En sueños te susurraré. Antonio Cortés Rodríguez
de los Acompañantes. Allí me formé yo.
–¡Ah! –exclamó Anselmo con admiración por la inusual arquitectura del pabellón y por ser la sede en la que se había formado su cicerone.
Así prosiguió Calisté, señalando con su brazo, empezando por la izquierda del paisaje, hacia distintos lugares en los que se ubicaban los restantes pabellones, que fue nombrando: de los Sembradores, de los Tejedores, de los Sustentadores, de los Visionarios, de los Emisarios y de los Carmenadores. Anselmo los observaba con interés intentando captar alguna singularidad de cada uno, a pesar de la distancia. Ninguna construcción se parecía a las demás.
–Vas a pasar por todos ellos –añadió Calisté–. Solo así podrás conocer las potencialidades de tu alma en este momento, y, solo cuando conozcas de lo que eres capaz sin necesidad de retornar a la Tierra, podrás decidir si quieres volver a reencarnar o no. ¿Lo comprendes?
–Creo que sí, Calisté –respondió él, sin mucha convicción–. ¿Pero tú me acompañarás?
–Claro. ¿No te he dicho que soy tu acompañante mientras estés aquí? Y yo, como todos mis compañeros del Cielo, soy una servidora.
A Anselmo se le difuminó de repente todo su contumaz interés por reencarnar. Tal vez ofrecía mejor futuro una larga temporada dejándose acompañar por aquella beldad. No se daba cuenta de que de forma natural Calisté captaba telepáticamente sus pensamientos.
–Hermano, cuando termine nuestro periplo por los siete pabellones dejaré de acompañarte y tendrás que decidir qué quieres hacer. Y a mí me asignarán otra alma que acabe de ingresar aquí. Entonces nos despediremos.
Anselmo, sonrojado, sintió que de nuevo se le cargaban las espaldas, ya no con el peso de la obsesión por reencarnar, sino con el peso y la amargura de una extraña cuenta atrás. No sabía cuál sería su decisión última después de visitar todos los pabellones, pero sí había decidido que mientras durara ese viaje disfrutaría al máximo de la gozosa presencia de Calisté.
7. El pabellón de los sembradores
De buena simiente, fruto excelente.
Refrán español
Habían recurrido de nuevo al orbe para desplazarse al primero de los pabellones. Después de que se difuminara la pared translúcida del vehículo, Anselmo observó un extenso bosque con distintos matices de verde que por momentos parecía camuflarse en el color que tapizaba todo.
–Son pinos de distintas clases, e incluso algún cedro del Himalaya –puntualizó Calisté, tras captar el pensamiento de Anselmo. Él se quedó absorto contemplando las bandadas de aves que sobrevolaban la formación boscosa.
Según se iban acercando, ante sus ojos se fueron perfilando nuevos detalles: las extensiones de terrenos arados junto al pinar, dispuestos como antemurallas vegetales; las hortalizas espontáneas que manchaban de colores inusuales la tierra en la que crecían; las parras que ofrecían a los insectos y pajarillos sus frutos redondos, revestidos de colores entre verde y grana… Pero lo que más sorprendió a Anselmo fue descubrir un león salvaje en uno de los extremos del perímetro del bosque. Calisté lo calmó:
–Hay cuatro leones en total, uno por cada esquina. No te asustes. Solo están para proteger el lugar, no atacan.
Un intenso olor a resina saturó pronto el olfato del visitante, sorprendido de que al internarse en la espesura del bosque se hubiera adueñado de su oído el constante intercambio sonoro de trinos y rugidos de animales salvajes. Calisté lo miró y sonrió para infundirle tranquilidad. Lo consiguió a medias porque Anselmo siguió recorriendo con inquietud el sendero bordeado de helechos que conducía a un calvero. Dedujo que habían llegado al objetivo.
Una inmensa construcción de tablones ondulados apareció ante sus ojos. Aunque mostraba dos plantas, su altura total no resultaba excesiva. Un porche y un voladizo anclado en columnas espirales de madera asentadas en robustos basamentos de granito ampliaban el aspecto de la primera planta. Había gente sentada alrededor de algunas mesas redondas colocadas en el exterior; mostraban aspecto de campesinos. Calisté y Anselmo empezaron a rodear el edificio recorriéndolo hacia la derecha hasta que dieron con la entrada principal. Sus dos peldaños estaban flanqueados por jardineras rebosantes de vistosos pétalos, multicolores atracciones para la infinidad de insectos que se entregaban a recoger sin descanso la ofenda alimenticia de las flores.
