañanas de domingo junto a la iglesia de Santiago para poder verla entrar a misa…

      Volvió a escuchar las músicas simplonas y pegadizas que animaban los concurridos bailes que se celebraban los domingos, el único día de asueto de los mineros, bailes que constituían el ambiente primordial para que los jóvenes trabaran conocimiento entre ellos. Y observó de nuevo que en los extremos del salón se mantenían separados el público femenino y el masculino, y se fijó, ya sin ningún interés, en que cuando una chica era solicitada para bailar, antes de acceder, tenía que pedirle permiso a su vigilante madre, que solo lo concedía si la reputación del aspirante y de su familia no podía arrojar ninguna tacha de inmoralidad…

      Y Anselmo oyó de nuevo a su esposa hablar de lo que había dejado a deber en el comercio de Chanclón o de algún artículo recientemente recibido en el economato de los mineros, donde se podía comprar más barato, lo cual originaba largas colas de las mujeres, quienes, para respetarse su turno, dejaban una piedra en el suelo y se marchaban a sus quehaceres domésticos...

      Y Anselmo se intentó sacudir otra vez del paladar y del interior de los ojos el polvo que había provocado el derrumbe del edificio del Embarcadero que aquel aciago martes 17 de abril de 1957 había dejado un muerto y veinticuatro heridos graves, y sintió también sus manos agarrotadas de escombros y prisa, y luego tragó un nudo de rabia y frustración cuando tras horas de búsqueda desenterraron el cadáver de un carpintero de treinta y ocho años que nunca más podría volver a abrazar a su viuda y a su hijo huérfano…

      Y recordó aquellos días de cobro del salario en la oficina que hacía esquina con la calle Real y cómo inmediatamente, como muchos otros mineros, continuaba por la calle hasta llegar a la iglesia de San Eugenio, y allí le entregaba una parte del dinero ganado con el sudor de su frente al Cura Obrero, el cual acogía y cuidaba de los niños huérfanos de trabajadores muertos en las minas… Y recordó que ese sacerdote había conseguido que a esos seres desvalidos les alcanzaran los alimentos del auxilio social e incluso leche en polvo y queso procedentes de la ayuda norteamericana del Plan Marshall… Y se acordó de que en la escuela los niños se sentaban a la derecha y las niñas a la izquierda y del entusiasmo con el que se entregaban al juego de las tabas…

      Y Anselmo recuperó la intranquilidad acuciante de aquel vigoroso vendaval que en 1941 descuajó parte del muelle de carga… Y este pensamiento lo llevó a la lastimosa constatación de que ninguna hierba podía volver a crecer bajo las cenizas de pirita esparcidas en el terreno...

      Después de eso, ya nada más se le vino a la memoria. Simplemente se sentía como esas cenizas de un hombre ardido, que impedían que bajo su manto de muerte la vida pudiera abrirse paso otra vez.

      6. Los servidores del cielo

      Pero aquello que produce efectos dentro de otra realidad también debe ser llamado realidad. Por ello, no siento que tengamos ninguna excusa filosófica para llamar «irreal» al mundo místico o invisible.

      William James, Las diversidades de la experiencia religiosa

      Un leve zumbido hizo que Anselmo abriera los ojos. El orbe había echado a rodar vertiginosamente por encima de la pradera semilíquida, pero Calisté y el recién llegado permanecían suspendidos y aparentemente inmóviles en el centro de la esfera rodante. Se encaminaban hacia el centro del paisaje que acababan de contemplar desde el lugar elevado que daba acceso al Hogar del Espíritu. Cuando Calisté se dio cuenta de que el regresado había abierto los ojos, con un rápido ademán de los brazos hizo que el orbe redujera gradualmente su velocidad de rotación. El desplazamiento se convirtió en prácticamente insonoro. Entonces ella retomó sus explicaciones.

      –Ahora vamos a situarnos en un punto desde el que podamos divisar todo lo que quiero contarte y después nos iremos dirigiendo a los distintos lugares por los que debes pasar.

      –¿Por los que debo pasar? –advirtió Anselmo.

