Tierra nueva. Mario Escobar Velásquez

Tierra nueva - Mario Escobar Velásquez


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que iba o venía de donde alguno de sus “cueros”, es decir una joven mujer, o no tan joven. Como casi todos los chilapos usan por sábana una piel de res, lo que tienen debajo del cuerpo como adehala recibe igual el nombre de cuero. No es peyorativo, sino más bien cariñoso el mote.

      Porque El Pichón no iba o venía sino por dentro del monte, si de ir por el cuero se trataba. Leguas, a veces. A mí se me hacía que en las circunvoluciones del cerebro tenía muy bien montada una brújula, porque, sin caminos ningunos, él era capaz de dar con un rancho de cuarenta metros cuadrados en una apertura de una hectárea, a cinco kilómetros del punto de arranque.

      No es nada fácil. El monte es terriblemente monótono. Un sitio es igual a millones de ellos. Y lo que es más, es variable. Un árbol que se desploma por su peso o herido por el rayo altera la topografía, e impide ir en línea recta. Lo mismo los caños, tan usuales: para vadearlos hay que recorrer trechos largos que tampoco permiten la derechura. Un caño que se abre, lo cual es usual, o que se cierra, o un cambio del recorrido del río, que también es usual, aunque menos, distorsiona todo. Una apertura dejada en barbecho vuelve a su estado natural en poco tiempo, y así.

      Pero El Pichón no se equivocaba.

      Tampoco yo, la verdad, aunque mis recorridos eran mínimos en comparación con los suyos: cuando más uno o dos kilómetros monte adentro.

      En más de una vez conversamos acerca de las razones que tenía para ir a sus contubernios por entre el monte, no usando los caminos. Me dijo:

      —Los caminos son unos chismosos, si uno sabe oír con los ojos. Cuentan del paso de todo el que pasa. Yo conozco, creo, a todas las botas de los que viven por acá, y les sé el cuándo dejan su huella en el barro o en el polvo. Y como las botas no andan solas sino que llevan dentro al pie del dueño, yo sé quién vino, o fue. Y como yo, todos. Y por eso, si en el camino de entrada a una casa quedan marcadas mis pisadas, el marido no va a dejar de preguntarse: “¿Y a qué vino El Pichón?”. Y esas preguntas no son nada saludables ni para mí, ni para la dueña de la casa.

      Tampoco para el dueño de la casa, “el dueño” de la mujer, pensé yo.

      Siguió:

      —Yo llego a buscar lo que deseo, mi alegría y a veces mis desgracias, por entre el monte, por la parte en que la cocina le da frente. No entro al patio: silbo, con mis silbiditos que son conocidos, que imitan el de un pájaro. Y si la de la cocina está interesada, sale al monte. En él, en alguna parte seca, yo he recogido hojas: muchas hojas. Hago una especie de cama, seca, que huele bien. Las hojas caídas tienen buen olor si están secas. Ensaye las narices y lo sabrá: huelen a madera seca, que es el mismo buen olor. Y nos estamos un tiempo, haciendo lo que el cuerpo de ella y el mío quieren: cosas muy sabrosas, como usted tiene que saber. Y cuando ella debe volver a sus oficios, le preparo un viaje de ramas secas: no es asunto bueno el que llegue vacía, si es que el marido vino antes de lo esperado y tenga que preguntarse qué hacía ella fuera de casa. Y luego deshago la cama de hojas. Las disperso. La cama de hojas también puede chismosear si se la encuentra. Y entonces me vuelvo, silbando, pero empiezo a silbar apenas desde el punto en que no se me pueda oír. Y no es un silbo muy duro: suave, apenas como para mí. Porque vuelvo siempre contento. A mí esas cosas, con su poquito de peligro, me gustan mucho.

      Casi siempre después de una de esas conversaciones, y del paso de alguno por el camino de enfrente, yo me iba a mirar las pisadas, a tratar de que me hablaran, a oírlas con los ojos como El Pichón decía. Pero para mí eran mudas, o me eran sordos mis ojos. A las únicas que podía identificar siempre sin temor a errar era a las del Mercader. Porque, antes de la huella del pie izquierdo, había una raya ancha del arrastre de la punta de la bota antes de que asentara la suela.

      A veces yo sorprendía a El Pichón, en el monte, si es que yo estaba quieto. Lo que en el monte delata principalmente es el movimiento. Eso lo sabe todo animal montaraz, y lo sabe todo el que va detrás de los montunos. A los sonidos se puede amordazarlos para que no salgan, y cada paso puede ser controlado si se pone cuidado en el asentamiento del pie. Aún los olores se pueden controlar un poco si uno va bien bañado y con ropas del día. Y, si es que va de cacería, si se mueve en contra de los vientos, y no con ellos. Pero lo que se mueve se delata, necesariamente, para el ojo entrenado. En el monte todo lo que se traslada está vivo, sin excepción.

      Empero, nadie nunca pudo afirmar que El Pichón fuera el amante de esta o de aquella. Lo sospechaban. Lo intuían, con esa intuición sabia de los conglomerados. Porque El Pichón en esos asuntos sofaldados era el silencio mismo. A las jactancias las ignoraba. A las palabras triunfadoras se las ahorraba, como todo Casanova. Se cuidaba hasta de los caminos trillados, como ya dije. Sus rumbos de ir a los ranchos ajenos eran rumbos de por entre el monte cuajado, caminos del uso del tigre y del pecari, solitarios, huraños, caminos que ellos se hacían para sí solos, y también para El Pichón, sin que lo supieran. Pero El Pichón era asimismo el hacedor de los suyos, en donde los encuentros indiscretos no se daban nunca. Caminos hojarascosos que no guardaban jamás escrita en su lomo la huella de unas botas, legibles por algún marido o papá. Porque, es sabido, las huellas cuentan cosas doctas: como las de quién pasó, y cuándo, y hacia dónde. El Pichón, a los caminos comunales, de vecinos, a las veredas de entrada a las casas, las dejaba limpias de sus jacillas. De ellas se guardaba porque sabían lengüilarguiar.

      Como a sus fuerzas, que eran amplias y ágiles y demasiadas, a esa capacidad suya de ir por entre el monte cuajado sin errar el rumbo para ir a dar en algún rancho lejano como llevado por la culebra de un camino pintado en la tierra, pero inexistente, yo se la sabía envidiar. Porque en el bosque no hay puntos de referencia. Cada árbol se parece a sí mismo y es igual a los demás. Quien quiera caminar la selva debe tener los caminos imaginarios grabados en el cerebro como si fueran de verdad, y a más una brújula interna, de esas que no se adquieren en los almacenes. Se nace con ella, o no. Yo la tenía, si bien menos eficaz que la suya. Él más recto para ir, más seguro, más rápido. Lo sé, porque con él anduve montes, demarcándolos, y esa superioridad supo demostrarla, callada, sin alardes.

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