Tierra nueva. Mario Escobar Velásquez
desde una perspectiva completamente distinta.
Reencontramos al escritor ya conocido en otros libros suyos como En las lindes del bosque e Historias de animales; aparecen de nuevo sus dotes de observador minucioso y su talento descriptivo, capaces de retratar de manera inolvidable a las gentes, a los animales y el paisaje del Urabá de mediados del siglo xx.
El lenguaje de Mario Escobar, con sus modos tan propios, se pega al lector como las caricias de Rufo, el gato del personaje, con sus lengüetazos y acercamientos, que también marcan. Un estilo que permite identificar sus textos sin necesidad de leer quién es el autor. Por eso, como en todos sus escritos, en esta novela se halla, además del interés que suscitan las historias que capítulo a capítulo conforman la trama del libro, el placer estético que produce la lectura de cada página, trabajada, pulimentada sin afanes, con los términos precisos y con momentos poéticos muy logrados.
A pesar de la distancia física que existe entre una propiedad y la otra, a los chilapos los une la común procedencia y un motivo central: la tierra. Todos ellos han dejado su hogar en busca de un lugar de promisión en donde todavía es posible tumbar monte y apostar cuanto se tiene con el fin de establecerse como amos de sí mismos.
Por su parte, el narrador es un ser de rasgos paradójicos y múltiples, pues aunque parece que todo lo sabe, lo ve y lo puede, al mismo tiempo se humaniza, se conmueve a fondo y reconoce en otros unas habilidades que admira y envidia. En otras ocasiones es un maestro: enseña, explica, indaga e itera; es entonces un personaje que emprende el ejercicio, no solo de contar, sino de comprender las razones íntimas de los personajes; de explicar y explicarse el mundo y cuanto lo rodea. Y se pregunta, sobre todo, cuanto parece obvio, pero que no escapa a quien como él, con ansia golosa, quiere escudriñar y beber de la vida. También se torna en mero aprendiz en tierra nueva y establece relaciones de cercanía con los otros personajes, con respeto y admiración. Lo mismo sucede con los animales, a quienes sigue y escudriña por horas para entenderlos, maravillarse y aprender de ellos.
El protagonista se vale de dos recursos para introducirse en la intimidad de los otros colonos: ser uno más con ellos, con relaciones de amistad y camaradería, por un lado, y por el otro, ser consejero, confidente, auxiliador y apoyo en situaciones críticas gracias a una superioridad inevitable, que los demás también reconocen en él, proveniente de su educación y su origen urbano. Esto le permite mostrar los hechos desde una doble perspectiva, cercana y distante a la vez. Cercana, por las relaciones que establece con los colonos y distante, por el contraste cultural existente; útiles ambas para caracterizar sólidamente a los personajes, apreciar la raigambre de los distintos seres humanos que allí viven, sus usos y costumbres, las maneras de percibir la vida, de valorar la libertad, la tierra y , en fin, dar cuenta de su universo. Con ellos interactúa la naturaleza como un actor más, vilipendiada en la mayoría de los casos, pero también con una fuerza que impone maneras y actitudes.
El tiempo de contar sucede a posteriori, con la mirada de quien vivió y dejó un lugar amado por razones muy propias y de peso. Es este libro un periplo de quien va, descubre, conoce y regresa, convencido de que lo suyo no va más con devastar y apropiarse. No juzga, no acusa, entiende y respeta. Pero se aparta.
Queda de todas maneras el sabor de lo inevitable, esto se lee entre líneas; de la actitud de un colono que llega impelido por la necesidad, por el hambre, por la injusticia de patrones que los expoliaron, y por ello decide salir en busca de sus propios modos de subsistencia. Resiste y se impone a la naturaleza en una lucha en donde solo importa conseguir con qué alimentarse para sobrevivir y aliviar carencias sin reparos, sin cuidar del medio ambiente, ni ningún otro razonamiento parecido. Imposible este tipo de reflexiones para quien carece de proteínas y todo cuanto camina y es comible se caza sin reatos de conciencia. Tampoco los árboles se respetan, porque de lo que se trata es de tumbar monte para ampliar la tierra, para poseer más de ese poco que se consiguió a fuerza de hacha y que se ambiciona. Todo esto se denuncia en la novela, pero no con ánimo acusatorio sino con una fatalidad que deja en el lector un sabor amargo ante lo inevitable y la visión de un mundo paradisíaco que se nos escapa de las manos…
Emma Lucía Ardila Jaramillo
En una de esas tardes tan calurosas y somnolientas de Urabá en las cuales no sopla ni una onza de viento, con dos muchachones que me servían de ayudantes en las labores de la finca, me encontraba desgranando maíz del de una cosecha ya lejana. Habían permanecido las mazorcas guardadas por sus capachos, y colgadas en ristras del techo y de las paredes del depósito, que era amplio.