Cuando iban a ascender la breve escalinata, ante ellos surgió repentinamente la figura de una mujer avejentada cuyas arrugas desvelaban las largas horas que su piel habría pasado horneándose al sol. Tras una breve inclinación de cabeza se quitó el gorro de paja que le sombreaba los ojos y se dirigió sin titubeos al visitante.
–Sin duda esperabas otra cosa, a juzgar por tu cara –Anselmo mostró extrañeza, y se detuvo–. ¿Acaso te parecen poca cosa estas flores?
–¿Las flores? –Anselmo las miró con más atención, aunque sin ocultar la contrariedad que le había causado la aspereza del recibimiento–. No, no me parecen poca cosa, aunque…
–¿Aunque qué…? –replicó la guardiana.
–Aunque no me parecen nada del otro mundo.
–¡Del otro mundo, dice el muchacho! ¡Qué gracia! –Calisté y la anciana no pudieron evitar sonreír, lo cual desconcertó aún más a Anselmo–. Bienvenida de nuevo, A60X47H.
Anselmo se giró hacia su acompañante, y volvió a ver la inscripción bordada en su traje que mostraba ese código, mientras se extrañaba del modo tan impersonal con el que se saludaban en el Cielo.
–Recuerda que puedes llamarme Calisté, por favor –replicó ella al punto, como si hubiera advertido el pensamiento de él–. Y ya que estamos, te presento a mi acompañado: se llama Anselmo y viene de la Tierra.
Él sintió el impulso de descubrirse respetuosamente la cabeza, pero nada la cubría; luego sintió el impulso de avanzar al encuentro de la interpelada, pero sus piernas no se movieron ni un solo paso; finalmente, sintió el impulso de hablar para corresponder a su acompañante, pero su boca no logró articular ningún sonido. Lo único que consiguió fue que la joven y la anciana percibieran sus azarosos pensamientos, erráticos como el vuelo de los insectos que sin descanso zumbaban alrededor.
–Pues, ya que estamos de presentaciones, me presento yo también. Mi nombre es Cibeles y soy la guardiana de este pabellón –le dijo la mujer al visitante y luego volteó la cara hacia el dintel de la puerta principal señalando con su mano encallecida el rótulo pirograbado: SE–, el Pabellón de los Sembradores.
A Anselmo le sorprendió más la denominación de la inmensa nave que el nombre de la mujer; no recordaba conocer nada de mitología ni de panteones divinos. Observó el letrero y durante unos segundos permaneció impasible admirando la suave curvatura de las letras, que no contenían ningún trazo recto, tal vez por guardar similitud con la inusual y sinuosa construcción a la que identificaban.
–¿Y cómo has dejado la Tierra? ¿Está bien? –quiso saber Cibeles.
–Sí. Supongo. –Y, al responder, Anselmo por primera vez fue consciente de que nunca hasta entonces había reparado en que había estado habitando un planeta que no era solo una superficie inanimada, sino que también podía ser un ser vivo necesitado de cuidados y de afectos; la reflexión lo turbó, porque una ráfaga de culpabilidad le silbó como un cortante puñal helado junto al sobrecogido corazón. Había pasado años pisándola, sin desprecio pero sin darse cuenta del sustento que le procuraba; años desentrañándole vetas de fosforita sin entusiasmo, sin darse cuenta del valor de la ganga que desechaba en el vertedero; años rindiendo culto a las tumbas excavadas en ella sin veneración, sin darse cuenta de que el auténtico santuario quedaba aún más profundo que los despojos orgánicos de sus ancestros.
–Soy una apasionada de la Tierra, lo confieso –el tono de voz de Cibeles resultaba creíble y veraz–. Es mi debilidad. A veces me escapo y bajo a ver cómo van las cosas por allá. Aunque tengo a los elementales de la naturaleza haciendo una buena labor, me