Tierra nueva. Mario Escobar Velásquez
Uno adivinaba en sus músculos retorcidos una resortada tensión. Cuando estuvo a unos cuarenta centímetros de su centro de mirar, que yo pensé de inmediato como una culebra, se detuvo. Puso en el suelo, aculado, el final de su cuerpo, pero —estirados— los miembros delanteros le mantenían alta la cabeza: la cola, inquieta, tensa, trazando sobre el suelo en una y otra vez un semicírculo.
Yo bajé con cautelas la escalera crujimentosa. Afuera iría a desarrollarse un drama de muerte, eterno como la vida, y yo quería verlo. Jamás pensé que iría a ser tan afortunado. Bajé lento porque yo sabía que cualquiera cosa brusca que ejecutara distraería a los comprometidos.
La corraleja, con sus altas varas recias, me sería un observatorio excelente, y cercano a los contendores, y hacia ella fui caminando silencioso como una sombra, suave cada pie al posarse. Ledo y lento trepé las varas.
Tardé en verla, a la culebra. Enroscada sobre sí misma, en el ápice del rosquete la chata cabeza miraba al gato con sus ojos de lodo frío. Las cuadrículas de la piel la disfrazaban muy bien contra las hierbas.
El gato se desaculó, y avanzó un poco. La chata cabeza se alzó, presta a dispararse. Pero Rufo mantuvo la distancia. De pronto lanzó una garra rápida, y a su extremo las púas. Era, claramente, un amagar. El golpe no podría llegar, corto para eso el brazo armado.
La culebra disparó la cabeza, adelante la jeta destapando los colmillos. Tan rápida ella como la garra, retardada apenas en una fracción de segundo. La culebra reaccionaba bien, de entrada.
El gato amagó en otra vez, y la cabeza ripostó. Era un juego de mucho peligro para el gato. Los dos alcances interseccionaban, y si él fallaba en su velocidad de centella iría a topar con las jeringas mortales. La serpiente entendió muy pronto la táctica, porque en dos ocasiones disparó anticipada la cabeza, y al menor movimiento de la garra que se alzaba sin dispararse. Pero eso era lo que el gato buscaba con las fintas.
De pronto el gato saltó hacia arriba, y la cabeza salió a lo que creyó un encuentro, segurísima de sí y de la eficacia letal de sus espolones huecos. El gato avanzó circunferenciando, y saltó en otra vez, hacia lo alto, y en otra vez fuera de alcance. Así circundó a la serpiente sin alterar el radio que los separaba.
Me era evidente que el felino empleaba un táctica que tenía conocida a la perfección. Pero ¿cuándo la aprendió, y cómo? Era joven, y venía de un pueblo en donde esos largos bichos mortales, escaqueados, arrastrados, temibles, poderosos, no existían. Y entonces entendí por primera vez en la vida, a pesar de que lo había estudiado con detenimiento, la eficacia de los genes, la sabiduría acumulada en esos espacios inimaginablemente pequeños, que cada especie transmite a sus descendientes. Cien millones de gatos anteriores a Rufo habían ido diseñando la técnica al par que la aprendían, y se la habían entregado a mi gato amado. Los triunfadores: los que fallaron nunca transmitieron nada. Una técnica que requeriría de más de un libro para ser dicha con palabras estaba completa en el mecanismo minúsculo de los genes: Rufo era todos sus antecesores. Saberlo me plugo como cien caricias de la mujer amada, pero también y contrariamente me dolió como cien bofetones: porque él y la sierpe, dos opuestos, irían como en otra de las miles de veces en que la lucha se había dado, a recomenzarla.
Volví a mirar: antes no veía, viendo cosas interiores: a cada salto la cabeza facetada avanzaba a matar, armada de los punzones huecos, pero en cada vez fallaba: el gato estaba mejor diseñado para las fintas, más elásticos sus músculos, mejores sus reflejos. Porque el gato cazaba valido de los músculos, pero la culebra cazaba emboscada: nunca persiguió.
La culebra varió de táctica: como una cuerda escaqueada empezó a desenrollarse y a avanzar en procura del elusivo, pero este reculó un poco, lo suficiente para anular el avance que le tuvieron, y sin dejar de saltar y de tirar una garra u otra.
Yo había entendido hacía ratos la técnica del felino: era la misma de las aves comedoras de serpientes: avanzaban un ala y con la punta de las plumas remeras acosaban al reptil. Este, de tanto dar con los colmillos contra las plumas, perdía el veneno. Cuando no tenía más, y estaba entonces desarmado y cansado, el serpentario ponía sobre el cuello la pata dura, y con el pico filudo como un escalpelo quebraba la larga columna vertebral.
