Tierra nueva. Mario Escobar Velásquez
sí? Es lo que usted quería.
—Sí. Y fue mejor, porque lo vi matándola.
Quiso que se lo contara, y narré escuetamente. Dijo:
—Sí. Es un demonio. Nos libra de otros.
Rufo había tomado suero del tazón, y subió tras de mí, no engreído. Como si esas luchas del matar o el morir le fueran cosa de todos los días.
—Eres un tipo muy interesante —le dije—. Cuídate de las más grandes.
Se lo decía porque una sierpe de más de un metro es ya una máquina de matar muy poderosa, capaz, cuando el cuello no le da, de lanzarse a sí misma, toda entera, en un salto de más de un metro, adelante los colmillos, letales en el mal oficio de clavarse y de inyectar.
Rufo no podía entenderme.
Solo entonces empecé a estar dentro de mí, porque estaba percibiendo a los sonidos en otra vez. Mientras que la justa duró no oí nada. O eso me parece, ahora. Quizá los sonidos del viento mueve-ramas siguieron estando, pero no para mí. Y los chillidos de los pájaros, desde el bosque. Y el bramar de los terneros recogidos. Nada oí mientras que estuve viendo a la muerte llegando, y el corazón casi se paraba como un lebrato con miedo.
El entorno mío de siempre era sonidos, cercanos el bosque y el río. Tardado volvía a sentirlos. Cuando el drama se daba no los percibía: yo era todo ojos. Pero ahora me asombraba un poco, por adecuado al momento, el grito potente de un gran pájaro, al que llamaban como sonaba su grito: “ya’cabó”. Así lo iba diciendo, alejándose: como si él también hubiera estado presenciando hasta el final, y lo dijera ahora.
Me puse a mirar despacio a ese demonio, que, aculado, enfilaba las orejas hasta el monte para que él le contara cosas. Por entonces yo estaba leyendo a Schopenhauer, que me influenciaba harto, y me pensaba, con él y con los genes, que en ese gato estaban todos los gatos que habían sido. Los de los faraones, milenios atrás. Los de Nerón. Los de Popea. Los de un general chino que perdió una batalla por asistir de parto a su gata preferida, y después por eso la vida, y todos los de las innumerables solteronas del amplio mundo. Yo mismo era lo mismo, y era todos los que hubo antes de mí y me transmitieron su vida, y me dio un friecillo que me hizo endurecer las tetillas, del espanto. Eso era demasiado.
Pero Rufo sí que era un demonio único. No sabía nadie de otro gato que se trajera al patio de su casa esa clase de preseas derruidas, como para decir “miren”.
No fui yo quien dio con Rufo muerto, meses después, sino el mayordomo, y no tan lejos de la casa. Si no le bajaron las aves negras, que yo hubiera detectado, fue porque murió a cubierto, bajo unos matojos muy densos. Pero el mayordomo, que tenía un oído exquisito, que igual envidiaba yo como envidiaba los dientes de la negra, estuvo sintiendo en una mañana el bordoneo sordo de esas grandes moscardas azules que depositan sus huevos en los cadáveres, y se acercó a investigar. Vino a darme la noticia:
—Allá está el gato, muerto. Perdió una. La que se pierde en las que él andaba. Siempre hay una que se pierde. Nadie ha ganado en todos los revolcones.
Fui a verlo, un dogal asfixiante a mi cuello. Estaba pavorosamente hinchado de la cabeza. Tanto que la hinchazón le hizo de vaina al colmillo destapado, y ya no se le veía como a la faca mostrada por uno de costumbres averiadas.
Apartando la pelambre di con las punciones de los colmillos: estaban en el cuello, y la separación que tenían indicaba el tamaño de la cabeza que los usaba: esa culebra era con seguridad una tatarabuela. Me fui por la escopeta, que cargué con cartuchos de posta menuda, y con mucho rencor, y con el mayordomo, usando pértigas, estuvimos removiendo matojos y troncos caídos. Pero fue en vano.
Sólo entonces recogí al vencido guerrero. El mayordomo lo había dicho como era: se acababa por dar con la cara agria de la derrota. Le tomé uno de los párpados para verle el ojo, y estaba opacado como un oro enfermo, un oro envenenado.
