Enlazados. Rosanna Samarra Martí
desfile de mañana por la noche que se celebrará en la pinacoteca de Brera. Desfilaré por primera vez, para una marca de alta costura. Estoy muy contenta y nerviosa… ¡Venga a verlo! Si le apetece, claro. —No dejaba de mover las piernas, como si tuviese un tic nervioso y hablaba sin contener la respiración; todo seguido—. A propósito, me llamo Paola.
—Encantada, mi nombre es Ana. Intentaré ir. Gracias por el detalle. —Se despidieron y continuaron con su ruta.
Pensó en que si todas las personas reaccionarían de la misma manera: enfado primero y amabilidad después. Nunca se había encontrado antes con estos detalles, lo más apropiado era chillar y marcharse.
Se plantó frente al majestuoso monumento del Duomo, la catedral más grande de Italia y una de las más grandes del mundo. Se sintió diminuta delante de aquel enorme edificio gótico. La impactó tanto que no dudó en comprar una entrada para visitarlo, ya que quería averiguar que maravillas guardaba su interior.
Quedó perpleja tras la visita; estaba construida con mucho mármol, grandes arcos, altísimas columnas y decorada con bellísimas estatuas. Tras recorrerla durante más de una hora y media, necesitó tomarse un pequeño descanso.
La plaza del Duomo era muy turística, igual que el barrio Brera, estaba rebosante de bares y restaurantes y, precisamente allí, tomó un ligero refrigerio en el primero que vio una mesa libre. Degustó un panzerotti: una empanada rellena de tomate y mozzarella; la más famosa de la ciudad, y la acompañó con una copa de vino tinto.
Una vez repuesta, reanudó la visita. Tomó una de las calles que daban a la plaza hasta llegar a la galería Vittorio Emanuele; un centro muy elegante, cubierto de una bóveda acristalada reforzado con hierro. Las tiendas eran tan distinguidas como la misma fascinante construcción. Le había sentado tan bien pasear por este lugar que, sin darse cuenta, la tarde ya había caído. Estaba oscureciendo y decidió volver al hotel. Tanto paseo la había dejado agotada.
Segundo día
5
Otro día despuntaba en el horizonte. Era pleno verano, sol radiante y el calor volvía a ser el protagonista. Tan solo eran las ocho de la mañana, pero ya estaba duchada y vestida. Se propuso salir pronto a desayunar para poder planificar la nueva jornada.
Consideró que tocaba descubrir una nueva cafetería. La localizó por una de las calles de su barrio: pequeña y de ambiente familiar; le gustó. Le causó una agradable sensación con tan solo cruzar el umbral. Los clientes solían rondar entre los veinticinco y cuarenta años, ni más ni menos.
Fue de las primeras en llegar y tuvo oportunidad de elegir mesa. Le echó ojo a la situada justo a la esquina, cerca de la ventana. Le gustaba estar cerca del cristal para observar al exterior.
—Disculpa, eres Ana, ¿verdad? —preguntó la chica que acababa de entrar dirigiéndose hacia ella—. Soy Paola. Nos conocimos ayer con un tropiezo, ¿te acuerdas?
Esbozó una sonrisa mientras se lo recordaba.
—¡Sí! Vaya, qué torpe fui. —Ladeó la cabeza llevándose la mano en la frente—. ¿Qué tal estás, Paola? —Enseguida la reconoció.
—Muy bien. Dentro de media hora tengo ensayo para el desfile de esta noche. Estás invitada, acuérdate, y ¡no faltes! Voy a desayunar, si no, me desmayaré. —Se dio la vuelta y fue a pedir un zumo y una tostada con jamón. Regresó para sentarse con ella, no le importó su compañía.
En un momento, la camarera se acercó para tomar nota. Era una mujer de unos cincuenta y siete años, guapa, simpática y dinámica. Paola la conocía y no dudó en presentársela.
—Soy Claudia. Bienvenida a Milán. ¿Qué te trae por aquí? —preguntó con acento italiano e intercalando alguna palabra en español. Con los años, había conocido turistas de diferentes nacionalidades y algo había aprendido, y más siendo la dueña de una cafetería—. Paola es como si fuese mi segunda hija, íntima amiga de Daniela, y desde jovencita que habita por aquí —Le entró nostalgia de ver cómo se hacían mayores—. Ahí llega.
