Enlazados. Rosanna Samarra Martí

Enlazados - Rosanna Samarra Martí


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en el bolso cualquier cosa con tal de poder evitar conversar con aquella señora. No estaba de humor ni le apetecía que la cuestionasen sin apenas conocerla.

      «¡Bien, ha llegado el momento de embarcar!». Exclamó en su interior. Se puso en la cola y, como era de las últimas, tardó un poco más en subir en el avión. Buscó el número del asiento que le habían asignado al comprar el billete y al comprobar que era el mismo se alegró, hasta que la vio. Justo al lado le había tocado la misma mujer de antes. «¡No es posible! Otra vez no, ¡qué viaje me espera!», por no pensarlo en voz alta, tuvo que contenerse y disimuló pasándose la mano por el cabello, como si tratase de arreglárselo.

      No tuvo más remedio que sentarse, al fin y al cabo era el que le correspondía y gracias a él podía alejarse. Se conformó cuando examinó que a su lado estaba el pasillo; de alguna forma podría desconectar de la vecina; solo tendría que girar la cabeza y desviar la mirada hacia otro punto.

      —¡Menuda coincidencia, volvemos a sentarnos juntas! —le dijo con tono alegre—. Es un vuelo corto, no llega a las dos horas, pero intentaré no molestarla, a pesar de que siempre estoy sola y nunca tengo con quien hablar. Por eso cuando estoy en compañía parece que haya comido lengua. —Soltó una carcajada—. Es un decir…

      —Sí, lo he oído en alguna ocasión, no se preocupe, la entiendo perfectamente, aunque a mí me pasa exactamente lo contrario a usted; me gusta relajarme cuando viajo —acababa de mentir, porque ella nunca viajaba, pero era una excusa para que no la agobiase.

      —Por cierto, me llamo Celeste. Tranquila, sé que está bastante nerviosa, presiento que las cosas no marchan bien y tal vez desee tener un buen viaje. Hace bien en viajar. El cambio de aires sienta bien; ayuda a olvidar y a ver las cosas con más claridad, pese a que, a veces, es preferible no examinar tanto y descubrir por ti misma lo que más te conviene. Créeme, porque cuando te dejas llevar y luego quieres volver a tu cauce, jamás vuelve a ser lo mismo.

      Ana no daba crédito a lo que estaba escuchando. Parecía que esta mujer lo supiese todo sobre ella, y daba por sentado que todo cambiaría. No pudo disimular, desvió la mirada y se quedó pensando: «Igual es psicóloga, no estaría mal que desahogara mis sentimientos a cambio de un consejo, pero no. No me parece justo ni es el sitio correcto; tampoco he venido a esto».

      El avión ya había despegado y el ambiente estaba tranquilo, algunos pasajeros leían libros y otros estaban con la tablet. Al otro lado del pasillo había un grupo de amigos que comentaban el itinerario del viaje. Debían tener unos veinte años y con ganas de comerse el mundo, empezando por Milán. Entretanto, observaba de un lado a otro, el sueño se iba apoderando de ella y, sin darse cuenta, se quedó dormida. A ratos abría los ojos, y en una de las ocasiones percibió que el aire acondicionado estaba fuerte y le producía un poco de frío. Intentó buscar algo para cubrirse los brazos, pero solo pudo obtener la revista que sobresalía del bolsillo del respaldo del asiento delantero, de esas que todas las compañías aéreas disponen, para que los pasajeros puedan elegir los refrigerios; fue suficiente para suavizar la frescura.

      Celeste observó su gesto y, sin dudarlo, sacó un pañuelo grande de su bolso en tonos rosados y de una textura sedosa para prestárselo, pero tan profundo era el sueño que prefirió echárselo por encima para no desvelarla.

      Ya solo faltaba media hora para llegar al destino, y el descanso le sentó de maravilla, se encontró como nueva. Dedujo que el trapo era de la vecina y quiso agradecérselo, iniciando una conversación al mismo tiempo que se lo devolvía.

      —Muchísimas gracias por el gesto tan afectuoso que ha tenido conmigo. La verdad, tenía frío y no llevaba nada para taparme… —susurró sonriendo.

      —No hay de qué, hija. Lo necesitabas más que yo. En estos aviones el aire sale gélido para congelarte o abrasador para asfixiarte —hablaba y gesticulaba a la vez.

      —Es cierto, en todos los transportes sucede lo mismo. En invierno viajo mucho en tren y es horrible, entre el calor y la mezcla de olores acabo siempre mareada. —Esbozó un suspiro sin dejar de sonreír.

