Tierra nueva. Mario Escobar Velásquez
eran capaces, con los años, de llegar a los dos metros y medio, pero nunca vi a ninguna de esa talla tatarabuela. Que en antes no es que escasearan, pero que las habían acabado. Que demoraban mucho en crecer hasta ese tamaño de cable grueso. Suaves, las escamas eran una delicia al pasar las manos por ellas, tersas como el anca de una novilla nueva y bien tenida. Le di orden a Mañe de que la desnudara de la piel, y de que la estacara. Cumplió la orden con rapidez y facilidad. Desnuda, la carne parecía un poco vagamente a la de pescado. Pelos me dijo:
—¿Se come?
—Sí. Yo también voy a freírme unos trozos.
Era una carne dura, magra totalmente, y recordaba en vaguedad a la carne de la cola de las babillas, a pescado del que no es muy gustoso.
Eso bastó para que todos se animaran, y sin muchos ascos la destriparon y tasajearon. Carne no era lo que sobraba por allá. Como se carecía de energía eléctrica, la poca que se traía debía ser salada y acababa siendo ella misma casi salmuera. De todos modos no duraba más de dos días. En el resto de la semana se completaba con huevos, o con pescado, si lo había. Pero esto era solo en el verano ya recio, cuando las aguas del río habían bajado casi totalmente hasta el cauce apenas pedregoso, y entonces se las oía canturreando contra las guijas, en sus frotes. Entonces el agua era blanquecina más que transparente, no sé por qué. Cuando el río iba pleno no se daba la pesca.
Antes de irse Pelos buscaba su rula, con la cual había cortado rodajas del cuerpo cilíndrico y extendido de la criatura que se arrastraba. Al parecer alguno la había tomado, y ahora no la hallaba. Estaba impaciente con el mayordomo, su hermano: debió ser él quien la cogió y puso mal. Le dije que se fuera sin ella, que qué más daba. Que no imaginaba para qué la cargaba: yo nunca le había visto dar un golpe con ella, tan afilada. Y antes de que él me respondiera, una imagen mental me retrató vívido lo que sería la representación fiel de un chilapo: uno que a toda hora va con una rula desnuda en la mano derecha. Sería imposible imaginar a uno sin ella.
Me respondió:
—La dejaré, pero cuando el tigre deje las uñas, y los colmillos. Por acá todavía ronda el tigre, y no sería raro encontrarse con él. Si anda de mal genio, y a veces anda así, es mejor tener la rula. Y cuando también la mapaná deje las puyas de la boca, las que tiene para poner el veneno que le deja mal la vida a uno. Acabamos de matar una, y nos la vamos a comer. Pero yo no tengo un aparato como ese suyo, el que usó hace nada. Y para la mapaná me vale la rula, muy efectivamente: un voleo y le aviento la cabezota. Y la dejaré cuando también el bejuco ese lleno de espinas que no larga a ninguno cuando lo ha engarzado, el llamado mercader, las deje. Cuando me agarra me basta un rulazo para zafarme. Si no me las vería mal. Y cuando en el monte no haya ramas que me atajen. Y cuando en la casa haya a toda hora leña cortada. Y cuando a un racimo de plátanos no haya que bajarlo de un machetazo. Todas esas cosas que le dije son cosas potentes. La rula es mi potencia. Usted tampoco deja el revólver, ni para orinar: esa es la potencia suya. Entonces no me pida que deje lo que es la prolongación de mi brazo.