Las hojas secas de las envolturas estaban tostadas como palimpsestos, y los granos duros como municiones. Las envolturas crujían sus sequedades cuando se las apretaba. Restos de los filamentos, o “barbas”, se deshacían como polvo y hacían estornudar. Guardado, el maíz había esperado la escasez en el mercado, y ahora que tenía buen precio lo había vendido.
Uno de los dos jayanes que me acompañaban en la faena había comentado hacía poco que las necesidades no saben hacer buenos negocios, y que por eso el maíz que él cosechó por el tiempo del mío había rendido muy poco más que el precio de las semillas que lo originaron, añadido de los jornales empleados. Que esa cosecha casi había sido pérdida. Que ellos hubieran querido haber hecho lo que yo hice, pero que Necesidad (la nombró con mayúscula, como a un ser) los había acosado a la venta.
Añadió:
—Por eso, por no tener tratos con Necesidad, es que los ricos no pierden sino el alma.
Lo dijo jocoseriamente, añadiendo:
—No me haga caso. Es que yo soy muy cansón.
Yo no le había hecho caso.
No es que yo fuera rico. Pero si se me comparaban los medios míos con los de las gentes de la región, en donde las necesidades hacían de las suyas, sí que lo era en verdad. Carencias no tenía yo, y ellos sí, a montón.
Afuera el calor chirriaba en las hojas de los árboles, y se me hacía que las enroscaba. Y en las hierbas, cuyas legiones de lanzas delgadas pardeaban. Y en los estacones, secos como la sed, apretujadas las fibras, y en los alambres recalentados de las cercas.
Habituada, la piel de los jayanes estaba seca. Pero la mía chorreaba. Yo tenía cercano un galón con agua apenas azucarada y con limón profuso, y bebía pensando que la sed es medio infierno que quiere crecer hasta infierno completo. Ellos habían rechazado el vaso lleno que les ofrecía, y uno se permitía fumar. Pero afuera. A mí el olor del tabaco quemándose me entra por las narices como ácido.
A pesar de que creía tener duras las manos, cuya piel era capaz de aguantar a un toro en el extremo de una soga, y que manejaban riendas de caballos ariscos y reacios, y canaletes en el río cercano, ya me ardían como si las hubiera tenido metidas en cal viva. Pero las de esos dos eran corindones con dedos. A pesar de que desgranaban a más del doble de la velocidad que yo podía usar, parecían no sentirlas. Yo creo que esas manos les dolían a los granos de maíz, y a los palos endurecidos que hacían de cabo de los azadones, y a los mangos de las hachas y a las sogas y a los canaletes y a la empuñadura de las rulas.
Salí a meter a las mías en agua, para apagarles los ardores. A la sombra, en un balde, con forma de vasija, calcándola, estaba más ligeramente fría que el ambiente. Pensé entonces que el agua era más proteica que Proteo: no solamente era el líquido usual, sino también pedrusco helado, vapor, niebla, nieve, nube. Pero que además se adaptaba perfectamente a cualquier vasija o cauce. Yo vivía pensando cosas como esa.
Miré el río, muy lleno de sí mismo. Ya llevaba en sí las lluvias de más adelante. El río era aguas caminantes que buscaban a la madre, que es la mar. Fulgían, como el vidrio, y los destellos llegaban como dardos y me herían las retinas. Deseé algún viento que llegara desentumeciendo a las hojas de los árboles y a las lanzas del pasto, y pensé en dónde era que