Almácigo. Gabriela Mistral
los tapires lentos,
que rasguñan de celo y huelen la llanada
en punzada o voluta de unos aromas densos,
y dormido sin besos, rumores y aromas
te consuelan el corazón cargado de Eros.
Oyes en los días los galopes avanzar por el llano tuyo,
oyes al Orinoco paternal acento.
Sabes la tierra que sigue perfecta.
Nos ignoras a nosotros, Padre afligido de silencio,
no sabes qué fue de la carne a cuestas,
la gente roja, la gente pálida y la blanca de tu testamento.
Pasadores de vados, chupadores de caucho, pescadores de tortugas,
guerrilleros feos o plantadores de café negro,
¿dónde están que está solo el lecho de su padre,
laceadores de pampas, maridados de Ceres,
segadores de caña, por dónde andan perdidos
o encenagados que no vienen al Santo Fuerte,
a pasar velados cantando lo que hacen
en haciendas, en majadas y faldeos
tocando su cara, lamiendo sus pies, oyéndole aliento?
Peregrinas y hermosas gentes cruzadas,
tan varias como solo Dios las cruzó en arabesco,
medio egipcias, medio mongoles, medio Cames
y a veces en la frente o en la avidez
unos querellándose para creerse iberos,
cantando igual copla y rezando el mismo Padre Nuestro,
juntos cuando se acuerdan de ti pero olvidados
de ti para perderse cual dados en el juego
en las manos de los jugadores del Norte
que juegan grande y sin remordimiento.
Extraña procesión de adamitas marcados
por Adán y por ti para reconocerlos,
hablando dulce en címbalo o grave en atambor,
y caminando jactanciosos o macilentos
tan tuyos que andan con lo que falta en tu carne
y tan ajenos que aventaron tus brazos enteros.
Ciento veinte años, Padre, así con la memoria
rota, y ligeros de no haber recuerdo
hasta esta noche del silbido como lanza
de la seña y el signo para convocamiento
y la vieja obediencia que nos alzó, y la sangre
respondiendo a su Padre por los senderos
y este grupo de carne llegando por fin
en carrera de ciervos amorosos y trémulos.
Ahora no te miramos para contar la vergüenza
y no nos mires pero que nos oigan con tu caracola tus huesos.
También por esto te hemos esperado,
por no hablar volviendo la espalda a tu cuerpo.
La noche es larga para el tendido relato
y las estrellas oyen lo que tienen sabido sus fuegos.
La tierra quedó limpia, rica y fácil
y daba todo, con voltearla como en sueños.
Los gamonales eran los mismos, eran los mismos
pero les dejamos porque nos faltaste en el trance del tiempo.
Demasiados ingenios y cafetales
para unos hombres como niños y como ellos
demasiadas costas y cordilleras en abras del cielo
para hombres locos de calentura y deseo;
la esmeralda rezumando de la piedra; la perla
en los dientes del boga y el Gamonal-Shiva
que chupa sangre y que no oye lamento
que aprendió en Jesucristo para reencontrarle
en Fray Bartolomé y hacerle acatamiento.
Esto sucedió, Padre, donde había español y maya
y pasaron setenta años como en el otro Éxodo.
A enseñarnos “Esto es lo vuestro” no alcanzaste,
a repartirnos ríos, llanadas y sustento.
En tus manos estaban las medidas de escuadra y campos
y tus manos benditas no asomaron de nuevo.
Ninguna Sara ni Hécuba los repitió en su vientre
y ningún hombre trajo las tablas del Tabor
y fue así como Jesucristo con Simón
araron el mar, soplaron la piedra y sembraron el viento.
Los lujuriosos, los glotones y los danzadores
han bailado las danzas de su contentamiento,
las asirias, las tártaras como las galas
y se les fue acabando brasa de pebeteros,
tapiz profundo y el falerno en el aliento.
Como somos en carne cristiana polvo de Mahoma,
les dejamos bailar sus minués y sus saltos de viejos flamencos
con nuestros ojos que tienen a veces polvo de Pirámides
y con nuestra lengua que deja caer refranes acedos
y nuestro desdén que los rezuma inútiles.
Así no era el Padre armado en el viejo hueso de Vasconia,
que era como el Padre y no como el hijo de los Elementos.
Así somos los que hemos rezado a dioses enfermos
y a unos arcángeles de alas de murciélago que no eran Miguel,
y que en la guerra soplamos con carrillos de viejos
la Antífona larga con la que morimos antes de haber nacido.
En la oscuridad súbita y el crujir de dientes
grasos para el arado, flacos para el majar en el hierro,
los de la danza se han sentado un poco pálidos,
confusos de no poder seguir y queriendo
seguir la danza como el fuego, los condenados,
incapaces de otra dicha que su regodeo.
Oyen hacia el Norte la bocina de los compradores.
Todo compran aquellos hombres rubios y esbeltos:
quieren cafetales, cañaverales y selva,
el cobre como el oro y las esmeraldas como el hierro.
Y su suerte les ha puesto terriblemente próximos
los vendedores dementes y contentos,
a la América nuestra, loca de su maravilla,
ganosa de vender su tierra y su cielo.
Con una seña ofrecen los del Sur, y los del Norte bajan,
y hay un descenso de torrente de Nueva York a Patagonia.
Padre Bolívar, el de los ojos de milano,
tú sabes qué venden los hombres vendiendo su suelo: