Tierra nueva. Mario Escobar Velásquez

Tierra nueva - Mario Escobar Velásquez


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me acercó y me dijo:

      —¿Creyó que me estaban imitando el silbido, no?

      En la boca no le retozaba, como antes, la gracia joven. Esa boca había envejecido, y se había acibarado. Yo pensé en un segundo, fúlgido como un relámpago, que tal vez fuera mejor no tomar venganzas. Que clavar un cuchillo en un pecho cerdoso era de algún modo clavarse otro en las honduras más hondas del alma.

      Me contó cosas, con sus palabras de ahorro: que estaba poniéndose de señuelo porque había sabido que el negro cara de marimonda, negra como la cera, se había ofrecido de asesino para vengar al mulato. Y que ese marimondo ridículo había estado recorriendo el caño cercano a la casa de Pelos, como un payaso, metido debajo de una lona en el fondo de una canoa que otro negro manejaba. Pasaban en cuatro o cinco veces al día, orillando, despaciosos. Todo el mundo sabía ya quién era el tapado, y qué buscaba. Se reían. Era comedia. Si ese hubiera estado dispuesto a disparar habría bajado hace ratos. Se reían: cuando ese se ofreció no sabía lo difícil que es disparar. Se reían más: una cosa es imaginarse de héroe, y otra, tan distinta, llegar a serlo.

      Pelos se había estado aguantando la vergüenza de irse a donde mí, a que yo le viera los ojos que habían orientado al cuchillo, pero ahora quería pedirme que le prestara mi escopeta. Así él acribillaría al negro, y le cobraría las zalemas que tuvo para con el muerto y los falsos testimonios que estuvo dispuesto a emitir. Pero, sobre todo, se cobraría su deuda: el negro andaba con la escopeta del mulato, una muy buena de dos cañones. A él todos esos megahachazos tributados para el derribe le dolían sin convertirse en dineros. Era por dinero que los había disparado. Añadió:

      —Deberán bajar dentro de un rato. Venga conmigo y siéntese a la orilla del caño. Podrá reírse.

      Me senté, a la sombra copiosa de un almendro. Pelos se sumergió, literalmente, entre una mata muy espesa de yerba elefante. A poco se oyó el rumor de un motor que venía despacio, y la canoa desfiló cercana. Sí: en el fondo, tapado, se veía muy discernible el bulto de una persona y la punta de una escopeta de dos ojos oscuros que levantaba la lona. Pude ver cómo se movía la lona, y con una discreción de hipopótamo se alzaba una esquinita y alguno me escrutaba. Lo que ese negro tenía era miedo de que Pelos estuviera por ahí, de verlo. Imagino ahora que si lo hubiera visto sentado a mi lado no hubiera sido capaz de alzar el arma.

      Escupí hacia el caño, muy ostentosamente. Me dieron ganas de enfilar el cañón de mi pistola y acribillarlo: por comediante pésimo. Una burda parodia de asesino, con cara de mico negro. Allá en esa tierra ardida todo el mundo era tan valiente como le era dable. De necesidad cada uno tenía que serlo. Pero ninguno fanfarroneaba. Y, menos, ninguno alzaba comedias pueriles.

      Cuando la canoa estuvo a unos diez metros, rebasada, Pelos se alzó con un brazo extendido simulando el cañón de otra escopeta, y con el otro apretó en dos veces un gatillo imaginario. Le oí, entre la lengua y el velo palatino los dos “pau, pau” que emitió, como el gañido quedo de un gato-tigre. Cuando la canoa se perdió atrás de un recodo salió del todo y me dijo:

      —¿Ve qué tan fácil sería?

      Sería muy fácil, si no estuvieran mis reatos de conciencia. A mi pesar, porque algo me impulsaba a ayudarlo, le dije que no.

      Él dijo:

      —Yo sabía que me diría no. Por eso no fui hasta su casa. Pero cuando lo vi a usted creí que tal vez…

      Le iteré que no, que yo no era capaz.

      Anduvo haciendo cuanta gestión pudo para hacerse con una escopeta alquilada. Pero en toda la región boscosa solo estaba la mía. Era una región de colonización, y la gente apenas se instalaba. Había que conseguir primero la vaca, para alimentar los críos que abundaban, luego de construir el rancho y de sembrar las cosechas. Y luego al caballo para sacar al pueblo los productos, y entrar lo mercado. Lo tercero que estaba en el orden de prioridades, cuando ya se había satisfecho lo de vaca y caballo, era la escopeta. Es decir un lujo, inasible como el brillo de una estrella. Los más de todos no llegaban ni siquiera a conseguirse la vaca. Los más de todos se quedaban con el rancho, y los críos tomaban agua de arroz con azúcar en los teteros hechos con botellas de cerveza, y una teta de caucho comprada baratona. La leche de vaca era una ilusión.

