Tierra nueva. Mario Escobar Velásquez

Tierra nueva - Mario Escobar Velásquez


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mitad en el suelo, y mitad en la cama. Mitad vestida, y mitad no. Se había quitado la blusa y el brasier, pero no alcanzó a sacarse la falda. A un lado el camisón de dormir. Los pechos lindos también estaban borrachos, y tambalearon después, un poco, cuando la sacudí. No tanto como cuando ella pilaba el arroz, y bailaban zarabandas de picos rosados, muy armónicas. No pude no estarme mirándolos un rato largo. Tuve que regañar a la mano que quería ir hacia ellos y untárselos. Atraían, como los abismos, pero sin miedos. A la luz del mechón, que temblaba como epiléptico, esos pechos insurgentes tenían brillos como de níquel, en las partes en que sudaban. Un hilo de saliva, seco, estaba como una raya del labio hacia abajo, ceniciento. Repugnaba en los rasgos pulidos. La cara de hueso: tan pálida. En la terrazón del suelo la botella, sin una gota. En la repisa pobretona el mechón de petróleo, capaz de arder toda la noche: y en la cara, en los senos fastuosos, y en las piernas largas como caminos, los zancudos festinándola.

      Pensando que las mujeres que lloran eran mejores porque la pena les dura menos, escurrida con las lágrimas, la subí a la cama. Pesaba, inerte y desmadejada. Le puse encima del cuerpo, como una cúpula, el mosquitero, y apagué el mechón y cerré la puerta.

      Y arriba, luego, durante toda la noche, me comieron los zancudos del desvelo.

      Alta la mañana subió por lo que no necesitaba: fósforos. Se había desrayado de la cara la saliva. Pensé que se había mirado al espejo: eso inevitable para toda mujer en toda circunstancia.

      Antes la había oído en la huerta, tirando babazas del estómago.

      Le entregué el cheque. Firmó el recibo.

      Dijo:

      —No sé qué hacer. No tengo a dónde ir.

      —Su marido habló de la mamá de usted.

      —Sí. Vive en Dabeiba. No necesito ir hasta allá para saber que no van a recibirme con ellos.

      —¿Por qué no? Usted no tiene culpas.

      —No tengo. Sin tener, él me dejó. Ni siquiera me dijo adiós: yo soy de la familia del muerto. Él nos parte: es como una valla.

      —Es espantoso. Pero hasta ahí entiendo. Mal entiendo, pero algo.

      —Mi mamá vive arrimada en casa de la hermana: la mamá del muerto. Vive con mis primos, hermanos del muerto, ese asqueroso. Pero yo soy de la familia del que lo mató.

      Se quedó callada.

      Yo no hablaba. ¿Qué iba a decirle, por Dios?

      Supe del estallido interno controlado, porque apenas si alzó la voz:

      —Tenía que matarlo, al hijueputa. No podía dejarse robar, ¿cierto? Por acá la ley es esa.

      Y después:

      —¿Ahora sí está entendiendo?

      Yo no necesitaba contestar. Estaba aprendiendo de esa ley dura, que sacrifica a inocentes. Implacable, inexorable, injusta. Necesaria, tal vez, en esa tierra en donde ni la policía, ni el ejército, salen de patrulla, y se están en los cuarteles, desprotegiendo a todo el mundo. Una ley para hombres que no pueden dejarse tragar de las injusticias.

      Ella siguió, luego de una pausa en la cual tragó de su saliva, que a mí me supo amarga en mi garganta:

      —Déjeme estar abajo, unos días, mientras que consigue mayordomo. No le estorbaré.

      —Quédese.

      Ordeñaba las vacas. Hacía quesitos. A ordeñar detestaba yo. Por mí, a la leche que se la tomaran los terneros si no había quién la sacara de las ubres. El olor vacuno me repugnaba, y me repugnaba lo mantecoso del pelaje, y una teta de esas en la mano me repugnaba. Y ella encerraba a los becerros. Pero lo más del tiempo se la pasaba en el barrancón del río, mirando al agua, que la llamaba. Oyéndole las voces fluyendo que le decían de una entraña líquida en donde todo se olvida con la respiración ausente. Miraba, nada más, haciéndole caso a sus miedos, y no a sus ganas.