Se sentó a esperar la prolongación de su brazo…
Pero yo me fui hacia la orilla del río, y me recliné en uno de los troncos acostados que se estrenaban en la pudrición, para camuflarme, a esperar el paso, que no tardaría ya, de las garcitas bueyeras. Las describiré diciendo que es como si hubieran tomado a una garza normal, de las que por albas Andrés Eloy Blanco apellidó novias del río, y que en las márgenes de caños y esteros parecen mirarse a sí mismas narcisamente, pero que están es pescando, y la hubieran reducido a un tercio, y la hubieran alejado de las aguas. El nombre de garzas también se redujo al tercio, y quedaron en garcitas. Dicen que su país de origen está en África, y que no hay otra especie, salvo la humana, que se haya difundido tanto y tan rápido por el orbe, copando a todos los climas, desde el húmedo y caliente de Urabá, hasta el frío de Manizales. A mí me parecía una suerte para mis ojos y mis dichas el que estén en Urabá-Darién. Allá el verde abunda tanto en todos los tonos, que la blancura de esas aves destaca y descansa los ojos. Son blancas, sí, de toda blancura, salvo el amarillo claro de las patas y de los picos. Caen de sus pernoctaderos a los pastizales, y van detrás o a un lado de la res que come. La res, esa mole que avanza a mordiscos, mueve de sus encames a grillos y a lagartijas, a arañas, a otras sabandijas de las hierbas, y entonces la garcilla que acaparó el movimiento dispara el pico que no falla y engulle y embucha. Su estómago disuelve corazas, quitinas, pieles duras, huesos, uñas, dientes. Las parvadas de garcillas se reparten los rebaños: no más de una de ellas por res. Si uno retira los rebaños de un potrero, lo extrañan. Esperan por él, impacientes, sobre los postes del alambrado o sobre los árboles que haya. Cuando se convencen del traslado alzan un vuelo de inspección, hasta hallarlo: al que buscan, al rebaño “suyo”. Los otros están ya utilizados. Como a cada rebaño le caen las justas, cada una tiene asegurada la pitanza que requiere. Uno creyera que hay acuerdos logrados y respetados. Uno cree que no pueden vivir sin el ganado, porque no se les ve sino junto a él. Las garcillas son un pueblo sociable en grado sumo, y lo demuestran: si se reparten en grupitos por lo de los afanes estomacales, viajan leguas en las tardes para compartir el dormidero. Pasando embellecen, largos flecos blancos que cubren kilómetros, como un hilo de nube y viajero. Y cuando pululan en un árbol lo embellecen. A unos pocos árboles caen todas las miles de una región. Los árboles a que llegan se ven a lo lejos como florecidos del más puro algodón cardado, casi irreales en su maravilla, como si fueran un paraíso albo para los puros de alma. Las tardes de Urabá son más hermosas si uno tiene tierras sobre las cuales las garcillas desfilan hacia sus dormideros. Pasan por centenas, pero no es que formen nubes, sino cadenas inmensas que son casi un riachuelo de leche por el aire. Como las garzas mayores, son mudas. O muditas, como gustéis. Eso, o que usan poquísimo la voz. Su pasar en las tardes dura tal vez una media hora, la última con luz, y ese alborear cintilante la hace la más bella del día, guirnaldeando.
Cuando Rufo, el gato, dejó de estar por la primera vez, me inquieté mucho por su suerte. Como le temía a la acción de las serpientes, que abundaban, estuve por dos días escudriñando el cielo por si había descensos de la gallinazada, que le caía hasta a un sapo al que hinchara la muerte.
Pero como no hubo nada de esos revoloteos negros, creí en la acción de un predador mayor, como la zorra roja. O en su muerte en plena selva, cuyo ramaje no es capaz de transparentar ni la vista excelente de los zamuros.
Cuando, tres días después, lo vi lengüeteando la leche, en ese su primer regreso, algo me hinchó el pecho, entre alegre y doloroso. Querer está siempre untado de aflicciones. Me fui hasta él para decírselo, mientras que con la aspereza de mis manotas le alborotaba la pelambre. Él me decía cosas calladas de mucho cariño entre varones.
A poco vi en el patio los ochenta centímetros de una mapaná adulta. Todos ellos se tostaban a la resolana brava que empezaba desde las diez, y tenían mínimas crepitaciones al calentarse y al encogerse por la deshidratación.
—La trajo el gato —me dijo el mayordomo cuando fui a examinarla, muy receloso yo. Esa cuerda cuadriculada empacaba en dos colmillos de una pulgada a la muerte cierta. A nada le temía yo por allá, pero a la serpiente sí, y muchísimo.
Cuando estuve cierto de que no alentaba, la alcé para examinarla: un mordisco decisivo en la parte delgada con que el cuerpo se unía a la cabeza era lo culpable del desaliento.
—No puede ser —dije—. ¿Por qué iría el gato a enfrentarse a una mapaná? ¿Cómo iría a poder con ella?
—Pueden —contestó el mayordomo—. Los gatos pueden. Los gatos son como las brujas. Tienen poderes. Suelte a uno en un monte cerrado, y se las vale. Suelte al perro mejor, y si no da con una salida hacia su casa, y la sigue, se muere de hambre. A mí los gatos siempre me dan miedos. En los ojos se les ve que todavía son fieras.
—¿Cómo supo que la trajo él?
—Lo vi venir con ella: la traía bien aferrada, del pescuezo. Le colgaba, arrastrando. Para no pisarla y enredarse caminaba un poco sesgado, ese