      Cuando a Pelos le avisaron que habían cambiado al negro, por bobo, y que le habían dado a otro la escopeta y el encargo, entonces sí que se pisó, y ligerito.

      Merlinda, ya lo dije, era la mujer de El Pichón, desde siete años antes. Ella y su marido vivían con el suegro, en una casa estrecha, que alojaba igual a tres de los hijos de entre diez y doce años de El Mercader, que había enviudado.

      El sobrenombre de “El Pichón” era malicioso, y se refería a su incurable afición por las mujeres, especialmente las casadas de varios años de ejercer el matrimonio, con las cuales se enredaba en asuntos fálicos. Él sabía muchas cosas de ese estado, y entre ellas que una mujer recién casada todavía adora a su maridito. Las casadas no le significaban compromiso, ni obligaciones, sino riesgos, y a estos estaba dispuesto a enfrentarlos. De él se decía, a medias voces, que visitaba cuando menos a media docena, cuando el marido de la de visita de turno estaba en el pueblo en bregas de mercado.

      Los muchachones de la región, venidos todos del departamento de Córdoba, en donde el deporte preferido es el béisbol, habían fundado un equipo, con sede en “El Pueblo”, en donde la cancha les servía para ese deporte, así hubiera sido habilitada por uno de los ganaderos como de fútbol. El Pueblo era la agrupación mayor de casas en todo el territorio de colonización, desde el Caño Tortugal hasta la carretera que iba a Chigorodó: muchos miles de hectáreas. El Pueblo contaba con cuatro casas, dispersas. Las dos más cercanas estaban a cinco cuadras la una de la otra. Y una hacía de tienda de abarrotes, en donde no se encontraba sino lo indispensable: panela, sal, harina, jabones, y poco más. Nunca un paquete de galletas, nunca un kilo de fríjoles. Era una tienda pobretona, para pobres.

      Allá, en ese culo del mundo que era el Caño Tortugal, entre peones y tumbadores de montes, entre vaqueros y colectores de leches de vacas en corralejas inmundas para construir quesos que mal olían, se había conformado un equipo de béisbol. Hasta uniforme se agenciaron, y a mí me tocó comprarlo en Medellín, prefabricado. Después de que se los habilitó a las medidas de cada uno, lo estrenaron llenos de una especie de beatitud que no se les dio nunca más. Lo conformaron para dirimir, con equipos de lugares “vecinos”, a veces de leguas de distancia, triunfos y derrotas fáciles, sin glorias arduas ni penas que duraran. Competían por la alegría de competir, por el goce del huelgo, por encontrar las risas y los gritos y los abrazos y los comentarios, cosas esas y todas escasas para ellos.

      El Pichón era el pitcher del equipo. No es que los jayanes y los mocetones y los vaqueros no supieran gargantear “pitcher”, así con “t” y con “r”. Sí sabían. A la palabra le variaron letras con tijeretazos de malicia, porque “Pichón” definía exactamente al jayán mujeriego, y para él no hubiera podido darse con un calificativo mejor, ni para el acto de tener los frutos venturos que el forzudo obtenía de mujeres de kilómetros a la redonda. Él Adonis para ellas, montaraz él y ellas montaraces. Él deseado, buscado, suspirado por ellas, esperado y aceptado y tenido. ¡Y colmado!

      Hacía muchos años que yo había dejado de dispararle a los animales, por cazarlos únicamente, o para comerlos. Y había cambiado el gatillo de la carabina por el disparador de una cámara de fotografía. Ahora “cazaba” a los animales con ella. Este tipo de cacería requería muchísimas mayores habilidades que las necesarias para dar muerte al animal, porque exigía la cercanía. Si bien el teleobjetivo de que mis medios me munían me daba un alcance mayor en unos veinte metros al usual de la cámara, tenía con todo que estar casi tocando a “la presa”, lo cual no ocurría con la carabina, que me dio en sus tiempos alcances de ciento cincuenta metros, y a veces de más. Es cierto que mis experiencias de cazador, que eran dilatadas, me permitían moverme en el monte relativamente silencioso, y que


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