—El Derrotado Capitán —pensé.
Me fui con él al río, y cada paso me apilaba tristezas adentro. Ya no era verano, y desbordaba. Lo puse encima: se lo succionó el largo cementerio viajero, desapareciéndolo. Ya no era, sino que había sido. Ahora era río. Después sería peces, o caimán.
La ausencia del gato se notaba demasiado, algo faltándome de continuo.
Una ausencia tan pequeña, llenándolo todo, desperdigada, ubicua, dolorosa.
Dos o tres días después el del olor a caballo me dijo:
—Si pudiera llorar, se atristaría menos. Así es como hacen las mujeres, que vuelven lágrimas a las penas.
—¿Es que se me nota tanto?
—Sí se le nota. Y su tristeza me da tristeza.
—Me hace mucha falta. No creí que iría a ser tanta. Pero es una buena muerte, esa. Él hacía lo que le gustaba hacer. Pero no es tristeza por él. Lo mío es otra cosa.
Se puso confianzudo como nunca, y preguntó:
—¿Qué es, si me permite?
Lo miré con detenimiento: el color oscuro de ese bejuco, la majagua, jineteándole la piel. La pelambre inculta, revolcada bajo la gorra. La nariz chata. Los ojos inteligentes. Tal vez entendiera.
—Es lo inútil de algunas cosas: en el mundo sigue habiendo mapanáes. Ni cien mil Rufos acabarían con ellas. También ellas matan gatos, pero los gatos no se acaban. Lo que hay es esa lucha, durando.
Entonces se atrevió a ponerme la mano en el hombro. Eso me pareció bonito.
Cuando, de muchacho, el nativo del departamento de Córdoba, al cual en Urabá llaman “chilapo”, deja la casa huido, cosa que es la mar de común, dice que “se pisa”.
Cuando, ya de otra edad cualquiera, se va a la francesa de alguna otra parte, sin despedidas, de afán, por malos modos suyos o ajenos, por algún muertecito de mala suerte que se hizo, o por algún hijo ocasional del cual no quiere responsabilizarse, también “se pisa”.
Siempre me gustó el término: equivale a fuga, a ida de a pie poniéndolo sobre la sombra propia, que es una silueta a tinta china que precede, o se arrastra seguidora.
El que va a poner sus pies sobre la sombra escoge bien la hora: de tardecita, para caminar entera la noche y ser logrero de distancias. Entonces, si va hacia el oriente, su sombra lo anticipa larga, y el yéndose la camina, atrás occidentándose el sol.
O, si de mañanita, “porque al que madruga Dios le ayuda” y el sol asoma apenas cuando el de la llanura, el yéndose, va hacia el occidente, camina también sobre la oscura silueta que adelanta los caminos.
Por el medio día el viandante también pone pies en el acurruque oscuro. La sombra se agazapa abajo de su verticalidad, miedosa del sol tan alto: apenas un pañuelo negro, tirado abajo. Apenas un charco de sombras, nada más que un punto ancho.
“Pisarse” sabe y suena a tierras dejadas de prisa. A muerto que no hay que pagar. A mujer sin adiós dado, ni recibido de ella. Atrás se queda lo vivido, y adelante está todo el no se sabe de todo el albur. Atrás lo vivido-gastado. Adelante la vida para usar. Escribo lo anterior recordando a uno.
Se le llamará todavía “Pelos”, si es que alienta en alguna parte. Es un nombre propio casi, más verdadero que el nombre con el cual lo crismaron. Cuando un sobrenombre pega es porque el que lo mereció no quedó bien bautizado, y que el nombre asperjado de agua bendita no le convenía. En el sumario en donde se le nombra debe aparecer poco más que su nombre y el del muerto, y el cómo y el cuándo de la muerte, pero dudo el que aparezca el porqué de ella. Además, el sumario prescribió hace ratos, entre ofensas del polvo y cagarrutas de moscas, y en la quietud de anaquel de un juzgado de pueblo. El sucedido es una muestra del cómo hacerse justicia expedita, que es el modo de esas tierras bajas de Urabá,