      –No olvides, hermano, que estás aquí para explorar las potencialidades de tu alma, ahora que estás desencarnado del plano físico. Eso te dijeron en el Comité de Selección de Descensos, ¿recuerdas? Y cuando hayas pasado por todos los lugares que forman parte de este circuito, si sigues queriendo regresar a la Tierra comparecerás de nuevo ante los comisarios, que reevaluarán tu caso.

      Las iridiscencias que proyectaba sobre el rostro de Calisté la luz malva que atravesaba la superficie casi transparente del orbe le conferían a su semblante una increíble belleza, más allá de todo lo que Anselmo había podido imaginar estando encarnado. Situado tan cerca de ella, se dio cuenta de que lo sobrepasaba con rotundidad en altura. Todo en su acompañante estaba tan grácilmente proporcionado que contemplarla le causaba casi arrobamiento; por eso le costaba tanto prestar atención a lo que ella decía cuando hablaba. Calisté conocía bien el efecto hipnótico que su apariencia física podía causar en algunas mentes desbordadas por tanta belleza y por eso estaba dispuesta a ser aún más paciente.

      –¿Cómo dices…? Perdona, no te he entendido bien…

      –No te preocupes, hermano. Iré contándote lo mismo varias veces hasta que lo asimiles –y le guiñó un ojo a su invitado, con complicidad; Anselmo sintió de nuevo que le flaqueaban las rodillas y que se le transmitía un espasmo a los brazos, que tuvo que amarrar, apretando la mandíbula, para no lanzarlos alrededor de la cintura femenina–. Antes de nada, quiero que sepas que me llamo Calisté y que me puedes llamar así porque vamos a estar una temporada juntos. Voy a ser tu acompañante.

      –Encantado, Calisté –balbució torpemente Anselmo mientras se acercaba a ella sin saber qué hacer–. Yo soy Anselmo… o no, no sé.

      Ella dejó escapar una carcajada que hizo que la pared del orbe se expandiera y que destapó la presión en el pecho de Anselmo, el cual también empezó a reír. Entonces Calisté, sin dejar de mirar bondadosamente a aquel hombre inseguro, se tocó el centro de su pecho y luego alargó el brazo hasta posar su mano derecha con suavidad a la altura del corazón de Anselmo. Él también colocó su mano derecha a la altura del corazón de ella, guiado por la mano libre de su acompañante, que esta dejó reposando sobre la de Anselmo. Inmediatamente a él le rodaron unas dulces lágrimas, fruto de esa inesperada experiencia de hospitalidad y afecto que durante unos segundos le hizo perder la noción de lo que lo rodeaba. Tardó en volver a hablar.

      –¿Y dices que vas a ser mi acompañante, Calisté?

      –Sí, si te parece bien.

      –P0r supuesto, por supuesto –asintió él con la cabeza varias veces, en señal no ya de aprobación, sino de indisimulable entusiasmo. Al retirar la mano volvió a ver la extraña inscripción y la pregunta le brotó sin censura–. ¿Y qué es esto que tienes aquí? ¿Significa algo?

      –Por supuesto –aseguró ella, con una media sonrisa, mientras con el dedo índice de su mano derecha perfilaba el recuadro del bordado–. Es mi código y es algo personal que me identifica en este lugar. Verás, hermano, cada vez que llega alguien nuevo al Cielo se le asigna una persona que, por decir algo, es más veterana aquí. Aquí nos llamamos como te he dicho, acompañantes, porque este es el título que nos dan después de formarnos. ¿Ves la letra a? –La señaló con el mismo dedo–. Eso significa que soy acompañante. Nuestra misión es enseñaros a los recién llegados cómo está organizado el Cielo y cómo podéis explorar las potencialidades de vuestra alma. Pero espera, vamos a salir del orbe.

      Calisté pareció concentrarse y cerró lentamente los ojos. A medida que sus párpados se juntaban, el orbe iba desapareciendo paulatinamente. En su rostro se dibujó una sonrisa que el viajero interpretó como una muestra de agradecimiento por el transporte. A continuación abrió los ojos y, sin perder la lozanía de su sonrisa, continuó la conversación.

      –Mira,


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