Tierra nueva. Mario Escobar Velásquez

Tierra nueva - Mario Escobar Velásquez


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Supo decir:

      —Con lo que hay ahí alcanza hasta para Fela. Partiré con ella. Ahora los retales están escasos.

      Se fueron. Muy al rato sentí de nuevo que la perra avisaba, y el hocico puntudo señalaba el camino de venida de Chigorodó. Pero no asomé mis narices: sabía que era El Judío-Mercachifle. No quería verlo. Llegaba solo: ni los otros lo querían, ni él quería a nadie. Desde arriba lo execré y lo insulté mentalmente.

      Aún me agencié y llevé a la región otros dos costalados de retales. Fela, a los pocos días del parto de oropéndola de su amiga, parió normalmente, y los retazos se requerían en cantidad acá y allá. Las dos se admiraron de que en los costales llegaran pedazos “tan grandes”. Eso, según sus modos del ahorro. A esos “tan grandes” no los utilizaron como pañales, sino que, industriosas, fabricaron camisillas y pantaloncitos para sus pedazos de carne parida. En más de una vez, cada una, por separado, se refirió ante mí de esos “retales tan grandes”. La admiración por el despilfarro de otras se les atragantaba y no les pasaba. Y agradecían, iterando, enviándome platos de los que estimaban mejores de los de su repertorio alimenticio, pero que, salvo el pescado frito, yo desechaba luego sin que el mayordomo o su mujer lo percibieran, porque eran ajenos a mi gusto. Pero al pescado que yo mismo me agenciaba no conseguía nunca darle el tueste exquisito que ellas sí.

      Pelos y el otro se reincorporaron a su labor de desgranar el maíz, pero yo me fui al piso superior y me enfrasqué en la tarea aburridora de las cuentas de la finca. De ella, era lo único que no me gustaba. Entre sumas y multiplicaciones estuve oyéndoles por un rato la cháchara sobre las incidencias de la tarde, pero luego callaron y solo oía de vez en cuando el puño de maíz que caía en el costal. Era como unas milésimas de sonido, muy igual a un susurro que apenas se capta.

      Casi a las seis de la tarde sentí que, cautelosos, unos pies descalzos subían la escalera. Como la perra no daba señales de inquietud miré sin cautelas la entrada de Pelos. Me dijo, baja la voz:

      —Venga a ver a la abuela de todas las mapanás del mundo: está entrando por entre dos tablas desunidas, y casi no cabe.

      Por ahí mismo habían entrado otras tres, antes. Cada uno de los de la casa, cuando tenía que entrar al depósito, lo hacía con el máximo de precauciones, porque se podía topar con la jeta pavorosa de la culebra mortal. Los ratones venían desde el monte en procura del maíz que yo almacenaba, y tras de su rastro venían las culebras. Era casi increíble la capacidad de la lengua bífida de la culebra para captar husmos de ratón en la senda que seguían ellos. La caminaba igual, y entraba al depósito por donde ellos. Cuando la culebra entraba se enrollaba en algún rincón propicio, y, en la noche, cuando ya todo dormía, uno oía de pronto el chillido del ratón capturado, y el alboroto pequeño que la serpiente alzaba cuando se enroscaba sobre su presa para depositarle muchas babas que le facilitaran el paso del cadáver por su garganta. Uno entonces maldecía quedamente, se ponía el pantalón, y las botas altas, gruesas, y le echaba mano a la carabina y a la poderosa linterna de cinco tacos, y bajaba las escalas, quejumbrosas ellas de desajustes y quejumbroso uno de esas tareas inopinadas.

      Había intentado cazar a las ratas, con una carabina del .22. No solamente porque me hacían daños considerables en el maíz, y lo empuercaban, sino porque afinaban la rapidez y la precisión del disparo. Pero en esa inextricable trabazón de mazorcas era imposible verlas. Para el desespero, uno apenas oía los crujidos de su paso contra los capachos, o a los dientes durísimos contra el grano. A más, juraría que se habían adaptado con el pelaje a la color gris con lampos blancuzcos de los capachos, capaces ellas y su inteligencia de esas mimetizaciones. Si se inmovilizaban, el ojo perdía su eficacia.

      Abajo me esperaba el mayordomo, que también sabía oír, y él recibía la linterna, y juntos entrábamos al depósito, el potente dedo de luz esculcando cada espacio. Cuando daba con la culebra brillaban los dos ojos rojizos, opacados como brasas parvas entre rescoldos. A veces los de la rata muerta brillaban más. Entre esos dos rojos opacos uno ponía la mira, y disparaba, y luego veía cómo tan lentamente se desenroscaba la soga de la serpiente, que había estado íntegra anudada en torno de la rata.