      A veces se me insinuaba, muy sutil y compuesta, con discreción. Subía y preguntaba:

      —¿Qué escribe tanto? Esa máquina no descansa.

      ¿Cómo explicárselo?

      Facundo Fecundo, que tenía unos ojos gavilanescos para ver el interior de las almas, le leyó la suya. Me dijo un día:

      —Esa mujer lo que quiere es quedarse con usted. Cójala. Es linda. Es jovencita. Usted está solo. La mujer que tiene en Medellín no se le viene, como me ha dicho. La necesita. La cama de uno solo es muy ancha. Es muy fría. Las noches de las camas para uno solo son muy largas.

      Todo eso era cierto. También yo estaba sabiendo que quería quedarse conmigo. Pero yo sabía que no me quería a mí, sino al cobijo, a la seguridad de un techo y un plato, al amparo para el desamparo. Y sabía desde hacía mucho que las cosas así no marchan. A más, yo tenía alguna especie de fidelidad con Mañe: había sido casi mi amigo, ¿no? Y uno no toma a la mujer del amigo. Así es que le contesté:

      —No. No se puede.

      Él me miró, sin entenderme. Yo no iría a explicarle nada. A mí no me gusta explicar lo mío. Él me dijo:

      —Usted tiene cosas de bobito. Y no se me vaya a enojar, porque es así.

      Así era, tal vez.

      Me dijo:

      —Dígame al menos por qué no la coge.

      —Usted sabe que las cosas se me están desbaratando por acá. Tal vez tenga que irme pronto. Y, entonces, ¿qué hago con ella? No puedo llevármela.

      —La deja. Mañe la dejó.

      —Yo no soy Mañe.

      Cuando ella subía a preguntar qué escribía yo tanto, y yo no sabía explicárselo, se ponía a mirar por una de las ventanas. Tal vez esperaba una seña. Yo sabía que no veía hacia afuera, sino hacia atrás, hacia otros días: o se veía, el aire caliente de afuera un espejo. De espejo para verse el desamparado, cuando necesita. Para verse sirve cualquier cosa en la cual se pongan los ojos, que no ven a la cosa. El desamparado se mira es a sí mismo, puesto un poco lejos.

      Callada, mirando. Yo le veía el trazo firme de la cadera, la curva dura del seno, las piernas largas como caminos, los brazos con su empinada cuesta hacia las caricias del pecho. Yo quería decirle algo, pero enmudecía.

      Callada vio venir al mayordomo en oferta. Callada oyó los arreglos. Callada las instrucciones que daba yo. Callada nos vio ir a caballo a recorrer la finca.

      Se había ido, callada, cuando volvimos. En el rodillo de la máquina de escribir hallé, sobre la página que yo llevaba mediada, estas pocas palabras: “Adiós, arisco, y gracias”. Pude imaginarla buscando cada letra, despacio, en el teclado. Imaginarla pulsándola. Imaginarla yéndose en derrota.

      Anduvo doliéndome por un tiempo, y a mi dolor yo le gritaba que no había razón para dolerse. Pero el dolor no me oía. Yo peleaba conmigo mismo, dividido: una parte mía me estrujaba diciéndome que debí tomarla. La otra que hice bien no haciéndolo. Nunca se pusieron de acuerdo las partes. Y si quiero contiendas de esas me basta con recordarla, desnudos los pechos y brillantes y hermosos y rotundos, como estaban cuando se emborrachó. No la vi más. A veces, apenas, en el recuerdo.

      A los quince días de eso, yendo yo por el extremo más norteño de la finca, cercano a donde vivía antes Pelos, ¿de quién oigo el silbidito, saliendo del monte, sino el suyo? Creí que mis orejotas me engañaban: no podría ser él. Pero cuando paré el paso y miré hacia el sotobosque, a él lo veo saliendo sonreído como en una tragedia. Algún orgullo amargo con él, oloroso a Caínes. Una como tristeza alegre, que yo no sé definir. Tal vez habiendo yo blandido el cuchillo, y habiéndolo clavado, lo entendiera. Tal vez si yo hubiera pensado lo que él pensó cuando iba detrás del grandote, hacia el pecho velludo como de cerdo, y ladrón. Tal vez. Pero en ese momento, y en todos los de después, Pelos me era inentendible. En la mano traía una rula nueva (el machete ancho y largo y pesado


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