Tierra nueva. Mario Escobar Velásquez

Tierra nueva - Mario Escobar Velásquez


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metros, venían unos a trancos apresurados. Dos llevaban sobre los hombros una recia vara larga de la cual pendía una hamaca, y a los lados iban otros varios. Pude ver que, como a cada doscientos metros, uno de los varios se iba hacia el carguero del frente, y otro hacia el de atrás, y que con mucha habilidad y sin suspender los trancos recibían la vara en los hombros, acunándola. Y empecé a oír la especie de arrullo apagado que, para dar un compás acelerado a la marcha, emitía cada una de las gargantas que venían. Un poco como la tos seca de un tambor bien acompasado.

      Los dos que desgranaban la dureza de los granos habían oído también el pujido como de tambor, y habían salido con el sombrero sobre las testas anchas, de pelos lisos como agua llovida. Sabían de qué se trataba, y se unirían a la comitiva. Se unirían, como todo el que oyera el “uh, uh”. Cada uno sabría que era una emergencia y que mientras más hombros hubiera para sostener la vara y más piernas firmes para llevarla, más ligero se llegaría al pueblo con quien necesitara de cuidados.

      Uno de los dos jayanes, el sobrenombrado Pelos, largo-alto junco caminante, flexible, me dijo:

      —Es Merlinda. Está desde hace dos días puje que puje bregando a parir. La comadrona dijo que si para hoy al mediodía no se había aliviado, la sacaran. Ahí viene.

      Pensé en el espacio tirado en los caminos que nos separaban de Chigorodó: unos catorce kilómetros. Siete de ellos por entre la selva, y atravesando unos pocos claros que el hacha de los colonos había abierto. Y aunque el tizón del verano había empezado ya a arder, habíamos tenido lluvias hasta la semana anterior y el lodo de la selva estaba en el peor de sus humores, que es uno pegajoso, chupador de pies y de botas, el malhumor que adopta cuando empieza a endurecer. Cuando la bota se hundía a cada paso, costaba despegarla. Cuando salía dejaba escapar un sonido obsceno, algo así como un beso de cíclope, estruendoso. Eso hacía difíciles los pasos, que a veces resbalaban. Entonces a uno le parecía que la tierra le asía el empeine y que tiraba para darle un estrellón.

      Eran las dos de la tarde. Le dije, sabedor de esos miles de metros:

      —Llegarán como a las seis.

      —¡Qué va! A las cuatro estaremos en el hospital. Adelántenos unos pesos para gaseosas. Allá sí que tendremos sed al llegar.

      Se los di, mientras que le añadía:

      —A las cuatro, ni a caballo.

      —Nosotros iremos más rápidos que un caballo.

      Tal vez fuera cierto. Ya llegaban los de la hamaca, muy rápidos. Pelos me dijo como despedida:

      —A Chigorodó llegaremos como treinta. De aquí para adelante se nos juntará mucha gente.

      Pero irían unos diez, que no habían parado. Le grité:

      —Tráigame la prensa.

      En Chigorodó, en la agencia, me la juntaban. Como estaba en la finca, a veces hasta un mes entero, la prensa me desatrasaba de calamidades de la nación y del mundo.

      Me hizo una seña con la cabeza, asintiendo. Con el otro, recibió la vara sobre los hombros, rápida y eficazmente, él y el otro marcando el mismo tranco apresurado que les tamborileaban los “uh,uh”. La hamaca casi no bamboleaba. En el fondo de ella se marcaba una mancha húmeda, roja, de mal agüero. La parturienta iba enteramente cubierta de una colcha feamente rosada. Pensé que iría como en un horno portátil, asándose al vapor.

      Vi que lejos, a la vera del pastizal que ya lindaba con la selva, esperaba Mañe, como le decían a Manuel, mi mayordomo. Lo vi que se unía, que me hacía una seña con la mano indicándome la obligatoriedad de ir. Los vi que empequeñecían paulatinos, y que vueltos pulgarcitos, fueron entrando al monte. Por un rato seguí oyendo, amortiguado, al tambor ronco del “uh, uh”. Y entonces supe que sí llegarían a las cuatro de la tarde, y me pareció de maravilla la solidaridad de esos mocetones, y la eficacia del medio empleado en la emergencia. Supe que el tambor de dos sílabas marcaba el paso, pero que también llamaba. Todo joven que lo oía se apresuraba a salirle al encuentro. Me entré pensando que Necesidad tiene inventos muy eficaces. Ese sería nuevo solamente para mí. Su maquinaria estaba funcionando muy sincrónica, bien aceitada. Debería tener años de uso. Subí a mi estudio, admirado.

