Tierra nueva. Mario Escobar Velásquez
reculaba hasta tocarlo, incitándolo a la suplicosa cópula imposible. Pero el matojo no sabía.
¡Cómo, de verdad, yo quise ser gato!
Entonces, todo arrepentido, recordé la promesa que le había hecho a la negra ampulosa de dientes, y sus palabras sobre la anchurosa extensión de las camas solas, de los espacios sin gatos.
Para el día tercero de su celo estaba ronca en toda la plenitud de su ronquez y triste. Apenas se la oía a metros. Se había tendido al socaire del impasible matojo y gemía su humillada soledad. Gemía la pavorosa soledad del lugarejo.
Tardó dos o tres días más en sosegarse, en recuperar trabajosamente el porte de gata linda y rica, siendo como en antes. Como si no hubiera tenido ansias que la habían encendido. Como si para las entrañas suyas no hubiera cambios que la obligaran a rogarle a matojos. Como si en la desvergüenza mayor no hubiera tirado el orgullo para suplicarle impúdica a los aires todos que hicieran que la oyeran.
Digo que siendo como en antes, es decir una orgullosa nata. Quizá el orgullo no sea otra cosa que egoísmo: la gata era capaz de recibir sacos de caricias, pero no daba. O muy poco. Cuando se acercaba a donde yo estuviera iba ordenando que se la amara, todo debiéndosele a priori. Como amar es dar, no recibir, exactamente según mis códigos, yo la ponía sobre mi regazo y la acariciaba. Amar, como dar, se paga a sí mismo. Le sobaba la limpia pelambre hasta que sentía pequeñísimas descargas de la electricidad estática, ella en goces inefables y yo contento. A veces, muy pocas, soltaba algunos ronroneos satisfechos.
Mandé a buscar un gato, en donde estuviera, para no tener que soportar en otra vez las angustias de la carne gatuna urgida. Trajeron a un gato fundamentalmente distinto a la Rufa. En todo. Aunque no es que fuera pequeño, ni liviano, se asentaba sobre patas cortas. Al lado de la gata, que me pareció siempre como si fuera en zancos, se veía bajo. Y no imponía el deber de amarlo, sino que aprendía a dar el amor. Lo manifestaba de muchos modos: el más refinado de ellos asperjándome con sus orines, marcándome con gotitas nimias cuando empezó a considerarme propiedad suya. Así es que me marcaba como marcaba las lindes de la casa, para que cualquier improbable gato merodeador supiera de su dueñez, si venía.
El marcamiento ocurría cuando yo estaba sentado en el corredor, mirando lo que pasaba en el amplio entorno del más allá de las pajas, o pensando cosas de los personajes de mis libros como ellos las pensarían, para ser ellos. El gato, luego de mucho ronquido de amor varonil, de mucho frotamiento de sus lomos contra mi piel desnuda, en las piernas, que yo le correspondía rascándolo detrás de las orejas, alzaba la cola y me tiraba calientes las gotitas. Significaban “esto es mío”.
Después yo bajaba hasta el pozo y con dos o tres baldados frescos, que siempre eran agradables, borraba la amorosa impronta.
Nada más llegar, salido de un costal ignominioso, Rufo supo cómo se las gastaba la gata. A él la mujercita de abajo le había embadurnado las patas con manteca. Eso le molestaba, y le gustaba: se las lamía. El teorema decía que, ocupado en la limpieza, que además le tendría buen sabor, no pensaría en marcharse y así se adehesaría. Eso le hicieron por cuatro a cinco días, en los cuales estuvo lame que lame, muy empeñado.
En el primero de los días, metido debajo del penumbroso fogón de abajo, silencioso, ocupado en lamidos continuos, no fue visto por la gata hasta tarde, cuando bajó. Nada más verlo se erizó entera como el lomo de un puercoespín, y bufaba y escupía lo que supongo insultos suyos. Luego se le fue acercando, marchando de lado, y cuando le estuvo cerca disparó traicionera la garra cruel. El gato la recibió en el belfo superior, que fue desgarrado. Con un gemido se metió entre el hacinamiento de leños.
De ahí lo saqué con la pelambre llena de cenizas, cuando me lo contaron. Subí con él, y aunque vi el estropicio inútil, no tenía manera de unir los bordes cortados. Así es que le expliqué la necesidad del desinfectante que le apliqué. Aunque el estremecerse de su cuerpo me contó del ardor, el gato se estuvo quieto.