Pero el serpentario estaba mejor protegido para su oficio. Sus largas patas coriáceas eran impenetrables a los colmillos. Y el colchón de plumas del cuerpo hacía casi que imposible la llegada de las púas a la carne.
Pero a Rufo nada lo protegía, sino su habilidad heredada. Y, a más, y tan importante, y sabido de la técnica del gato, el físico de la culebra, que no fue diseñada para combatir: su sangre fría que no tenía tantas reservas de energía como la caliente del gato. Estructurada para atacar en una sola vez, desde el acecho, y mortal cuando daban las agujas en el blanco, la culebra no sabía de lides. La eficiencia demoledora del veneno que los colmillos inyectaban al hundirse la libraba de las justas. Las contiendas largas le eran siempre ajenas. No estaba diseñada ni siquiera para resistir ataques.
Por eso iba cansándose, muy rápidamente. Ahora la ahilada cabeza no iba invisible como una flecha potente, sino que enlentecía en la fatiga de un resorte de metal cansado. Era ya la cabeza una raya visible en el aire, cuando se lanzaba. Un trazo tardo.
Más tarda en cada vez, más visible la raya del movimiento. Entonces la serpiente intentó la huida: se alargó en todos sus centímetros como una soga mínima, y reptó. Parecía un poco de agua desleída, un agua enferma de lodos, ocres reptando la fuga.
El gato la adelantó, lateral. Ahora, seguro de la lentitud de la sierpe, y cierto él de tener la misma velocidad de cuando empezó la justa, sacaba de las garras las púas duras y golpeaba con ellas la cabeza reptante, y punzaba. Y en la pulida continuidad de las escamas brotaban escoriaciones. Golpes sin piedad, destinados a la demolición, que dañaban con una sapiencia torva.
El ofidio buscó, atontado, otro irse por otro lado. Ya no atacaba, incapaz. Pero ahí estaba más la garra cruel. Entonces el enlentecer fue lo máximo: soga quieta ella, la garra la caía continua como una lluvia de clavos. Las puntas la desmoronaban.
Cuando Rufo estuvo cierto de la incapacidad de su enemigo, que era un enemigo de todo en la región, cayó alígero para el mordisco. En la cuerda escamada hubo un agitarse casi imperceptible. Cuando el gato alzó la cabeza, largando a la sierpe, había ya en la cuerda un ángulo que casi la partía.
Todavía, con las garras, la hurgaba, buscando alentares. Pero ya no los había.
El gato se alejó un poco y se puso en otra vez sobre sus ancas. Alzó la garra con la cual golpeó en más veces, y la lamió muy aplicadamente como si se hubiera untado de una manteca de victoria. Después se puso a oír: volteaba los finos radares de sus orejas hacia un lado y otro, hasta que se quedó con ellas quietas en una dirección. Yo, con la mirada, caminé esa dirección, y vi lejana a la perra que al tranco llegaba de una de sus correrías.
El gato se paró. Se acercó a la soga vencida y asiéndola por donde estaba el mordisco y caminando de lado para no pisarla, se caminó hasta la casa los cincuenta metros. La dejó en la mojada limpieza del patio. Es lo que había hecho en otras ocasiones. La noche subía apilando paños negros.
Yo había sudado lo bastante, sin saberlo. Lo noté cuando de cada gotita se apoderó un frío como una púa.
Cuando la perra entraba al patio vio a la culebra. Saltó ágil hacia un lado un salto largo, y sin olfatearla siquiera y claramente medrosa trepó las escalas con apresuramientos. Las uñas deberían rascar en la madera, como siempre, pero no las oí. Fue así como me di cuenta de que me había desligado de todo, salvo del drama. Me forcé a meterme en otra vez dentro de mí.
A poco llegó el mayordomo. Olían a caballo él y el caballo.
Dio una mirada al despojo: lo orilló sin decir nada. Cuando hubo colgado la silla de su clavo alto, se fue por la serpiente. La pateó primero para asegurarse de su muerte, él muy desconfiado. Después la alzó de la cabeza, apretando la quijada contra el paladar, lo mejor para evitar alentares tardíos, y se fue con ella para tirarla al río, largo cementerio viajero. Ahora estaba escaso de aguas porque apenas iba a comenzar