Enlazados. Rosanna Samarra Martí
iba embarcando y a la que tenía al alrededor. No se había dado cuenta de que en el mismo vagón, en unos asientos más atrás, estaba Celeste, que enseguida la reconoció y alzó el brazo para saludarla. En cambio, Ana no se fijó.
El tren se puso en marcha y poco a poco fue dejando la estación hasta alcanzar mayor velocidad. Apoyó la cabeza contra la ventanilla y contempló lo que iba alcanzando la vista tras el cristal.
En el reloj marcaban las ocho de la tarde; entre unas y otras cosas había transcurrido seis horas de viaje, desde que llegó al aeropuerto de Barcelona hasta donde estaba. Claro, vagabundeó durante tanto tiempo pensando sin saber a dónde se dirigía que las saetas del reloj avanzaron sin avisar. No le preocupaba, era verano, un trece de agosto y un día interminable por las largas horas de claridad. El sol seguía deslumbrando, no obstante, faltaba poco para llegar a la estación central y tendría tiempo de sobra para encontrar cualquier sitio donde cenar.
Alguien la interrumpió de sus pensamientos cuando le pidió sentarse a su lado.
—Hola, Ana, como he visto que está libre este asiento y yo también estoy sola, he pensado que podríamos hacernos compañía —dijo con voz tímida—, incluso te he saludado.
—Pues no la he visto, lo siento. Con tanta gente desconocida… Puede sentarse, ningún problema. ¿Se ha perdido en el aeropuerto? —le preguntó con ironía. Se alegró de que se sentara a su lado, pero no sabía por qué—. Es que ya no la he visto al desembarcar.
—No, hija, no. Estuve esperando el tren en el andén equivocado, suerte de un chico muy guapo, un guardia que no paraba de andar arriba abajo, me vio tanto tiempo en el mismo sitio que decidió preguntar, y menos mal que me apresuré para subir en este tren porque estaba a punto de arrancar. Y ¡mira por dónde, te encontré a ti!
—Sabe, Celeste, no he sido del todo sincera con usted. Mentí en lo de visitar a un familiar. No estoy aquí por esto. Tengo problemas conmigo misma y he decidido cambiar de aires unos días, sola.
De una forma súbita se lo soltó. Percibió que esta mujer era una buena persona, aun sin saber nada sobre ella.
—Lo sé. No hace falta que lo digas, desde el primer momento en que te vi, lo supe. Mira, dicen que la cara es el reflejo del alma, y por mucho que intentamos disimularlo, se percibe. —Se giró haca ella y cariñosamente le tomó las manos—. ¿Problemas con el amor, cielo? —preguntó con delicada voz.
Ana sintió que sus ojos amenazaban con derramar una gran cantidad de lágrimas y, esta vez, no pudo contenerse. Se dejó llevar y desahogó sus sentimientos.
—He sido yo, él no me ha dejado, aunque hace tiempo que la relación estaba rota. Nada me hace feliz —afirmó entre lloros y suspiros—. ¿Qué puedo hacer, Celeste? —preguntó desesperada—. ¡No sé por qué le cuento todo esto, lo siento!
Se sintió mal, pero ella, en estos momentos, le transmitió confianza y tranquilidad.
—Cariño, estas cosas, a veces, pasan. El estado de ánimo de las personas, los sentimientos de cada uno, los motivos… Todos tenemos etapas en la vida y, sin quererlo, pasamos por distintas fases, sea para bien o para mal. Algunas por suerte, otras por el tema económico, la falta de trabajo, por amor, procreación, pérdidas familiares, y un sinfín. Ahora te ha tocada a ti: necesitas una renovación. —Fijó la mirada en ella a la vez que le sostenía las manos.
—¿Cómo sabe todas estas cosas? Parecen ciertas. —Sonrió.
—Verás, he vivido muchas experiencias, algunas buenas y otras no tanto, por eso me gusta ayudar a las personas que lo necesitan y tienen buen corazón, como tú, Ana. No permitas que nadie te haga daño. Presiento que tendrás suerte, algo bueno te sucederá y no querrás marcharte de Italia. Solo debes hacerle caso a tu corazón, él sabrá lo que debes hacer, así que escúchalo. —La seguía mirando, le soltó las manos y, suavemente, le acarició la cabeza mientras, con la otra mano, le señalaba el corazón—. Y ahora, creo que ha finalizado nuestro trayecto.
