Enlazados. Rosanna Samarra Martí

Enlazados - Rosanna Samarra Martí


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el momento de dejar el hotel para instalarse al hostel que descubrió unos días antes. Le había cogido cariño a la habitación, pero tocaba abandonarla. En ella había llorado y reído e incluso había dedicado momentos en pensar en aquel profundo hombre de la cafetería que tanta sensación le produjo, y que no había vuelto a verlo.

      El traslado fue rápido porque el equipaje tan solo era una maleta. Sin embargo, le costó cerrarla y se acordó del par de camisetas, el pantalón y las deportivas que compró de rebajas en una tienda escondida en la plaza de la catedral, justo cuando vagabundeaba por esas calles desconocidas. Era ropa de verano, tampoco abultaba mucho, pero el calzado era más voluminoso e impedía cerrar con suavidad.

      Como de costumbre, desayunó en el bar de Claudia. Ella y el equipaje se dirigieron a la mesa de siempre, pero esta vez estaba ocupada.

      —¡Hola, Francesca! —Saludó sorprendida de que estuviera allí—. Y tú eres Berta, ¿verdad? —preguntó dudosa.

      —Buenos días, Ana. Hoy es mi día libre y he secuestrado a Berta para que me acompañe —dijo sonriendo y quitándose un mechón rizado que le cubría el ojo derecho—. ¿Te apuntas?

      —Pues… es tentador, pero antes debo ir a mi nuevo alojamiento, me mudo. —Señaló la maleta y se encogió de hombros.

      Se sentó con ellas y les explicó el motivo de la mudanza entre sorbo y sorbo del delicioso capuchino. Les pareció un buen cambio, pero no entendían el abandono de su hogar de origen. Evitaron entrar en detalles desviando la conversación en lo que tenían preparado para el día, claro que antes la acompañarían a dejar el equipaje y luego seguirían con lo suyo. Berta estaba un poco ausente, apenas hacía un año de su divorcio y con la carga de un niño y el trabajo solía agobiarse bastante. Era una de las mejores organizadoras de eventos de Milán, aunque le costó su matrimonio por invertir tantas horas en el trabajo. Pero hoy tocaba desconectar y pasárselo bien.

      —¿Sabes que es una magnífica pintora? Tiene cualidades incomparables —declaró Berta, orgullosa de su amiga—. Tienes que enseñarle tus cuadros, Francesca. —Le ordenó con tono suave.

      —De ahí tu vocación por el arte. Tendrás que mostrármelo —solicitó Ana con admiración.

      —No exageres, no es para tanto, solo soy una aficionada y lo disfruto en mi tiempo libre.

      —De eso nada, eres la mejor —anunció un hombre que se aproximaba hacia ellas. —Hola, mi amor, he podido escabullirme un rato. Hoy me espera un día duro. Tengo muchas sesiones de fotos y se alargará la jornada. —Acarició la cabeza de Francesca y se inclinó para regalarle un suave beso a la mejilla.

      —Cielo, esta es Ana. Creo que ya te hablé de ella. Y a esa ya la conoces —dijo con ironía señalando a su amiga—. Este es mi marido, el mejor fotógrafo de la ciudad —afirmó con una sonrisa de enamorada.

      Hugo fue un chico muy aventurero en su juventud, pero la fotografía siempre le despertó un gran interés hasta que se convirtió en su pasión. Era diferente a Francesca y esto le chocó un poco a Ana. Quizás tendría que conocerles a fondo antes de juzgar. No obstante, contagiaba alegría y se notaba que amaba a su mujer por la forma en que la miraba. «Tampoco sé si Óscar me quería así, como se aman ellos dos», pensó Ana distraída.

      Se sumó a ellas y conversaron los cuatro. A los pocos minutos se agregó otro chico, Luca. A menudo se dejaba caer por la cafetería, pero su apariencia era diferente a todos los demás. Vestía con unos tejanos, pero no unos cualquiera, y una camisa blanca impoluta con los puños remangados hasta medio brazo, a pesar de estar en agosto no había tregua para ser coqueto. Tenía un porte elegante.

      —Oye tío, camisa nueva, ¿no? ¿Cómo se llama? —preguntó Hugo divertido, refiriéndose a la marca—. Ya sabes que te lo digo en broma. ¿Qué tal estás, chico?

      Luca no solía enfadarse. Le gustaba la moda y siempre se cachondeaban de él, pero sin maldad. Era pijo y lo asumía, no le importaba. Era de familia adinerada y la vida le ofrecía lujos que podía presumir.

      —Hola, chicas, ¿cómo estáis? —Saludó muy cortés—. Me he tomado el día libre, Hugo. En dos semanas he trabajado a destajo, tío. Teníamos que publicar la revista y faltaban algunos retoques en el diseño. ¡Al fin, desconecto unas horas! —comentó sacudiendo la cabeza y soltando un suspiro.

      La forastera intentó entender lo que decían; que hablasen tan rápido no le ayudaba mucho, pero a través de gestos lo descifró. Luca observó que ella no era italiana y enseguida preguntó. Le chocó ver a una española. Por allí no solían acudir muchos extranjeros, y menos mezclarse con ellos, aunque le gustó este hecho. Conocía un poco el idioma y quiso probar en preguntarle. Barajando las dos lenguas mantuvieron una divertida charla.

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