Tierra nueva. Mario Escobar Velásquez
a veces, pareciendo mirar para los potreros, pero en realidad mirándome cosas adentradas. Mirándome cosas pasadas. Yendo del brazo con gentes muertas, con ellas por días muertos, amándolas como en antes las había amado. O buscándome maneras de hacer más provechoso el porvenir: yo quería escribir novelas.
Pensaba en la improbabilidad de lo que me dijera el mayordomo: cuando la dispara, la jeta de la culebra va casi invisible, veloz como un dardo. Bastaba con una sola punción de esos colmillos huecos para que hasta la mejor máquina de vida se desbarajustara y empezara a ir mal. Capaz una arrastrada criatura de ese tamaño, y de uno aun menor, de matar a un buey. Ágil como un látigo, no iría a dejar así como así que el gato le pusiera el filo de los colmillos en el apretón mortal. Porque, además, cuando llevan esa talla, son la agresividad misma. Debe ser cosa de edades no muy maduras, porque las mapanás viejas, esas talludas de dos metros y más, son calmas: casi hay que provocarlas para que ataquen.
No pude entenderlo.
Rufo había subido hasta el balcón en donde yo tenía la silla, y después de hacerme muchos amorosos roces con el cuerpo, arqueándose, roces que la cola prolongaba delgados, me asperjó con sus marcas de orines antes de tirarse a la lasitud del sueño, en unas sombras.
Esporádicamente aparecieron luego otras culebras en el patio, con el mordisco bravo en el cuello.
—Primero las ahoga, metiéndoles el rabo por la boca. Es en después que las muerde —me decía el mayordomo—. ¡Ese gato es un demonio!
Pero ya sabía bien sabido que sus palabras eran sopladas por el folclor, y nunca por la realidad. Si el gato las mataba, era que sabía hacerlo, pero era imposible que la cola le fuera el instrumento. Por saberle los cómos a esos encuentros yo hubiera pagado un precio muy alto.
En la silla de la pensadera yo recordé la secuencia que me hizo dueño de gata y gato: yo había sostenido con mucho convencimiento que los ratones tenían tanto derecho a sus vidas pequeñas como yo a la mía. Y por eso les toleraba que se entraran a la casa desde sus caminos de hierba y que corretearan por ella sus grisuras tibias. Me parecían bellos. Me gustaba verlos cómo, adosados a las paredes, se deslizaban como sombras del país de Liliput.
Eran dos, al inicio. Ese bergante del macho estaba enamorado de ella. Le arrimaba a ponerle encima las zarpas delanteras, y a meterle el hocico en el cuello atrapándole sabrosuras de olores. Pero ella se cansaba a veces de tanta obsecuencia y se lo sacudía de un amago de puñetazo de la garra.
Pronto fueron cuatro. Los dos pequeños como bolitas de felpa inexperta. Iban en fila india, y parecían una flexible culebra derretida, fluyendo. Y pronto los orines de los cuatro empezaron a sentirse, agudos como agujas fétidas. A más, empecé a ver por todas partes sus cagarrutas. A centenas. Parecían granos de arroz, por la forma, apenas si abultados un poco, y totalmente sin olor que yo percibiera. Y eso me pareció la gran virtud.
Entonces llamé a la señora que limpiaba, una gran negra de dientes profusos y blancos que yo le envidiaba, y le ordené que removiera todo para librarlo de cagarrutas y de olores agudos y fétidos.
A poco la casa olía fuertemente a hospital, tan generosamente había trajinado la negra con una untura olorosa a pinares abiertos. Cuando le dije de lo mucho que eso me alegraba me contestó:
—No es para tanto. Si no los destierra, a esos que usted llama “bolitas de felpa gris, rodando”, en dos o tres días se volverá a las mismas. Ahora me voy al pueblo: cuando venga le traigo una gata, joven. En cuanto la huelan se irán a vivir afuera, como antes. Y no volverán. Ellos saben qué les conviene, y qué no.
En la tardecita llamaron desde la puerta abierta. Era la negra de los envidiados dientes profusos. Traía acunada a la gata en los brazos. La puso en el suelo que olía todavía a pinares desparramados, y dijo:
—Con ella tiene para librarse de esos cagones. A la noche no quedará ni uno solo.
