Tierra nueva. Mario Escobar Velásquez
En una venta callejera compró un cuchillo grueso, y, sin que se lo envolvieran, guardado por la manga de la camisa y la cacha perdida en la mano, entró en otra vez a la cantina por la puerta más alejada del puente, no por la carrera sino por la calle.
Quizá no había corrido ni un cuarto de hora. El café reventaba, lleno como un forúnculo. El aire estaba pleno de voces muchas, y de nubecitas de humo. Pelos caminó atrás de uno grande que iba al baño, y cuando el contratista volvió a verlo estaba teniendo adentro de la mitad del pecho cerdoso todo el cuchillo que le entregaron con la fuerza de un hachazo.
En donde un cuchillo termina su desnudez y empieza la cacha se hace un ángulo recto: también entró. Pelos no pudo sacar el cuchillo para írsele como la luz al testigo falso, cacha que quería quedarse y resbalaba.
El acuchillado se alzó, mirándose al pecho. Cuando vio el cuchillo quiso también arrancarlo, olvidado de revólver en la cartera. Tampoco pudo. Cuando entendió que la muerte estaba entrada por razón de unos miles de pesos robados…
—… Hizo feote —dijo Pelos, que ya estaba en la puerta por donde entró.
La cara de cera negra del negro había alcanzado el color de la ceniza, y seguía aclarando. El ánima no le dio para erguirse: de pronto tuvo el culo tan pesado como una pirámide.
Los que hacían la apretazón de forúnculo en la cantina demoraron más de un minuto en resolver los feos que hacía el del cuchillo en el pecho, queriendo sacárselo. Resolvieron el intríngulis cuando vieron la sangre saliendo, tan mostradora de sí. Mientras resolvían habían callado, mucha sorpresa mirando los feos. Después alzaron gritería de la que se oye a las cuadras cuando el tenido del cuchillo se desgajó como una rama hasta el suelo, a tener pataleos leves.
Los de la apretazón de divieso ni siquiera habían visto a Pelos. El chilapo iba ya una cuadra abajo, caminando despacioso como había salido.
—… Porque correr es mostrarse.
Mucho más abajo del cuartel de la policía topó con su hermano, que subía con un primo. Les dijo sin parar:
—¡Pisarse!
Sin preguntas tontolas siguieron con él. Adelante pararon a uno de esos inacabables jeeps de pasajeros con los resortes reforzados, que por allá llaman “chivas”, y en él se fueron hasta donde la carretera agoniza en potreros.
A poco estuvieron en el monte cerrado, sin afanes, él contando con palabras ahorradas de las que siempre tuvo así, y no pidiendo demasiadas explicaciones los otros, que lo entendían entendiéndose. Despacio, porque hasta el monte no iría nunca la policía. Jamás iba, desde eso de las emboscadas.
Pelos se quejaba:
—… Iba a traérmele la cartera para cobrarme con el revólver…
Caminó otra cuadra, y acabó para siempre con los comentarios:
—… Pero el cuchillo que no salía, primero. Y los feos que hizo, después.
En la finca me dijo Mañe, el hermano de Pelos mientras que me entregaba la prensa que yo le encargaba recogerme cuando él salía, luego de contarme en muy pocas palabras todo lo de antes:
—Nos vamos a pisar.
Ellos dos, y tres primos. Las venganzas por allá, en esa tierra ardida, se dan en cumplimiento hasta el límite de primos. Cualquiera puede pagar por otro, sin saber qué está pagando cuando el chorro de municiones le da por la espalda. Como yo le dije no entenderlo, el mayordomo en despedida agregó:
—Usted no es de acá, y por eso es que no entiende. No podrá entenderlo. A eso hay que mamarlo de la teta y tomarlo con el agua de panela, y yo sí que lo sé. Acá no se olvida nunca. Con el clima tan caliente uno vuelve a ofuscarse cuando el calor aprieta y la venganza no se ha tomado. Cuando hay alguno sin pagar lo que debe.
(Cuando alguno está inulto —pensé—. La palabra era demasiado rara para decirla por allá, así es que la dije para mí mismo).
Hicimos en compañía las cuentas de lo que debería pagarle, y cuando fui a extender el cheque hizo que dedujera algo así como una tercera parte. Me dijo:
—Désela mañana a mi mujer. Nosotros nos vamos a la noche.
La mujer era muy pulida para ser chilapa. Tenía una osamenta frágil. Los hombros estrechos, y delicadas las manos. No servía, como las chilapas, para partir la leña y para cargarla. Ni para agenciarse un racimo, y traerlo. Vivía, por eso, muy compuesta. A la primera mirada que se le daba se veía lo que primaba: estaba hecha para gozarla como mujer: así sería un acierto. Pero como ama de casa en un claro del monte, alejado del pueblo, lo mejor sería no recargarla. Igual sería en las penurias, pensé como las razones del que se iría.
Pero él dio otras, sorpresivas:
—Es prima hermana del muerto.
—¡No iría a delatarlo a usted, ni así! —protesté.
—Queriendo no, nunca. Sin querer, puede que sí.
—¿Cómo es eso?
—Querrá saber de la mamá, cuando haga días de no saber. Querrá que sepan de ella: y es así como, no queriendo, lo traicionan a uno.
—Ese es un riesgo chico. Se puede controlar, creo.
—No. Cuando la apuesta es mi cuero o el de mi hermano, no corro riesgos.
—¿Es que ya no la quiere?
—Sí la quiero.
—¿Cuánto hace que está con usted?
—Como tres años. Y ella me quiere. Pero el que anda en las que voy a andar es encontrado por la mujer. Además, ella no está hecha para sufrir.
—Eso es lo que va a hacer.
—Sí, pero es otra cosa. ¿No ve?
Yo no veía.
Él bajó, sin más despedidas, a empacar las cosas. Cuando ella empacaba lo propio, él le dijo:
—Deje. Usted se queda. Con el patrón le dejé alguna cosa.
Salió hacia el oriente, con los otros, y las sombras les caminaban adelante.
En el silencio estruendoso que siguió yo oía caer raspando las voces ásperas de las guacamayas que iban hacia su nido, volando en un arco iris de plumas. Se llamaban y tenían cuentos entre sí. Pasaban lentas, como brasas rojas. Como brasas azules. Como brasas amarillas.
Esperaba, de abajo, sollozos crecidos. Pero solo oía al silencio.
Noche ya oí los desalientos del paso, subiendo. Me dijo desde la puerta, atrás de ella, y enmarcándola, el colorido opulento del ocaso:
—Por caridad, déjeme esa botella de licor que tiene. Me la descuenta. Es que ya no puedo.
Era de brandy, y yo la guardaba para cuando el respirar se me cansaba.
—Eso no la ayuda.
—Sí ayuda.
Saqué en un frasco lo poco que el respirar cansado pedía para descansarse, si iba a ser en esa noche su fatiga, y le di el mucho resto.
Dijo:
—Perdone.
Bajó, arrastrando pasos, muy chica para lo que la estaba estrujando la inmensa región boscosa, con claros de pasto como ojos verdes.
Lo malo era que me contagiaba.
Me metí debajo del mosquitero, a leer. Tuve que poner mucho empeño en captar lo que las letras tenían encerrado, y, cuando al fin pude, supe como en otras veces que se estaba mejor en el mundo de las letras que en este puerco en el que estaba.
Leí, a porfías de dormirme en cuanto acabara la vela. No había oído nada más desde abajo.
Cuando apagué, percibí en el techo luces