En sueños te susurraré. Antonio Cortés Rodríguez

En sueños te susurraré - Antonio Cortés Rodríguez


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estaba sentado en la posición central.

      –Has vivido siendo Anselmo Paredes durante los últimos treinta y ocho años; en realidad un poco más si contamos también tu gestación. Naciste en el año 1924, según vuestro cómputo, en un punto de una pequeña localidad llamada Coria, ubicada en un rincón del continente europeo del planeta Tierra, en uno de los sistemas solares de la galaxia que llamáis Vía Láctea. Para cumplir tu experiencia de ser Anselmo, encarnaste en un cuerpo bastante robusto y preparado para la acción, tanto que, gracias a él, te apodaron el Tierrón. Pero después de vivir todo lo que tenías que vivir llegaste al momento en el que la experiencia de ser Anselmo finalizó. Y tuviste que dejar en la Tierra lo que a la Tierra le pertenecía pues estabas hecho con sus materias primas: el cuerpo mortal que te permitieron usar mientras fuiste Anselmo, precisamente para que pudieras experimentarte como tal. Llegaste allí abajo sin él, te lo prestaron ahí, y por ese motivo lo tuviste que devolver antes de regresar aquí arriba. ¿Lo estás entendiendo, hermano? –La pregunta era retórica, de modo que el comisario prosiguió su exposición sin perder de vista la mirada de lenta comprensión que reflejaban las pupilas del hombre al que observaba–. Muy bien. Como has devuelto el último cuerpo con el que has estado encarnado, ahora estás desencarnado. No tienes cuerpo físico, hermano. Tampoco ropa. Crees que aún tienes el cuerpo de Anselmo y su ropa, y hasta te conviene que te sigamos llamando Anselmo porque sigues muy vinculado con la experiencia de tu última encarnación. Parece que hasta el momento sigues muy apegado a tu reciente experiencia terrícola. ¿Hay algo especial de allí a lo que sigas muy apegado… o alguien?

      Anselmo se miró de nuevo la ropa, extendió sus manos ante sí y buscó el anillo. Su gesto sirvió de respuesta: seguía apegado a Brígida, aquella moza de talle explosivo que lo encandiló un cuatro de diciembre en el baile de celebración en honor a Santa Bárbara; aquella mujer con la que un año y medio después habría de casarse para aplacar la llama constante que le devoraba las entrañas; la trabajadora hacendosa en casas ajenas y madre amorosa en la propia; la prestidigitadora que practicaba la magia financiera con las ciento cincuenta pesetas de sueldo semanal que el marido arrancaba en la mina; la mujer sorprendente a la que apodaron la Fantasiosa porque decían que veía lo que nadie veía y escuchaba voces que nadie más oía…

      El comisario comprendía el estado en el que se encontraba la mente de aquel hombre que estaba sintiendo que acababa de enviudar de modo inesperado, a pesar de que sería ella la que legítimamente podría lamentar haberlo perdido a él. Después de dejarle unos instantes para procesar sus sensaciones, prosiguió su exposición.

      –Hermano, no te aflijas. Es normal que te sientas así, al menos durante una temporada. Cuando la experiencia vital ha sido muy intensa o han sido muy estrechos los lazos con alguien o con algo, después de desencarnar a veces cuesta mucho acostumbrarse a la nueva situación.

      –¿Quieres decir que cuando me acostumbre a estar muerto ya no me veré con las ropas que ahora llevo puestas –enseguida reformuló la pregunta para anticiparse a otra probable amonestación–, o que creo que llevo puestas?

      –Es probable. Eso es lo normal, en efecto… Aunque pudiera ser que a pesar de haberte acostumbrado prefirieras seguir viéndote así. También hay gente que decide hacer esto, a modo de juego de diferenciación.

      –¡Pero bueno! ¡Que es probable que sí pero puede que no…! ¿Es que no hay normas fijas en este lugar? Yo creía que esto del Cielo iba a ser más serio, que aquí había reglas para todos, sin excepciones… Pero veo que no.

      Antes de zanjar la cuestión, la mirada del comisario dejó traslucir un gesto que a Anselmo se le antojó lo más parecido a una sonrisa que podía esperar de un miembro de su tribunal enjuiciador.

      –La obsesión por las reglas fijas y las normas inamovibles es algo que se queda también en la Tierra pudriéndose sobre los cuerpos deshabitados. Aquí ni las reglas ni los cuerpos son necesarios.