Cuando la pérfida gata me vio acariciarlo vino a frotárseme en la pierna y a ronronear, como si de veras me quisiera. Pero yo sabía que ella solamente sabía amarse a sí misma.
Cuando la zajadura sanó quedó un boquete en la línea del belfo, que dejaba afuera el colmillo de ese lado. Eso le daba a Rufo un aire de malandrín armado, ostentoso, que estaba lejos de ser su verdadero talante. Un aire de matón estrenando faca, y mostrándola.
La gata demostró a su próximo encelamiento unas dotes muy curiosas: por lo pronto la insaciabilidad de su entraña. Al contrario de lo que yo sabía de sus congéneres, que se daban por satisfechas a la realización de una sola cópula en cada estación del celo, Rufa urgía al macho en dos o tres veces al día. Y si bien en la vez inicial se entregaba desvergonzada con unos maullidos que no parecían de gozo sino de asesinato que sufría, para la segunda y demás se volvía cruel e imperiosamente exigente: el gato tenía que servirla, pero además que soportar la garra sádica que le caía con púas mal intencionadas de hacer daños.
Para el segundo de los días del celo, el gato, que no es que fuera muy rijoso, prefería dormir. Se despatarraba en alguna sombra propicia y dormía sus excesos del día y de la noche anteriores, plácido, subiendo y bajando en un ritmo lento el pecho respirador, y el colmillo asomando por entre el belfo como un puñalito desenvainado.
La gata lo buscaba. Cuando daba con él se estaba un rato observándolo a distancia, y en los charcos de amarillo cruel de sus ojos una expresión que siempre me pareció burlona, y en la larga cola un bamboleo tan pausado como el de un péndulo. Entonces se le iba despaciosa, tan precavida de ruidos como si fuera de cacería, pausada, elegante el largo cuerpo sobre las almohadillas rosadas de sus patas, hasta dar junto al yacente. Alzaba una de las garras, desnudos los pinchos duros, y tirándola halaba cuando daba con la piel pelambrosa del gato.
Rufo se alzaba como para pelear, agredido de chuzos que sabían hacerse sentir, pelado hasta el otro colmillo. Pero cambiaba de un segundo para el otro, y se desdormía más, porque lo envolvía el efluvio de la gata. Como muchas más garras de atracción, el olor lo aferraba: el olor de la hembra para darse, aromas del sexo desparramados. Soltando un gañido de placer se volvía mimos envolventes, él girando alrededor de ella, él embriagándose de esa fragancia que lo enloquecía, la cola en altos vaivenes. Ella se echaba, y él —cara pícara— teniendo complacencias hasta en el temblor de los bigotes, se le ponía encima, y parecían una sola esfinge tendida, pero con dos cabezas, todo el ardor de la cópula con ellos como el vasto calor de un arenal.
Esa gata era extraordinaria: daría para días y días de eso. Pero Rufo no. A los dos sabía que no estaba para más, pero que ella seguiría urgiéndolo, y se perdía como cualquier marido ahíto de su esposa. Al monte se iba, creo, porque los pastizales son siempre demasiado calientes, y no volvía sino hasta cuatro o cinco días después, cuando la entraña de la gata se había des-ardido. Había en ello una muestra de razonamientos claros, que a mí me maravillaban.
Cuando Rufo desaparecía la gata lo buscaba, furiosa, con un aire de contarle a las cosas todas “déjenme que encuentre a ese bodoque, para que sepa”.
Rufo volvía, socarrón, como un marido tarambana. Como uno de esos mariditos mansos cuya picardía toda consiste en meterse solos al cine, y se iba derecho al tazón de leche o de suero, que les mantenía lleno. Bebía mucho, él regodeándose en el gusto de volver a tener, y se tendía a dormir, espernancado, ahora sí en paz. Su vuelta me alegraba siempre: él trayéndose a sí mismo de la ausencia, y con él la flema, el cariño sincero, su porte que yo amaba.
Fue al tiempo que le supe las habilidosas maneras al gato, por los días tediosos de la lluvia. En ese una garúa empecinada había tenido en grises al aire, y casi frío el ámbito, y cuando escampó, ya casi occidentándose el sol, unos haces de luz enclenques dieron en el pastizal, y Rufo se fue a aprovecharlos.
No había acabado de tenderse cuando lo vi saltando en el aire, a una altura a la cual no lo hubiera creído capaz a partir de la inmovilidad, y caer a cosa de un metro más allá, todo erizado el pelo en los desbarajustes que lo hacían ver casi del tamaño doble.
Creí que iría a emprender carrera, pero