      El mayordomo la maldecía, y uno también, y él la tomaba por detrás de la garganta, no fuera que le quedaran alientos y se diera vuelta. Era, claro, una precaución aparentemente inútil, pero nada hay inútil contra una serpiente venenosa. Se la sacaba al patio y se la colgaba de uno de los alambres del cercado, porque al día siguiente yo me haría con sus colmillos. De ellos colecté como medio centenar.

      A las seis de la mañana empezaban las gallinetas y las gallinas su alboroto, cuando descubrían a la culebra colgada: cada una de las aves sabía de su enemiga. Cacareos y silbos se oían, y arriba yo me reía porque esos anuncios me gustaban.

      Bajé, carabina en mano, despacio para evitar vibraciones muy fuertes que la madera le transmitiría a la culebra, y asomé al depósito. Ciertamente, la culebra era enorme. Tenía poco más de la cabeza adentro. Su cuerpo grueso copaba la rendija, y la lengua entraba y salía repetida de la jeta horrible, preguntándole al aire cosas que él le contaba: que allí olía a personas sudadas, a maíz reseco, a costales nuevos y a trasegar de ratas y ratones. Se cuidaba, la cabezona. Trataba de ver con sus ojos miopes, queriendo captar algún movimiento, alguna sombra desplazada. Pero el jayán quedado, inmóvil en su asiento, con la rula en la mano. El hombre parecía una estatua de sí mismo recién inaugurada.

      Yo creo que lo que detenía a la sierpe en su avance hacia adentro era la mirada de ese muchachón. Yo creo que la sentía, como yo soy capaz de sentir la de alguna persona, cuando se me fija.

      Miré al jayán desde la puerta, sin entrar: finas gotas de sudor le marcaban el labio superior. No eran de miedo, no: eran de alerta. Él sabía, como yo, la potencialidad maligna que estaba encima de la lengua que seguía entrando y saliendo.

      Muy despacio alcé la carabina y puse en línea las miras: las puse justo en la garganta, porque no quería dañar la cabeza y con ella los colmillos. Sabía desde ya que serían los más grandes que nunca tendría, y los apreciaba a priori. Sentí, unido a la detonación, el golpe de la bala contra la reseca y dura madera del tablón, de una pulgada de grueso, cuando atravesó la garganta. La gran culebra dejó caer la cabeza, con la lengua afuera. De pronto la recogió, a la lengua, y ella misma empezó a deslizarse hacia adentro. Yo sabía que era arrastrada de su peso, pero el jayán dio hacia la puerta un salto admirable, sin que el corpachón hubiera acabado de caer. Después se burlaba de sí mismo, y de su miedosa agilidad. Laxo, el cuerpo grueso tenía algunas sacudidas, que cesaron pronto.

      Le abrí el ojo a una soga y lo pasé hasta el cuello, roto, y halé hacia el corredor. El animal pesaba. Afuera, a la luz ya difusa le abrí la jeta y con el cuchillo saqué desde atrás los colmillos y los presioné hacia arriba. Soltaron un chorro largo de un líquido ambarino. Letal, cada gota. Me dio un escalofrío: la culebra almacenaba más de una docena de muertes de cuerpos grandes, hombres o vacas, o perros. Cuando la bolsa de arriba estuvo vacía, seguí empujando los colmillos, uno a la vez, para desprenderlos. Cuando estuvieron afuera examiné la fosa que dejaron, y sí, allá, contra el paladar, marfileaba otro par de colmillos del mismo tamaño que los anteriores. A esos dio más trabajo extraerlos.

      Mañe, el mayordomo, dijo:

      —¿Qué está trayendo a esas asquerosas? Antes no llegaban hasta acá.

      —Las ratas, y los ratones —le dije—. Y a estos, el maíz. La culebra les sigue el rastro, como un perro de caza el de un venado.

      —Dios Santo: si es eso, el peligro ha estado por todas partes. Cagarrutas de esos animales se ven doquiera. En la cocina, sobre los anaqueles, debajo de estos bancos.

      —Acá no hay un solo metro cuadrado de tierra sin peligro. No digo solamente de la casa.

      Yo señalaba hacia toda extensión del más allá de las pajas del techo. Le añadí:

      —Dios le dio ojos: úselos. Y en las horas oscuras, redoble el cuidado. Eso debe saberlo usted tan bien como yo.

      —Así es. Pero voy a respirar muy tranquilo cuando embarquen todo ese maíz.

      Extendida,


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