      Al rato la perra, que siempre estaba a mi lado, pero que dejaba afuera las orejas, patrullando, recogió con ellas algún rumor porque gruñó quedamente, a tiempo que giraba, apuntando con el hocico la dirección de venida de lo que fuera que llegaba.

      Salí al balcón, a otear. No es que hubiera nada qué temer, pero siempre fui desconfiado. Desconfiado, y curioso. Vi, a unos cien metros, que llegaba el paso tartajoso de El Judío. Traía ropa y botas de las que usaba para ir al pueblo, medio decentes. Por allí solía ir con ropas llenas de chirlos y remiendos. Tenía El Judío, a toda hora, una mirada torva que me gustaba menos que un vómito, huidiza, de traidor, más torcida que su pata. El apodo que le tenían era peyorativo, porque indicaba que él tenía todas las malas virtudes de un mercachifle: avidez del dinero ajeno, malas mañas para lograrlo, cuando lo lograba, lo cual no era escaso, y un humor ácido como estómago de ulceroso. También le decían “Mercader”, con el nombre que tenían igual para un bejuco espinoso del cual era dificilísimo desprenderse, y doloroso, si lograba hincar una de sus uñas corvas, y luego las demás. De él decían que se las pasaba meditando en alguno, pesándolo, conociéndolo para poder engañarlo, y que acababa lográndolo.

      Me estuve viéndolo venir. Con él, y nunca más con ninguno otro, yo sentía el impulso de dispararle con el .38 a la jeta, como lo hacía con cada una de las culebras mapanás con que me topaba en los potreros enmalezados, o en el monte. Me regodeaba pensándolo aparando reculadamente la bala, y enviándole otra. El mismo impulso que sentía hacia la miserable criatura arrastrada, capaz de causar tantísimos males, algunos peores que la muerte misma.

      El Judío-Mercader era el suegro de Merlinda, la parturienta atorada que iba ya camino del hospital, colgando como un nido de oropéndola.

      Escupí, como escupiéndolo. Eso de la escupa se lo aprendí a él mismo, que tampoco se gustaba. Alguna vez en que me había camuflado entre los matorrales de una laguna esperando poder fotografiar una babilla muy recelosa, lo vi de pronto parado al otro lado, mirándose en el espejo azul, caído. Yo mismo veía la imagen suya, invertida. De pronto la imagen de arriba escupió a la de abajo. La saliva espesa, abundante, abrió en el agua mansa la magia de los círculos concéntricos que desdibujaban la figura húmeda, de pata estevada también. A poco el agua se recompuso. Él, antes de irse, hundió cuanto pudo la punta de la bota en la tierra fácil, y aventó terrones. Ahora los círculos fueron más numerosos, y dispersos se interferían bellamente. Antes de que la imagen se recompusiera, él se alejó, dejando caer insultantes las palabras “viejo pendejo”.

      No creo que haya tenido otro motivo para haber desviado su camino, que el de verse. Y no se gustó.

      Ese era el que venía. Cuando estuvo a mi altura, saludó:

      —Buenas tardes, patrón. Ahí está usted, todo parido.

      Lo dijo porque en el hombro se me apretujaba la bola peluda de un mono tití, todavía mamón, que había rescatado de las manos de alguno que osó dispararle a la madre. Era un bebé, no medía mucho más de doce centímetros, y requería de los mismos cuidados. Con un gotero me había improvisado, poniéndole un trapito en la punta, el remedo de una teta de tití. Y él chupaba.

      La frase del Mercader había sido brusca como una pedrada, y peyorativa. Me estaba diciendo “hembra”, y “mamá”. Yo sabía también decir de esas cosas, si es que era necesario, y le repliqué:

      —Es que yo no soy de esa clase de hijueputas que dejan morir a los animales, como algunos de por acá.

      Él entendió que el hijueputazo era para él, porque yo lo había reconvenido hacía poco por el perro suyo, cuyas costillas parecían las rejas de una celda de seguridad.

      La respuesta fue mascullada. Él añadió, calmo:

      —¿Se le ofrece algo para el pueblo?

      La pregunta


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