      El silencio que a continuación brotó en la sala desconcertó aún más a Anselmo, que seguía afanosamente entregado a la insatisfactoria tarea de palparse la ropa que ya no vestía y el cuerpo físico que ya no habitaba.

      3. El dictamen

      (…) tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que, tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.

      Jorge Luis Borges, «Funes el memorioso», Ficciones

      Los bordes de la pantalla empezaron a emitir destellos intermitentes de una pulsante luz verde mientras a pocos centímetros de la pantalla se formaban los caracteres nítidos de su código personal: «A-60X47H». También destellaba, además de zumbar, el brazal que Calisté llevaba ajustado en su antebrazo izquierdo. Con un ligero roce de su dedo índice sobre el intercomunicador cesaron todas las señales luminosas y acústicas. Sabía que debía volver porque estaba a punto de pronunciarse el dictamen.

      En vez de irrumpir en la sede del Comité de Selección de Descensos, entró en la contigua sala de interrogatorios. Pulsó un botón que le permitió convertir en transparente la ventana acristalada y a través de ella continuó prestando atención a la comparecencia del recién llegado.

      –Hermano Anselmo –prosiguió el comisario–, ¿cómo te encuentras? ¿Comprendes ya la situación?

      –¿Comprender? ¡Pues no! ¿Cómo voy a comprender? –El interpelado intentaba aplacar su ansiedad haciendo girar la alianza matrimonial que le ardía sobre el dedo anular–. A mí me vais a perdonar… pero no quiero estar aquí, en el Cielo o dondequiera que esté… ¡Yo quiero volver con mi Brígida! ¡Quiero seguir palpándome la carne y secándome el sudor húmedo y el olor a fosfato! ¡Quiero volver a Aldea Moret! ¡Por favor, sacadme de este sueño…!

      Al borde del sollozo, se llevó al rostro las rudas palmas de sus curtidas manos de obrero con la esperanza de que al retirarlas se hubiera desvanecido la pesadilla. Sintió el impulso de hincarse de rodillas para implorar la clemencia del tribunal pero un arrebato de orgullo lo mantuvo aferrado a la verticalidad, mientras recordaba, no sabía por qué, a aquel Anselmo de diecisiete años que una mañana de primavera, después de despedirse de sus padres y de sus hermanos como si los fuera a ver al final del día, había tomado su hatillo y, sin volver la vista atrás, había abandonado para siempre su pueblo natal.

      –Hermano, hermano… Me temo que no puede ser. Tu obra allí está finalizada. Has cumplido todas las tareas que Anselmo tenía previsto realizar. Igual que él fue capaz de recuperarse tras verse obligado a abandonar el pueblo en el que había nacido, tú serás capaz ahora de recuperarte tras haber abandonado tu última encarnación. Lo superarás.

      Anselmo separó las manos y descubrió su rostro asombrado: su interlocutor había captado perfectamente su pensamiento previo, la escena de su partida de Coria, aunque consideró que también sería posible que en realidad hubiera sido aquel hombre de la túnica el que, con su poderosa fuerza mental, hubiese inducido la imagen de la emigración, sugiriendo así un paralelismo que lo calmara en la situación actual en que se veía obligado a abandonar su planeta natal. Sintió de nuevo, brotando de las paredes del recinto, unos efluvios sedantes que apaciguaron su ánimo y fortalecieron su serenidad. El comisario prosiguió.

      –Entendemos tu sentimiento. Sin embargo, en esto no podemos hacer concesiones. No puedes volver a la vida de Anselmo.

      –Pero, ¡un momento! –Anselmo reaccionó, sorprendiéndose por su propia sagacidad, exponencialmente aumentada desde que había aceptado que estaba muerto–. Antes me habéis dicho que aquí no se necesitan… ¿cómo habéis dicho?... sí, ni reglas fijas ni normas inamovibles. Entonces, ¿podéis hacer conmigo una excepción y mandarme de vuelta a la Tierra? Solo depende de vosotros, ¿no es así?

      Los comisarios mostraron cierta perplejidad pero también la satisfacción de comprobar cómo había aumentado la calidad intelectual del interrogatorio. Una leve sonrisa se dibujó en sus rictus. Y se aprestaron a desbaratar el alegato como si libraran un combate desigual de esgrima.

      –Hermano, hermano, ¡cuán en exceso nos valoras! Te agradeceríamos el gesto si no fuera vanidad… No podemos hacer contigo


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