Almácigo. Gabriela Mistral
están los que eran míos
en el mar, costa y montaña,
los nombro, los llamo y no llegan?
No están en el canto del río
no están ni en prado ni en cabañas.
¿A dónde fueron que no lo supe?
Eran los míos, eran los míos.
¿Por dónde caminan cantando
con el canto que era el mío
y se olvidaron de mi nombre
siendo su canto el canto mío
y si voy no me reconocen
trascordadas, ricas de olvido?
¿Sientes allá abajo?
¿Sientes allá abajo
el ardor delicado de la Primavera,
a través de la tierra? ¿Te llega
el olor agudo de las madreselvas?
¿Te acuerdas del cielo en las albas,
del surtidor claro con la cimera fresca,
de sendero con hondos tapices,
de mi mano plácida en tu mano trémula?
Esta primavera perfuma y afina
el dulce licor de las venas.
¡Si bajo la tierra, pegada
la boca bella no tuvieras!
Orillando el río, a esta apretadura
de fronda vinieras,
la tibieza que tengo en la boca
me gustaras, sutil y violenta.
Pero estás abajo,
bien desmenuzada de polvo la lengua.
No hay modo que cantes conmigo canciones
dulces y encendidas esta primavera.
He apegado la boca a la tierra
que te cubre con leves pañales,
y te he deslizado palabras
unas cálidas y otras sollozantes.
Sentidoras, las hierbas
que aparté para hablarte,
temblaron, temblaron,
comprendiendo el decir insinuante.
Te dije: ¡Ah! mi amado,
ya como descanso es bastante.
Despereza tu cuerpo; he venido
esta siesta olorosa a buscarte.
Parece una huida
esto de en la tierra adentrarte,
esquivando el mirar de mis ojos
y velando con polvo el semblante.
He venido hasta aquí por senderos
apretados de rosas, jadeante
por un sol que te cae en la huesa
con la intención dulce de que te levantes.
Traigo llenos el pecho y los ojos
de esta primavera de entrañas fragantes.
Si no dejas tu cama de tierra,
si en rebelde callar te empeñaste.
Es que abajo se vuelven los seres
mucho más miserables,
y ya no mereces que yo haga jornadas
por venir, como ahora a buscarte.
A la noche
La nieve cae, silente
y la noche va a llegar.
Y yo tengo lumbre para
ver mejor mi soledad.
Tengo un leño que arde para
que mientras se quema en paz
mire yo mi vida y mire
mi tremenda soledad.
Si fuera a campo traviesa,
si me rasgara las manos
sobre un surco en abril,
no mirara yo las vivas
llagas de mi corazón,
no mirara con el leño
retorcerse mi aflicción.
Pero hay nieve, y noche larga,
y silencio insigne, y hay
una llama que desvela
más salobre
que la lengua del mar.
Yo creí que ya eras
la ceniza del hogar;
y te vienes noche a noche
en mi silencio a sentar.
Llegas en la soledad
y te sientas a la lumbre
a mirarme sollozar.
Miras mudo hacia la llama,
miras pálido a mi faz.
Me interrogas, me interrogas,
no te puedo contestar.
Cierto, cierto que hubo algún día
en que quise levantar
un amor como esta llama
en mi negra soledad.
Pero ves: vuelvo a estar sola
y a buscarte y a estrujar
en el hueco de tus sienes
mi locura y mi pasión.
Tú me miras al regazo,
se suaviza tu mirar,
el infante que tú buscas
yo lo busco hasta al dormir.
Lo he soñado bajo el cielo,
lo he nombrado junto al mar,
de los sueños que he soñado
¡ay! ninguno mordió más.
Lo he llamado junto a mi lino,
lo he palpado entre la mies,
por ti fuera fino y leve
y por mí supiera arder.
Y rezar, y retorcerse
de ternura y de emoción.
Me aromara las rodillas
como fruto y como flor.
Tú dirás a Dios el día
de la confusión por qué
yo no mezo por las noches
un infante como miel.
Por qué yo me he vuelto amarga
cual las salinas...
Si no hubiera tierra sobre
tu semblante, yo gozara
al fulgor del pino ardiente
la ternura de tu cara.
A la llama temblorosa
te miraba, te miraba
la tristeza de los ojos
tan profunda cuando amabas.
Pero