Puse en un platillo unas onzas de leche, y piqué unas tiras de carne, que le puse debajo del lavaplatos. Comió sin afanes, con una exquisita pulcritud, como si en toda su vida, y no ahora apenas, hubiera comido del mejor de los jamones. Después se puso, prolija, a asearse las garras, lamiéndolas. Y puesto que era de muy rápidas entendederas, y supiera que ya era mía, o yo suyo —esto quizá lo más seguro— se fue al cojín que yo tenía debajo del escritorio y se enroscó para dormirse de una. En ese cojín yo, que me descalzaba cuando escribía, ponía los pies.
La gata no era de clase. En el árbol de su ancestro deberían conjuntarse muchas razas. Era fruto de cruces a la bartola, porque cuando, en el apremio del celo, una gata llama por compañero, no está poniendo condiciones: se aparea, urgida de su entraña, con el primero que llegue por el camino que sus llamadas abren. Era una zanquilarga, de cuerpo más que alargado. Me parecía uno de esos gatos salvajes que raramente son vistos, que parecen ir en zancos, y que por eso son tan rápidos en sus carreras. Era, en cambio, todo un carácter. Malgeniada y arisca, muy parca en manifestar su amor, aunque le gustaba infinitamente que la acariciaran. Sabía recibir, no dar. Pero cuando, en una de sus raras efusiones se me frotaba, era retelindo: como ver florecer a las orquídeas, que a veces se tardan años, pero que por esperadas son de maravilla.
—Una sola condición le pongo —siguió la negra—. Consígale un macho en cuanto se encele. Por acá no hay ninguno: a estas gentes no les gustan los gatos. Entonces no va a tener a quien llamar. Y eso es lo malo: la vida sola no es vida.
—¿Lo dice por usted misma? —le riposté siendo un poco sádico. El negro suyo había salido un domingo de hacía ya más de tres meses, dizque por el mercado, y no había vuelto.
—Por mí misma lo digo: esa cama mía para mi sola me parece más ancha que toda la extensión del monte, más fría que la piedra. Por eso me voy a ir a donde pueda encontrar un compañero. Tampoco yo lo encuentro por acá. Ya le tengo rotos a la almohada, de morderla. Eso no es bueno.
A poco de haberse ido la negra, la gata se enceló. Con seguridad que en esa región cimarrona en que estábamos no habría en tres leguas a la redonda otro gato, macho o hembra. Habitada por chilapos, es decir campesinos venidos del departamento de Córdoba, que no suelen amar a sus animales. A los perros los toleran, y mal, porque guardan la casa anunciando la llegada de gentes, cosa muy útil en esas soledades. Al perro lo saben fiel. Lo saben que ama, porque lo manifiesta con ojos y cola. Pero al gato, tan independiente, no suelen tenerlo y lo tildan de “desagradecido”. No lo es. Independiente sí es. Sabe bien valerse por sí mismo, sin esperar a que nadie le tenga que dar la comida, como al perro. Y si no está bien atendido, se manda a mudar, a veces cimarroneándose, y acabando si es del caso con las polladas y las gallinas de quien no supo atenderlo.
En esa vez de su primer celo la gata supo conmoverme con sus llamadas por un macho que le fecundara los huevecillos internos. Se ubicó a quince o veinte metros de la casa, y llamaba imperiosa. Uno podía entender que estaba ordenando al macho que la oyera a que viniera de inmediato.
Pero en parte ninguna de kilómetros alrededor había otro oído gatuno que recogiera mandatos.
Viéndola, y oyéndola. En esas estuve todo el día. Yo no podía esclarecer si esa entraña enardecida que la hacía ir y venir impaciente ordenando venidas con maullidos gritados sentía amor o furia. Los ojos de un oro colérico fungían como para una batalla, y la cola tocaba los flancos enjutos como un lento látigo que pudiera agilizarse para castigar. Parecía un jaguar bravo, pero mínimo y enharinado.
A la noche fue peor, la urgencia mordiéndole los órganos. Llamaba y llamaba a todos los espacios vacíos de gatos, y su voz enronquecía.
Ya en la mañana, y para otro día, lo que tenía era ruegos. La voz había perdido la arrogancia de la orden y había encontrado en las ausencias la queja. Se quejaba rogando. Rogaba quejándose. La súplica, ¡cómo no!, me entristecía más que su orgullo. Desatendida, humillada, imploraba con una voz más que buena traductora de emociones.
Para la tarde supo aporrear más mi sensibilidad: se puso, loca, a seducir a un matojo. Se le frotaba, ella gata derritiéndose en ternuras, mientras que un ronroneo suavísimo se le oía en la rosada caverna