      —Bueno, al menos nos llevan de un sitio a otro. Yo voy a visitar a mi hijo, vive en Milán y hace años que no nos vemos, por lo que he decidido darle una sorpresa.

      —¿Tantos años…? ¿Y si ya no vive allí, qué hará? ¿Por qué no le avisó antes? —indagó extrañada—. Creo que no podría estar tanto tiempo sin ver a mi hijo, aunque no soy madre, pero es lo que afirman todas las que conozco.

      —Es una historia complicada, demasiada larga para explicar y comprender. Intentaré encontrarlo. ¿Y tú, sabe la familia lo de tu visita?

      —Sí, sí, les avisé un par de días antes. —Bajó la mirada lentamente.

      «Cómo podía estar una madre tantos años sin ver a su hijo, algo muy fuerte debió ocurrir… ¿pero, el qué?», se preguntó a sí misma. Intentaba sacar conclusiones, pero era inútil. Tenía curiosidad en saber lo que había pasado, si bien no pretendía ser una grosera insistiendo en el tema si ella no daba pie a lo referido.

      —Entonces, ¿estarás mucho tiempo en Milán? —preguntó Celeste esperando una afirmación.

      —Pues no lo sé… no lo he pensado. Depende de lo que vaya surgiendo. —Sin darse cuenta, respondió algo sin sentido. —¡Ostras, qué he dicho, seré tonta! —balbuceó en voz baja.

      El piloto anunció que en breve aterrizarían, así que no tardarían en desembarcar.

      Llegada a Milán

      3

      Todos los pasajeros apresuraron el paso siguiendo la señal de salida o de recogida de equipaje. Ana desconocía porqué tanta prisa y, sin darse cuenta repetía lo mismo, pero sin orientación. «No sé qué dirección debo tomar, en cuanto salga de estos pasadizos me pararé. Yo no tengo prisa, nadie me espera, así que me lo tomaré con calma», pensó al comprobar que estaba un poco perdida. Después de haber caminado un rato, se encontró entre el bullicio de la gente y sintió que volvía a repetirse la operación, aunque esta vez era al revés.

      Una mezcla de emociones se apoderó de ella: alegría, tristeza, ilusión, miedo… Era una sensación nueva, nunca antes la había vivido. Se conmovió y sus ojos brillaron como si alguna lágrima fuera a derramarse, e intentó contenerse. Cogió asiento, apoyó la espalda en el respaldo y echó la cabeza hacia atrás unos segundos. Recuperó la compostura y se acordó de que necesitaba ir al baño. Olvidó cuándo fue por última vez, así que salió disparada con la maleta, esquivando todo lo que se interponía en su paso sin apartar la vista de la señal que le indicaba la dirección. «¡Oh, qué alivio! Un poco más y me lo hago encima», pensó cuando se estaba lavando las manos. Levantó la vista y su imagen se reflejó en el espejo. Le provocó una exclamación: «¡Dios mío, qué pinta tengo! ¡Qué ojeras! ¡Vaya pelos!». Menos mal que no había nadie junto a ella porque se aterrorizó. Enseguida se lavó la cara y extrajo de su bolso un pequeño neceser que contenía lo mínimo para un retoque: un corrector de ojeras que solía utilizar con frecuencia; un toque de rímel que avivó el color miel de los ojos y, para acabar, realzó los pómulos con una suave brocha impregnada de un tono rosado. Se peinó la melena castaña hacia un costado para recogérselo en una coleta usando una goma negra que solía llevar encima porque, con tantas horas de trabajo, acababa siempre recogiéndoselo. Pensó que un poco de brillo de labios le daría más frescura, y después de haber logrado arreglarse, se sintió de maravilla; tiró del equipaje y salió del aseo.

       En el momento que giró la esquina, disminuyó el paso. No era preciso correr, pensaba en la próxima opción para llegar al centro de la ciudad, e imaginaba cómo sería la capital. Estaba ansiosa por descubrirla y enseguida se acordó de los jóvenes del avión: se sentía como ellos, con ganas de saborear este viaje. Paró para leer la información que tenía al lado, donde detallaba todas las salidas hacia Milán. El aeropuerto de Malpensa estaba muy bien comunicado con la ciudad milanesa. La frecuencia de los trenes era cada veinte y cuarenta minutos, y el trayecto duraba sobre una hora. Por otro lado, también estaba la opción del autobús, pero optó por el tren. Compró el billete


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