—¡Buff, qué corto se ha hecho el viaje, y yo dándole la lata! Pero agradezco sus palabras, han sido reconfortantes. —Se emocionó y le dio un abrazo—. Es un tesoro, supongo que ya lo sabrá —afirmó convencida con media sonrisa—. Vamos a cenar alguna cosa que me muero de hambre; yo la invito.
Estaba contenta y se dieron prisa en bajar del tren.
No cesaron de sonreír mientras cruzaron el andén arrastrando las maletas. No se percataban de lo maravillosa que era la estación central, era todo un monumento.
—¡Madre mía! Hay mucha similitud con el lugar de donde provengo: Barcelona, eso me recuerda a la estación de Francia —aclaró sin apartar la vista de su alrededor mientras iban dejando atrás las vías de tren—. ¿Has visto Celeste qué techos? Son impresionantes.
—Yo también conozco Barcelona y todas las estaciones. —La miró sonriendo—. Estoy de acuerdo contigo, tiene un gran parecido.
Caminaron a la vez que intentaban acapararlo todo con la vista. Los ojos iban al vuelo, contemplaban los llamativos techos abovedados y a la vez sus enormes cúpulas de acero y cristal que daban cobijo a las veinticuatro plataformas en las que tenía lugar un continuo ir y venir de trenes que llevan hasta algunas de las principales capitales europeas, además de otras ciudades de Italia.
No eran las únicas ensimismadas. Por todas partes había grupos de turistas visitándola y alucinando a cada paso que daban. Ana se quedó parada enfrente de los paneles que representaban las ciudades italianas que anunciaban las salidas y llegadas; eran unos preciosos paneles de azulejos en las paredes. Sin duda, dedujo que era la estación más bonita de Europa, y eso que nunca había oído hablar de ella.
Para acceder a la salida bajaron por una amplia escalinata, aunque existían las escaleras mecánicas, querían sorprenderse de aquella edificación. Se detuvieron para gozar de una cafetería localizada a mitad de las escaleras, con un aspecto extraordinario, sin dejar de mencionar la multitud de tiendas del primer piso. Continuaron hasta alcanzar la planta baja, convertida en un centro comercial. La esencia de aquel lugar tan encantador la transportaba a otra época.
Eran las nueve de la noche y la estación estaba abarrotada de gente. Después de un buen rato de pasear por dentro de ella, salieron de su interior para contemplar la fachada de la entrada. No podían describirla, era otra preciosidad igual que su interior, parecía un palacio.
—Ya es tarde, hija. Debo llegar al hotel donde tengo la reserva —dijo Celeste preocupada.
—¡Ostrás! Yo no he reservado nada —exclamó, llevándose la mano hacia la cabeza—. Espero encontrar algo. Milán es grande y habrá muchos hoteles, aunque estemos en pleno verano, pienso que alguna habitación libre habrá. —Subió y bajó los hombros, segura de que pasaría la noche en algún sitio, sin ser en la calle—. ¡Pero bueno, ahora toca cenar pizza italiana! ¡Vamos, Celeste! —La agarró del brazo y avanzaron.
Había un buen rato desde la estación de trenes hasta el centro, pero decidieron ir caminando, después de tantas horas sentadas, les apetecía estirar las piernas. Aún faltaba un tramo hasta llegar a la primera pizzería que encontraron. Preguntaron al camarero si podían tomar asiento y les ofreció una mesa en la terraza. Pidieron las dos pizza y una botella de lambrusco rosado, y de postre no dudaron en elegir tiramisú.
Conversaron tranquilamente mientras cenaban. Celeste dio pie a mucha charla y la joven se sintió a gusto con ella. No dudó en contarle parte de su vida y recibir algún consejo a cambio. Fue una velada agradable.
—Cariño, es hora de despedirnos, necesito llegar al hotel y acostarme, mañana me espera un largo día; tengo muchas cosas que hacer.
—Pero, ¿podríamos quedar algún día de esos? Yo estaré por aquí y tú también, así que nos llamamos —le dijo convencida.
—No puede ser, tú has venido a por unas cosas y yo a por otras, a partir de aquí empieza tu nueva vida, y yo ya no quiero interponerme. Escucha, Ana, sigue tu intuición y ella te guiará, solo