La llamó para que se acercara a ellas. No era tan bella como su madre, pero tenía unos ojos oscuros que contrastaba con su melena rubia y resultaba atractiva. Tenía mal aspecto o no estaba de humor.
—Esta es Ana, ha venido de vacaciones y ayer coincidió con Paola —le explicó mientras la observaba con cara de preocupación—. ¿Te ocurre algo, Daniela?
—No, mamá, estoy bien. He pasado la noche en vela, pero nada importante —le contestó fingiendo una sonrisa—. Mucho gusto de conocerte, Ana. Y tú, ¿cómo llevas lo de esta noche? —Se dirigió a su amiga. Entre ellas había mucha complicidad.
Paola estaba a gusto pero, si no se marchaba, llegaría tarde al ensayo. Se despidió de ellas y Daniela la acompañó hasta la puerta.
—Oye, ¿de qué conoces a esa mujer? —preguntó en voz baja, observándola de reojo—. Hay algo en ella que no me gusta.
—¡No seas tan desconfiada, chica! No te va a quitar a tu novio, si es de lo que tienes miedo. —Se apartó hacia un lado su larga y oscura melena—. Nos vemos esta noche. Te quiero.
Siguió sentada en su rincón examinando a madre e hija cómo atendían al personal y se manejaban detrás de la barra. Percibió alguna mirada de Daniela que la desconcertó. No entendió el motivo de este comportamiento hacia ella, no se conocían de nada. El tiempo transcurría y quería aprovechar el día. Se aproximó a la barra para pagar el desayuno y se ausentó cordialmente.
—Vuelve cuando quieras, Ana. Yo estoy aquí siempre —afirmó Claudia de muy buen humor.
Acababa de doblar la esquina cuando escuchó música. Se amontonó entre la gente para curiosear, y vio a un chico joven tocando la guitarra y cantando una canción italiana. Al rato de escucharle y apreciar su talento, alzó la vista y la distinguió.
—¡Celeste!
Gritó mientras se abría paso entre la multitud, pero cuando creyó haberla alcanzado, desapareció.
La alegría le duró unos segundos: verla por un momento y desaparecer como el humo. Se sentó en las escaleras de la plaza del Duomo, las que accedían a la catedral, y pensó en lo que acababa de pasar.
—¿Le molesta si me siento? —suplicó un chico joven.
—No, no. Puedes sentarte.
Ana le miró y le reconoció. Era el músico que estaba tocando hacía un momento. Tenía el cabello un poco largo y la guitarra hacía más bulto que él. Era delgado y sus ojos marrones transmitían soledad.
—Gracias. Me llamo Thiago, soy músico, pese a que no ser conocido, es mi pasión. ¿Quiere que le toque algo? —la animó, y ella asintió.
Era una melodía preciosa, italiana, y el tono de voz que la acompañaba era perfecto. Este chico tenía cualidades y, aunque pensase que no cantaba bien, tenía estilo. La canción la entristeció. La abordaron los recuerdos y la nostalgia la atrapó.
—¡Vamos, te invito a un refresco para no deshidratarnos! —Sin más, Thiago tiró de la mano de ella y la llevó a la terraza del bar más cerca—. Por cierto, no me has dicho tu nombre.
—Me llamo Ana, perdona, me distraje.
Por un momento alucinó. Un chico de veinte y pocos años la cogió de la mano para sacarla de sus pensamientos sin saber nada de él.
El joven la bombardeó a preguntas a las cuales le respondió sin cesar. Le pareció un buen chico y nada tímido, al contrario, era abierto y simpático. Después llegó su turno y descubrió muchas cosas sobre él. La situación la incomodó bastante y se atrevió a invitarle a comer. Sin darse cuenta, la mañana había avanzado rápido.
Se le estaba echando el tiempo encima: no podía faltar al desfile, aunque no le apeteciese mucho. Pensó que sería interesante porque nunca antes había asistido a uno, y esto formaba parte del